miércoles, 21 de noviembre de 2018

COTILLAS MULTIEXPERTOS (TERTULIAS Y OTRAS ASNADAS TV)


COTILLAS  MULTIEXPERTOS
JUAN  GARODRI


El título me lo ha sugerido (valga la catáfora) un amigo mientras tomábamos unas cañas en el Candilejas. Comentaba con cierta irritación el tono multicultural que adoptan los tertulianos de televisión, expertos en todo y eruditos en nada. Más que expertos son “informados”, personas que poseen una vasta información, de lo que resulta que, si no han digerido convenientemente los kilos de alimentación informativa, regurgitan eructos desatinados y fétidos. Todo el mundo sabe que una cantidad determinada de información, por muy grande que sea, no convierte en formación las neuronas del receptor. Puede darse el caso de alguien ‘muy informado’ y amanecer, sin embargo, bastante deformado, mentalmente se entiende, hecha la picha conceptual un lío, con más nudos que el ovillo de Ariadna. Naturalmente: hablamos de tertulias serias. Porque si nos refiriésemos (que también) a las tertulias de sobremesa o antemesa, o cuando se emitan, a media tarde, a media noche, no sé, si nos refiriésemos a esas reuniones, no podríamos denominarlas con el honroso nombre de tertulias, sino con el de “grillitertulias” o “tertuliollas” porque, ya desde el principio, se convierten en una gigantesca olla de grillos en la que todos mueven simultáneamente los élitros de la sapiencia (‘su’ información de buena tinta), actitud que convierte las palabras en una algarabía insoportable e ininteligible. La desmesura de los grillitertulianos no consiste precisamente en la mezcolanza del vocerío unipersonal sino en la conducta prepotente que adopta el grillitertulio, convencido de que está en posesión de una verdad extrañamente absoluta, tanto más verdadera cuanto que es la suya, convencimiento que muestra a las claras con el arqueo cabreado de las cejas, el torcimiento despectivo de los labios y la elevación crispada del tono de la voz. Todo un espectáculo. Un espectáculo provechoso porque induce al espectador, sin duda, a no adoptar jamás, por barriobajeros e inaceptables, los modos de comportamiento que contempla en la pantalla. Podemos concluir, pues, que las tertuliollas ejercen una labor moralizante puesto que el espectador, seguro, abominará de aquello que ve y no lo pondrá en práctica jamás. Algo así ocurre en el Libro de Buen Amor, dije yo. Y mi amigo me miró sorprendido. Sí, continué: el astuto y picarón Arcipreste de Hita justifica en el prólogo de la obra las “obscenidades” que describirá a lo largo de ella con el cuento de que las expone para que el lector las considere pecaminosas, las rechace y se incline a lo contrario: seguir el camino recto que conduce al Buen Amor (de Dios). De igual manera, el espectador de las grillitertulias sale de ellas con el ánimo reforzado, henchido de buenos propósitos. Jamás adoptará actitudes burdas y chabacanas como las que acaba de ver. Todo lo contrario, se convertirá a partir de ese momento en ciudadano probo dispuesto a la solidaridad, al mutuo respeto, a la aceptación de la verdad ajena y a la colaboración con el Ayuntamiento en el engrandecimiento de la conciencia cívica. Que no es poco. Los espectadores, en cambio, de las tertulias serias salen de ellas cabizbajos, convencidos de que la sociedad anda patas arriba y de que el futuro es negro como boca de pozo petrolífero. Causas, las expuestas por los tertulianos serios: el déficit público, la subida imparable de los carburantes, el calentamiento peligrosísimo de la tierra, el paro que no cesa, las incurables y resentidas heridas de los políticos, la violencia de género (que tampoco cesa), la insoportable desfachatez del independentismo   y la coleta de Pablo Iglesias.
Chuchi nos sirvió la espuela, nos palmeamos la espalda y nos fuimos a comer tan contentos.


lunes, 12 de noviembre de 2018

LA (IN)FELICIDAD DE LOS VIAJES


MASOCAS
JUAN  GARODRI

 (Publicado en HOY el 1 de agosto de 2004)

