viernes, 14 de octubre de 2022

 

JUAN GARODRI

(Artículo antiguo aparecido en HOY)

 

Sopórtame, lector. No voy a colocarte el rollo sobre la poesía goliardesca y sus partidarios, aquellos inconformistas medievales que debían de tenerlos así de gordos para atreverse, como se atrevieron, a la desestabilización y el inconformismo en un época (la medieval, no tan oscura como suele decirse) bien protegida por leyes eclesiásticas y por tonsuras escolásticas.

Bien. Los goliardos jugaban a una especie de lotería subversiva y amoral, que entonces se llamaba ‘rueda de la fortuna’, en la que unos subían y otros bajaban, según el vino, la poesía amorosa o las mujeres los impulsasen a la riqueza de los placeres o a la ruina de Hécuba. Así, al menos, aparece en algunos pasajes de los Carmina Burana.

Juan de Mena, sin embargo, dejó la rueda pero cayó en el Laberinto de la fortuna. Y así, influido por Dante, Virgilio y Lucano, se empeñó en desenmascarar la codicia de la fortuna (para ellos era la ‘fama’) que roía las entrañas de los primeros renacentistas.

Ahora, sin embargo, qué quieres que te diga, el personal no empuja la rueda de la fortuna ni se pierde en su laberinto. Ahora el gentío utiliza una abstracción casi filosófica (crematística es mucho decir) que aletea sobre las cabezas ciudadanas con la pertinacia de las moscas y la parsimonia de las arañas. Es la lotería, ese paraíso terrenal, esa tierra prometida de la abundancia en la que las depresiones, las represiones, las sumisiones y las ansiedades encontrarán la leche y la miel de una  felicidad inagotable.

El gentío acude en masa a los despachos de loterías, a ver qué remedio, a desarrollar esa pulsión soteriológica, de salvación final, con la que antes se acercaban a las iglesias y confesionarios. La salvación viene de arriba, de lo alto, de la santa lotería que protege e inmuniza contra los males finimilenarios, oséase, carencia de coche potente, carencia de casa bien digitilizada con seis u ocho mandos a distancia (televisor/es, vídeo/s, equipo/s de sonido, canal satélite, canal digital, hilo musical), carencia de ostentación social y carencia, si se tercia, de apetitosos sucedáneos de esposa.

Por otra parte, el personal tiene donde elegir. Primitiva, gordo de la primitiva, bonoloto, lotería nacional, lotería de los jueves, quiniela, quinigol, lototurf, eurojackpot, triplex, cupones diarios de la Once, Cuponazo, Sueldazo (sábados y domingos), Euromilonaria, tío, hasta 250 millones de euros pueden tocarte, como para doblar la manga y mandar al jefe más allá del extranjero. Así que tenemos la lotería.Yo mismo. Aunque soy consciente de que mi columna semanal supone un humillante grano de arena dentro del límite de las posibilidades (cada columna supone una posibilidad contra catorce millones de posibilidades), ahí me tienes arrastrándome los lunes, con una constancia casi esquizofrénica, por despachos de loterías y quinielas, alzando los brazos a lo alto de la imploración lotera, para ver si desciende de su cielo caprichoso el maná de ese rocío alimenticio que sacie mi hambruna de millones.

Hay, no obstante, quien no sucumbe a la tentación, por raro que te parezca. Resiste y aguanta heroicamente los embates de la furia millonaria y jura que no se gasta un duro en loterías. Para mí que son santos. Porque hay que estar inmunizados de cojones contra el virus del consumismo para mostrar, tan descaradamente, esa inapetencia casi insultante con que desprecian el festival lotero. Son los santos modernos. Y pienso que hasta hacen milagros, porque es insostenible, hoy en día, que exista alguien con capacidad suficiente como para no desear la posesión de todas las cosas sin mezcla de ausencia alguna, ese deseo de viajar sin tregua por todo el mundo, o de  posesión casi orgásmica del coche o de la casa unifamiliar, por ejemplo.

