viernes, 30 de septiembre de 2016

DIME CÓMO SE EDUCA HOY

Soy consciente de que piso un terreno resbaladizo, pero si uno de los signos del progreso consiste en la educación cívica dime cómo y en qué se educa hoy. La palabra educación aletea sobre las cabezas con ese estado de levitación permanente que sólo poseen las abstracciones inútiles. Libros, revistas, boletines, folletos informativos y currículos constituyen campo propicio para su siembra y expansión. Ambiciosa e inmisericorde la palabra educación y su vanidosa e insaciable familia léxica nos ahoga como esa serpiente vengadora que estrangula el retorcido cuerpo de Laocoonte. Quizá también nosotros hayamos profanado las palabras. Instituto de Educación, Educación Secundaria, sistemas Educativos, itinerarios Educacionales, Educación para la salud, psicología Educativa, Educación para la paz, sectores Educativos, Educación sexual, sociología Educativa, marco Educacional, Educación vial, patrimonio Educativo, Educación para la vida adulta, sensibilización e implicación Educativa... Palabras y palabras y palabras. Las frases quedan reducidas a la ceniza de las grandes palabras, a una utopía que no tendría por qué serlo si la constante agresión a las paredes, al mobiliario, a las personas, a la cultura y a las ideas pudiera erradicarse. Pero la agresión no se erradica. Por el contrario, permanece viva, se desarrolla e intensifica con esa presencia constante con que los gusanos germinan dentro de un cadáver...

miércoles, 28 de septiembre de 2016

¿JUSTICIA O JUECES?


Algunos filósofos aseguran que Bolzano es uno de los pensadores más originales e independientes del siglo XIX. Se asentó en la filosofía de la objetividad y no tragó ruedas de molino echadas a rodar por Kant, Fichte, Schelling o Hegel. Dedicado a pensar, pensó: ¿No los entendía por propia incapacidad o porque ellos, los filósofos, no filosofaban objetivamente?
Me aplico el cuento: ¿No entiendo a los jueces por sus decisiones o por mi incapacidad para entenderlos? ¿Justicia o Jueces? Tomo unas líneas de Leibniz: «La Justicia no depende, en manera alguna, de las caprichosas leyes del gobernante». O sea, que en el siglo XVII ya se cocían habas como melones, porque Leibniz no se achanta, y prosigue, «una sociedad en la que el llamado Derecho no es otra cosa que desfogue del poder, es una sociedad de bandidos». Muy fuerte.
El gentío está hasta los mismísimos a causa de los fallos de la Justicia ¿o de los Jueces? El diccionario de la RAE  coloca 12 acepciones para expresar qué es la Justicia. Aquí me refiero a la número 6: Poder Judicial. La Justicia es una abstracción lógica que, como otras entidades abstractas, carece de límites reales. Porque nadie, que yo sepa, ha visto a la justicia (poder judicial) sentada al sol. La Justicia es un escape para no hablar de los jueces. ¿Por qué lo llaman Justicia cuando quieren decir Jueces? (Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo, recuerden).
La prensa actual abunda en estas ideas. El 82 % cree que se debería imponer la cadena perpetua con revisión para delitos graves. Tenemos un código penal desfasado y  hay que actualizarlo. El código penal es muchas veces papel mojado porque no garantiza el cumplimiento real de las penas. Ni con la doctrina Parot. Un sistema que permite rebajar la pena prácticamente a la mitad por trabajos o estudios realizados en la cárcel puede parecer progresista pero no parece justo.
La cosa está que arde y el gentío quemado. En el Estado de Derecho hay demasiados resquicios para la impunidad. (Excepto si te cazan sin carnet de conducir).


sábado, 24 de septiembre de 2016

EL CALCETÍN DE TAPIÈS

Ningún riesgo (voy a correrlo, qué remedio) como el de afirmar, rotundamente, casi descaradamente, la ligera, frívola, irreflexiva, maquinal y precipitada e inculta  tomadura de pelo que, subrepticiamente, me recorre el espinazo como un escalofrío malsano, cuando visito alguna exposición de las llamadas artísticas en las que lienzos pintarrajeados con la ingeniosa carencia del talento, pedruscos arcillosos amasados con la burda pretensión del ingenio y hierros retorcidos con el descaro crematístico de los chatarreros,  pretenden traducir (introducirme en) las sinuosidades desdobladas del inconsciente. Las bellas artes. ¡Y una mierda!