Siempre me ha sorprendido la felicidad que dicen que proporcionan los viajes. Me refiero a estas alturas. Hace veinticinco años, o más, yo era el más feliz de los mortales cada vez que salía de viaje. Recorrí parte de España, Portugal y Francia con una mochila a las espaldas —el autostop era un medio seguro para llegar a cualquier parte—, tomé por hotel las estaciones ferroviarias o las de autobuses, y me alimenté de pan, sardinas y tomates. Era la ilusión de la libertad. Libertad en estado puro. Ahora la libertad ha perdido su pureza, como las aguas y las costumbres, y casi todo adquiere el tono mediático de la inmediatez y la desesperanza.
Han sido unos días felices. Los días de los viajes son felices. No hay mayor felicidad que la que proporciona un viaje. Sobre todo si es un viaje al extranjero. Ya se sabe, esos viajes de los que podamos hablar al regreso mientras se magnifica la piedra, la cultura eslava y los ojos entre azul y acuosos de las nativas. El viaje es, al mismo tiempo, la exaltación de uno mismo, el arrebato férvido de la propia pequeñez geográfica. En realidad, no se va de viaje a enaltecer la piedra ajena o el rostro más o menos virginal de las muchachas: se va de viaje a conquistar terrenos interiores. El viaje al extranjero desarrolla la autoestima y alarga la limitación individual. Y no digamos si el viaje es uno de los que el gentío realiza más allá del extranjero. Porque te largas más allá del extranjero y olvidas el olor de España. No es una decisión malintencionada y perversa. El hecho de olvidar el olor de España no obedece a maldad antipatrióticamente enconada. Obedece más bien al inocente subidón de lejanía y separación que sufre cualquiera cuando pretende alejarse de la casa paterna. Y el gentío emprende el viaje. No voy a narrarlo con la pormenorización  con la que Arthur Gordon Pym, de Nantucket, se dispuso a contar el motín a bordo del “Grampus”, entre otras cosas porque el relato  «representa un fracaso de la mayoría de los principios y aun de las facultades creadoras de Poe» (Cortázar), pero sí voy a contarlo con la alegría inconmensurable con la que casi todo el mundo se lanza a la aventura viajera. La gente es nadie si no viaja. Sólo el viaje supone la ruptura de la monotonía, ese espejo que te devuelve a diario la insoportable repetición de las desavenencias. Sólo el viaje te ofrece la libertad de las aves y los barcos, la perspectiva probable de una huída hacia el exterior de uno mismo, la superación del petardo diario que constituye la relación social, el avasallamiento de la propia contingencia. Así que la gente se decide al conocimiento. Porque previamente tiene que conocer la deslumbrante relación que expelen las agencias de viaje. El que viaja es feliz.
Miles, millones de personas se consagran a expandir la radiante cualidad del predicado: el que viaja es feliz. Ocurre, sin embargo, que la felicidad se atribuye al hecho de viajar, al medio con el que se viaja y a la lejanía del punto de destino, no a la interioridad de la persona que viaja. De lo que se deduce que la llegada al aeropuerto de Barajas, por ejemplo, debería producir en el viajero una satisfacción equiparable a la complacencia. Todo lo contrario. Dejamos el coche en el parking y arrastramos la maleta hasta la terminal. Nunca habíamos comparado la maleta con un muerto. Ahora sí. Era como si arrastrásemos un muerto pesadísismo con dos ruedecitas en lugar de pies. Pero un muerto. Después de sortear el caos absoluto que delimitan la agitación y los carritos, logramos identificar las ventanillas 13 y 14, justo las señaladas por nuestra agencia para la facturación. Hicimos fila. Y era de ver la fluidez con que avanzaban los viajeros de la fila de al lado y el plomo que inexplicablemente se había adherido a la suela de nuestros zapatos: nos había tocado en suerte la tonta del aeropuerto. Los viajeros vecinos avanzaban cada tres minutos; nosotros, cada doce. Una hora y cuarenta y cinco minutos permanecimos en la fila. Nuestra desesperación se acrecentaba a medida que las maletas ajenas eran engullidas tras su facturación mientras las nuestras permanecían inmóviles. Diez minutos faltaban para embarcar. Corrimos como locos a través de pasillos y controles. Con el aliento aniquilado logramos llegar finalmente junto al autocar que nos trasladaría al avión de las líneas checas. La llegada a Praga fue esquizofrénica. Por alguna razón incognoscible nos agruparon como a ovejas hasta la llegada del autocar. Arrastre de muertos-maletas y embarque hasta el hotel. Felicidad: nuestro hotel, situado en la periferia, en un lugar tranquilo, era el último del recorrido. Nada hay más execrable que un hotel situado en un lugar tranquilo. El autocar iba depositando tres turistas acá, cinco allá, siete acullá. Recorrimos Praga La Nuit (desconozco cómo se dice en checo) dos o tres veces. A la 1’35 de la madrugada llegamos a nuestro hotel. No teníamos rodillas, piernas ni riñones. En perfecto estado, se entiende. Tampoco teníamos cena. Después de tres cuartos de hora de agria discusión en un inglés perfectamente dudoso, conseguimos una bolsa de plástico con un tomate, una manzana, un pedazo de queso y un yogur. El agua del grifo de la habitación era potable.
Excedería los límites de este artículo enumerar las infelicidades que nos hicieron felices en Praga, en Viena, en Budapest. Palizas consentidamente asesinas. A pesar de la desintegración de las rodillas, del aplanamiento de los pies y de las 0’50 que en todas partes cobraban por mear, las seis o siete horas diarias de caminata eran pan comido. Ahora, eso sí, piedras vimos un montón y palacios y castillos y parlamentos y hoteles de seis estrellas y parques y jardines y hasta el palacio de Sissi con su camita y todo y el váter en el que se encerraba para hacer pipí. También nos permitimos el lujo de pasear en barco por el Danubio, en Budapest, y cenar a la luz de las velas bajo la eufonía herida de los violines. Y un colega al que no veía hace veinte años pues allí estaba, que el mundo es un pañuelo, coño, me dijo. “Praga mejor que Viena, ¿verdad?”. Le respondí que no, que Viena me había deslumbrado. “Pero qué dices”, se sorprendió, “si en los semáforos de Viena sólo se ven mercedes, audis y bemeuves, qué asco”.
A pesar de los huesos molidos, ha sido un viaje feliz. Diez días sin periódicos. El tufo a farsa (Comisión 11-M) que se extiende por todo el territorio nacional es más intenso que el olor de la sopa de frutas húngara. Otra vez el (d)olor de España.