Así y todo, se me plantea, a bote pronto, un problema grave. No sólo el aceite de Jaén o la leche de Cantabria o las infraestructuras extremeñas se van a ver afectadas negativamente por la entrada de España en Europa. Hay algo peor. Lo de la lotería. También la lotería puede verse afectada por la entrada en Europa. Explico: ¿cómo jugaré a la lotería a partir de febrero del año que viene o cuando entre en vigor el euro? ¿Cómo voy a echar una columna a la quiniela por la indigna cantidad de cero coma treinta (0’30) céntimos  de euro? ¿Cómo voy a gastarme en un décimo de lotería nacional la ignominiosa cantidad de cinco euros? Es como si pasase por la caja del supermercado con una caja de palillos en el carrito. Voy a parecer un pobre. Y, una de dos, o desciendo a la categoría suburbana e indigente de los que manejan céntimos para subsistir, o tengo que ascender a la categoría del dispendio para adoptar esa pose pretenciosa del que dispone de suficiente poder económico como para poder gastarse sin penas veinte o treinta euros por lo menos.

Hay más, amigo. Hay algo que, cuando nos sobrevenga lo del euro, puede acabar con mi afición a la lotería. ¿Cómo saciaré mis anhelantes deseos de convertirme en millonario? ¿Cómo soportaré el chafamiento psicológico de posesión omnímoda cuando acierte el cupón de la Once y advierta que no me caen encima los millones del premio? Porque ya no habrá millones. El euro los habrá volatilizado. Me tocará el gordo y sólo me corresponderá la birriosa cantidad de seis mil  euros. ¿Cómo va a ser uno millonario con seis mil euros? Ni para empezar.

 

jueves, 6 de octubre de 2022

 

LA IGUALDAD

JUAN GARODRI

 

 De chicos, cantábamos aquello de que estaba el señor don Gato sentadito en su tejado, muy tranquilo al sol que más calienta, y va y le vienen cartas de lejos por si quería casarse con una gatita blanca sobrina de un gato pardo, lo cual que le emociona de tal manera que, al segundo o tercer retozo, se cae del tejado. Y se parte siete costillas y el espinazo y el rabo. Y lo llevan a enterrar. Pero, mira tú por dónde, lo llevan a enterrar por la calle del pescado. Y ya se sabe que el olor del pescado es a los gatos lo que el olor de los votos es al político/a: una especie de viagra poderosamente regeneradora que convierte la eréctil disfunción política en eyaculante torrentera de promesas (ya se ha descubierto también la viagra femenina). De manera que, al olor de las sardinas, pues eso, el gato ha resucitado.

Y empiezan a aparecer los efectos de la resurrección. (Quizá algunos/as no estuvieran del todo muertos/as, quizá solo estuvieran aletargados/as en las covachuelas oficiales con ese estado de hibernación que caracteriza a los osos y a los ofidios). Los efectos, pues, se notan más que nada en el bar. Los conciliábulos, las habladurías, los dimes y diretes, la ley de la oferta y la demanda, el mercadeo, el mercachifleo, el prebendeo político abunda y sobrenada por la superficie oleoginosa de las pretensiones representativas. También se notan los efectos en la Prensa. Ya empiezan a aparecer listas. Ya andan los políticos/as que pierden el culo elaborando listas para las municipales y autonómicas. Y unos/as se mantienen en el macho y otros/as son borrados del mapa. Y aparecen nuevos nombres y nuevos rostros. Los/las han convencido de que son gente con “cartel”, con carisma (esa apropiación gratuita del término teológico que se utiliza para designar a personas dotadas de cierta facilidad para atraer a otras). Y van y se lo creen. Y juran, después, que todo lo hacen por el pueblo.  Popule meus, quid feci tibi!, grita Tomás Luis de Victoria en uno de sus Responsorios de Semana Santa con esa sobrecogedora intensidad expresiva que caracteriza su polifonía religiosa. Pobre pueblo, utilizado siempre como cabeza de turco para justificar las aspiraciones, las ambiciones, las exigencias y las defecciones de los/las políticos/as. Y tal vez sus deyecciones.

