Pasea uno la acera, entra en el bar, se sienta en el parque,
consume en Mercadona, en fin, realiza esas tareas diarias de ciudadano probo
que son casi de obligado cumplimiento. Y en todas partes igual. Más de lo
mismo. El personal anda irritado. Cabreado. Harto. Una grave sensación de
inestabilidad social aletea sobre las cabezas. Alguien, de no se sabe donde, le
toma el pelo desconsideradamente. Alguien olvida que el gentío es la fuente de
los votos. Una fuente, ay, de la que se bebe el día de las elecciones pero que
se tapona inmediatamente después. Así que ya te digo, el personal anda harto de
que quieran darle gato por liebre, lo que equivale, en el fondo a una burla. Tal
vez provocada por las circunstancias. Pero burla, aunque sea involuntaria. Por
algo algunas encuestas confirman la sensación desconfiada de la ciudadanía para
quien el Gobierno se ha constituido en verdadero problema por detrás del paro y
de la crisis.
La irritación adquiere burbujeo de cocción a 90 grados
cuando el personal se entera de que los partidos ingresaron casi 200 millones
de ayudas públicas. O sea, que con mi dinero subvencionan los partidos. ¿Qué,
si no? Dice el partidista. Respuesta: Que deberían mantenerse con las cuotas de
sus afiliados. Retruca el otro: Entonces desaparecerían. Pues que desaparezcan,
afirma el disconforme. Así no se puede ir a ninguna parte, dice el partidista,
eres un ácrata.
Así me llaman. Y encima no me ha tocado ni un euro a la lotería. Mierda.