Verás. Cuando entré en la sala de la Exposición (apabullantemente montada con esa decoración de nuevo rico cultural, sin miedo al dispendio, con que determinadas instituciones lanzan la casa por la ventana, conscientes de que tiran con pólvora ajena), pensé que me había equivocado de Sala. Ollas y cazuelas que ni el más depresivo de los lañadores callejeros se hubiera atrevido a restañar, aparecían situadas en lugares preferentes, airosamente expuestas en sus peanas (esas efigies diseñadas para nutrir tal vez la sorpresa de la patanería), ollas y cazuelas, ya te digo, que ofrecían la indigencia de sus orificios oxidados a los atónitos ojos de los visitantes, ávidos de inquietud supuestamente cultural.
Me acerqué a una cazuela (Objeto II, rezaba la leyenda) dispuesto a extraer sus calidades estéticas y no había forma: era exactamente igual a la que puedes encontrar en cualquier basurero. Yo daba vueltas alrededor de la peana, me acercaba, me retiraba, inclinaba la cabeza a derecha e izquierda, achicaba los ojos al modo como hacen los entendidos cuando se obstinan en extraer como sea la aureola estética de las obras de arte. Pero ni por esas.
Y, aunque consciente de que el valor estético de una obra no depende exclusivamente del tema, no, sino de su tratamiento artístico, mi falta de talento me incapacitaba para admitir ambos compuestos. A saber:
a) El Objeto II carecía de tema porque ya no era una cazuela: la carencia de hondón, las abolladuras oxidadas y las arrugas metálicas habían reducido su esencia a la subespecie de los desperdicios,
b) El Objeto II no había sido sometido a tratamiento manipulador que lo elevase a la categoría de obra de arte porque, a lo que parecía, conservaba la indigencia y suciedad del basurero.
En esto que oigo una voz junto a mi hombro.
—Genial, simplemente genial —afirmó confidencialmente—, el Objeto II es un resumen casi perfecto de la belleza ideal.
—En el Critias, Platón ya hablaba de la belleza ideal— repuse mosqueado.
—Sólo pretendía ayudarle —se disculpó.
—Ah bueno. Vale —acepté.
Y entonces se explayó. Como si me conociera de toda la vida, afirmaba que si uno llegase a profundizar en la contemplación del Objeto II podría obtener una formidable percepción del silencio, porque el Objeto II era el silencio. No tuve más remedio que hacer una ligera reverencia a aquella especie de chatarra ferruginosa aturdida de silencio. Insistió, además, mi desconocido tutor artístico en que apreciase los óxidos, la fabulosa textura de los óxidos que proporcionaban al Objeto II una  indiscutible presencia dentro de un ámbito referencialmente acústico. Lo miré. Y la aparente seguridad de sus explicaciones contrastaba con la lenta pero incontenible sensación de analfabetismo existencial que me atrapaba. Para acabar de hundirme en la miseria conceptual, me rogó que apreciara las soldaduras. Las viejas soldaduras del estaño proporcionaban un mundo indescriptible de sombras que transportaban al Objeto II al mundo de lo imposible, al ámbito misterioso de los sueños.
Cabizbajo, salí de la sala de Exposiciones. En el vestíbulo, varios entendidos, supongo, intercomunicaban emocionadamente la densidad de sus conocimientos artísticos. Y así como los pórticos de las iglesias suelen mostrar a la veneración de los fieles, si se tercia, algún cuadro de la Patrona o alguna imagen del Patrón, también colgaba de la pared del vestíbulo una reproducción, a gran escala, del calcetín de Tapiès, con su roto y todo. A su amparo, discutían los entendidos.


lunes, 5 de septiembre de 2016

DOS Y DOS NO SON CUATRO

El  primer caso que se me ocurre para comentar el aserto es el de la coma. No se trata, evidentemente, de andar con disquisiciones lingüísticas, pero la coma tiene un poder de diferenciación semántica considerable. Fue famosa a este respecto la ‘coma de Unamuno’, no recuerdo en qué texto, ni falta que hace. Pero vamos, que Unamuno habló de la coma con la misma contundencia con que hablaba de la agonía existencial. La coma incide en la diferencia que puede establecerse entre la totalidad de un conjunto y su particularidad. No es lo mismo decir: «Los médicos que nunca pasean están expuestos a las mismas cardiopatías que los ciudadanos a los que recomiendan el paseo», que decir: «Los médicos, que nunca pasean, están expuestos, etc». La ausencia de comas en el primer entrecomillado proporciona una especificación particular en el sentido de que sólo los médicos que no pasean están expuestos a la cardiopatía. En cambio las comas del segundo entrecomillado explican claramente que ningún médico pasea (totalidad), por lo que todos están expuestos a la fulminación cardiopática. Los jubilatas que se entretienen en la plaza de la Solidaridad admirando la estatua del Minotauro me dicen eso, «Los médicos nos recomiendan pasear, pero nosotros no vemos paseando a ninguno». «Lo harán en otro momento», les digo yo, «si lo hicieran ahora no podrían estar en el ambulatorio para atenderos». «Y un huevo», responden, «son como los curas, que dicen y no hacen».
El segundo caso en el que se muestra, a mi parecer, que dos y dos no son cuatro es el, llamémoslo así, ‘caso Salvador Allende’. Uno es un ignorante perdido en el proceloso mar de la desinformación. Quién lo iba a decir. Con tanto leer los poemas y antipoemas de Nicanor Parra, los poetas infrarrealistas mexicanos de Roberto Bolaño, los poetas chilenos de los noventa, y al Pablo Neruda juvenil, encendido y rítmico, y al Huidobro de siempre jamás, más la experiencia lírica de Gabriela Mistral, y a Elías Letelier, y a Verónica Zondek, y a Teresa Calderón, y yo qué sé a cuantos, pues va uno y no sabe nada de Salvador Allende, excepto las cuatro cosas que sabe todo el mundo: elegido presidente en 1970 y derrocado y muerto por el golpe de Estado de Pinochet en 1973. Pero lo que uno ignoraba (sea cierto o no el supuesto) es que Salvador Allende fue cocinero antes que fraile, es decir, fue un derechudo riguroso antes que socialista mártir. Como Quevedo y su anomalía: cabizmundo y meditabajo. Así me he quedado. Según asegura el profesor Víctor Farías («Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados»), Allende fue, cuando ejercía como joven médico allá por 1933, fascista, antisemita y homófobo. Si es cierto, hay que admitirlo. Si es mentira, hay que rebatirlo. Pero, por lo visto, estas cosas de la desmitificación de mitos no pueden decirse en alta voz para evitar ser tachado de retrógrado y facha, lo que me inclina a pensar que a veces dos y dos no son cuatro.