Hay una novedad, sin embargo, progresista, europea y libre, en la actual confección de listas: la igualdad. Y se habla de establecer una nueva “cota” de igualdad femenina (supongo que se refiere al término topográfico que indica la altura de un punto sobre otro: con lo cual el concepto de “cota” nunca puede coincidir con el de igualdad). Y se afirma con énfasis ciceroniano que el número de mujeres que integren las listas no debe ser inferior al cincuenta por ciento del total. Y hasta Feijóo ha llegado a comprometerse a que en un futuro Gobierno suyo aparezca un 50 % de mujeres. ¡Qué bien! La cosa está pero que muy bien. Ocurre, sin embargo, que contemplada la afirmación así, fuera de contexto, aparece como sutilmente idiota. Porque vamos a ver. ¿Por qué no puede llegar al setenta o al noventa por ciento el número de mujeres que aparezcan en las listas? Puede ocurrir que en muchos municipios abunden los machos domingueros, futboleros y cerveceros, por poner una aclaración,  ejemplares de la fauna ibérica que no ven más allá de sus narices y que, en contrapartida, la mayoría de las mujeres censadas superen en inteligencia, en trabajo, en capacidad de gestión o de organización a la mayoría de los hombres. Sin embargo, los mandamases locales no aceptan el hecho de la palpable superioridad femenina y dan de lado, con displicencia, a sus propuestas. Por el contrario, municipio habrá en que abunden culebroneras y culifinas, más proclives a la pulsión consumópata o a la lectura indiscriminada de la prensa rosa, por poner otra aclaración, que al cultivo inteligente de la gestión organizadora y social. En este caso, ni el cincuenta, ni el treinta, ni el veinte por ciento de mujeres deberían aparecer en las listas. A ver si el personal, para huir precipitadamente de los efectos seculares de la cultura machista, va y cae en la zanja de la pretensión feminista. Y aunque lo políticamente correcto, que se dice, sea mitad y mitad, pienso que lo municipal o lo autonómicamente correcto sería incluir en las listas a las personas más cualificadas (sean mujeres, sean hombres) por su inteligencia, su trabajo y su probada capacidad de actuación en favor de todos.

 

 

 

lunes, 3 de octubre de 2022

 

EL CUENTO DEL ESCRITOR

JUAN GARODRI

 

Disculpa, amigo, que empiece con una palabra tan lingüísticamente solemne y empinada como la de ‘semántica’. Porque me parece que es complicado lo de la semántica, qué quieres que te diga. Puestos a desentrañar significados,  tú percibes claramente las diferencias significativas que pueden darse entre batalla y riña, por poner un ejemplo, o entre piso y casa, por poner otro. Si me apuras, también podemos señalar las diferencias de significado que pueden establecerse en el campo nocional del que maneja la pluma: escritor, escribiente, escribidor, letraherido, plumilla y plumífero. Pero no es fácil, créeme.

El escribiente se acomoda a esa figura casi envidiada en épocas anteriores a la aparición del lío informático y de la sacrosanta triple WWW, que conseguía un sueldo fijo rellenando a mano facturas y balances o caligrafiando las actas de los plenos del Ayuntamiento. También se llamaba escribiente a aquel hombre que se quemaba las cejas en las trastiendas de las zapaterías y en las oficinas de los constructores para cuadrarles las cuentas. En definitiva, era escribiente porque escribía. Y mucho.

El escritor, en cambio, pertenece a otro mundo. Antes de la triple WWW citada, se pasaba las horas escribiendo en un cuaderno a rayas (con pluma de oca o con estilográfica recargable, según los tiempos), los sentimientos líricos, las pasiones narrativas y los desenlaces dramáticos que su talento extraía de las posibilidades ideales, más o menos deseables, hasta que conseguía transformarlas en aparentes y verosímiles realidades concretas, bien aderezadas con la habilidad de la maestría verbal, el conocimiento de la propiedad léxica y el talento de la coherencia conceptual. Ahí tienes, sin ir más lejos, la amplia nómina de escritores relacionados en cualquier manual de literatura. O los nombres de escritores famosos que aparecen en las listas de ventas publicadas por los suplementos literarios fin de semana.

En cuanto al concepto de escribidor, anda y pregúntale por su significado a Vargas Llosa. Y en cuanto a lo de letraherido, pregúntale al ‘agente provocador’ de Pere Gimferrer o, tal vez, a la facundia suficiente de Luis Antonio de Villena. Ahora, eso sí, por lo que se refiere a lo de plumífero y plumilla, pregúntale a mi amigo Severino Miranda.

Bueno, para no liarte, voy al grano. Y el grano trata de un amigo que yo tenía en los tiempos de la Universidad, esas amistadas enconadas y juveniles en que sobreabunda la camaradería y los amigos comparten sin demasiados miramientos los contenidos de tres remolinos existenciales, a saber: uno, los apuntes de crítica literaria y/o el paracetamol para los resfriados; dos, las zapatillas de baloncesto y/o la mutua soledad de las cogorzas de los viernes noche; y tres, las chapuzas culinarias en el piso y/o las apetitosas turgencias de las muchachas en el campus.

Ya te digo, Miranda y yo éramos amigos. Y, como suele ocurrir dentro de las buenas amistades, uno pide y otro da, de manera que él pedía porque yo solía acceder a lo que él solía pedir, hasta el punto de que utilizaba como norma de comportamiento la actitud parasitaria de las garrapatas a las que no hay desparasitador que las desparasite, una vez aferradas al pellejo.

Habitualmente, mi amigo pedía y yo daba, ya te digo. Y así, mientras él se largaba a dar una vuelta para ahuyentar el tedio rosado de los atardeceres, yo permanecía como un gilipollas en la habitación del piso, bien acodado en la roña olorosa de la mesa, devanándome los sesos para interpretar la velocidad caligráfica de mis apuntes y pasándolos a limpio para que él, convertido en rey del mambo, pudiera fotocopiarlos a la mañana siguiente.

Otras veces, la dificultad se agazapaba en el comentario de texto, actividad didáctica que odiaba visceralmente, decía, porque lo relegaba a la figura adolescente de segundo de ESO, ya superada, no sin astucia, triquiñuelas y chuletas perfectamente adaptadas al copieteo. Era humillante tener que retroceder hasta los años insensatos del instituto. «Yo ya he traspasado ese estadio lechoso de sarampión mental», sentenciaba. Y ahí me tenías liado con el comentario de texto, una tarde tras otra, sin levantar cabeza para que el rey del mambo se tirase el farol de deslumbrar al personal, generalmente femenino, con la ficticia posesión de una extraordinaria lucidez interpretativa y con la descarada aserción de que, en consecuencia, los textos de Guillén, por ejemplo, y los del 27 en general resultaban para él pan comido.

Cuando yo terminé, Miranda se arrastraba todavía por tercero o cuarto de carrera y creo que aún le quedaba alguna de segundo. No volvimos a vernos. Y asentados en el hecho de que la memoria se vuelve perezosa y liviana, cada vez fueron distanciándose más acusadamente los recuerdos hasta el punto de que desaparecieron como la niebla o las nubes.

Y ahí reside precisamente el cogotón de mi sorpresa. Como todas las mañanas, yo tomaba mi café caliente en el bar. Abro el periódico y, cielos, es él. Un artículo de media página firmado por él. «Severino Miranda. Escritor», decía. Los colegas miraron sin comprender la repentina tragantada que me desencadenó la violencia insoportable de una tos enfadosa y salpicona. La palabra “escritor”, rodeada de ufanía, podía haberse atravesado en cualquier parte, más o menos vulnerable de mi anatomía, en los ojos, por ejemplo, y haberme vuelto la visión borrosa, o en las tripas, y haberme producido una aerofagia dispéptica y antiescritora. Pero no. Se me atravesó en la garganta como hueso de pollo que adoptaba la forma vanidosa de un plumífero devenido en escritor. Y seguí tosiendo.

Con resignación y algo de rabia, pensé que en este país, suele decirse, el más tonto sabe hacer relojes. A no ser que Miranda se hubiera convertido milagrosamente en relojero. Tal vez.

 

domingo, 2 de octubre de 2022

 

MARIONETAS

 

 

 

 

La crisis. Un juego incruento en el que uno lleva las de perder, los dioses del clasicismo también se divertían jugando con los hombres, adoptaban incluso poses antropomórficas,

los dioses, enamorados y tornadizos, perseguían la belleza cosificada en senos, pubis, glúteos y demás atributos femeninos para darse un hartazgo estético, se divertían con los hombres jugando a la cosa mitológica, y eligieron a los clásicos para que reposaran en el alabastro su aleteo antropomórfico e inseminador. Tal vez así juguetean con nosotros los mandamases, desde un punto de vista más democrático que mitológico, recesión económica sí, recesión económica no, tal vez así reparten sus capones y collejas en nuestros cogotes subordinados. Tal vez así tiran de la cuerda de nuestras insuficiencias, al compás de sus tirones levantamos un brazo, o el otro, levantamos una pierna, o la otra, danzamos el baile triste del sometimiento, unas marionetas insignificantes y abatidas, eso somos, títeres movidos por medio de hilos económicos en las cloacas del Estado, personajes de trapo de la commedia dell’arte globalizadora, abatidos pierrots en la inseguridad de los colorines ciudadanos.

Eso somos.