jueves, 27 de septiembre de 2018

CULTURA


(IN)CULTURA
JUAN  GARODRI


Suele ocurrir en estos tiempos de cultura prefabricada y de información manipulada (que equivale a decir tiempos de incultura) que, cuando a los medios de comunicación se les ocurre exponer un tema cultural o político, el gentío sale pitando y prefiere la cerveza a las disertaciones. El gentío, el pueblo, los ciudadanos.
El gentío es inocente, ya saben ustedes, con la inocencia del pueblo que es como antes se le llamaba, “el pueblo”, sustituido ahora por la rimbombancia semántica de ciudadanos, pertenecientes a una categoría abstracta denominada “ciudadanía”, porque el término ciudadanía se aproxima más devotamente a la idea de república, se  acerca más al concepto emancipador de revolución, se aplica más al pensamiento histórico de progreso. En cambio el pueblo, lo que se dice “el pueblo”, conlleva una idea agreste y rudimentaria de terruño y camisa sudada, en contradicción precisa con la electrónica, la ley de protección asistida y la libertad de elección sexual. Tanto es así, que es raro escuchar de labios políticos, o de boca progreta, aserciones tan arriesgadas como, por ejemplo, ‘el pueblo español prefiere el proceso de paz’. Ni hablar. De pueblo español, nada. Es el ciudadano de este país quien prefiere el proceso de paz. Son los ciudadanos quienes prefieren el proceso de paz. Que esa es otra. Oyes al señor Sánchez, con su cara de maestro de ceremonias, y va el tío y dice que el ciudadano ha elegido el proceso de paz. Y, a noticia seguida, oyes al señor Rivera, con su cara de bibliotecario decimonónico e, idénticamente, va el tío y dice que el ciudadano quiere que se respete la Constitución y que no se negocie con independentistas. ¿Qué ciudadano español de este país exige tal postura? ¿Cuántos? ¿Qué ciudadano exige la contraria? ¿Cuántos? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Las encuestas? Me tiro al suelo de la risa y me abofeteo sañudamente para desencajarme la mandíbula. Todo el mundo sabe que las encuestas siempre arrojan resultados satisfactorios para el organismo que las encarga. Así que al ciudadano se le ofrecen comuniones con ruedas de molino. Y las traga. En cambio, el pueblo era más duro de pelar. (In)cultura.



martes, 25 de septiembre de 2018

DEL MAL Y DEL BIEN


Más bien de “El mal”. Aunque ponerse a hablar del mal a estas alturas de la civilización y del progreso es como ponerse a fotografiar pololos en las playas de Río de Janeiro. Pero, en fin, acojonado uno por los últimos acontecimientos, léase asesinatos en Siria, asesinatos en Palestina, asesinatos en Israel, asesinatos en Irak, un día tras otro, sin parar, asesinato o maltrato físico de mujeres (esos hijos de puta que degüellan o tiran por el balcón o destrozan a golpes el cráneo de la mujer que tal vez amaron, a la que prodigaron caricias, a la que hicieron madre de sus hijos…), asesinatos, violencia, horror, miedo, acojonado uno por tanto acontecimiento desastroso, decía, terrorismo, fanatismo, intimidación, crueldad, no tiene más remedio que ponerse a hablar del mal.
Qué le ocurre al hombre (demos de lado al sonsonete que si hombre que si mujer, etcétera y aceptemos, para este artículo, la norma gramatical académica que incluye en el masculino a la generalidad del ser humano). Qué le ocurre al hombre, al ser humano. Qué viento negro de maldad y perversión azota las conciencias. Si es que hay conciencia. Si es que el sentimiento del mal oprime el interior de las personas y las empuja a rechazarlo. La conciencia, esa capacidad de opción que decide en cada ocasión el destino del individuo. Qué le ocurre al hombre, que ha elegido la muerte. La muerte. El hombre contra el hombre. Homo homini lupus de Hobbes. Desde que entró el pecado en el mundo, según la descripción bíblica, el mal se adueñó del hombre. ¿Existe el mal en sí mismo? Esa es la pregunta. ¿Existe el mal y rodea al hombre y lo captura, lo aprisiona, lo aniquila? ¿O es el hombre el que engendra el mal, lo esparce, lo difunde? Nadie ha conocido la esencia del mal. Los filósofos se han devanado la sesera para acercarse a la identificación del mal. No lo han conseguido. Si acaso solían definirlo con aproximaciones analógicas, más que nada por contraposición al bien.  Llegaron a conceptuar el bien como algo que se difundía por sí mismo, algo así como partículas que se escindían de sí mismo, y se extendían. De ahí el axioma escolástico de bonum est difusivum sui. La actualidad demuestra que se confundieron. Es el mal el que se extiende, se transmite, se contagia, se generaliza. Sócrates, con su concepto del valor moral como intelectualismo —tan imitado después por la Ilustración, y así le fue el pelo— creyó que sólo con ciencia e ilustración se podía educar al hombre. «Virtud es saber», dijo. Por consiguiente, si el saber puede aprenderse, la virtud es algo que se puede enseñar. Así que Sócrates no se anduvo por las ramas y lanzó el aforismo tan repetido de que “nadie se equivoca queriendo”, vamos, algo así como que nadie hace el mal a mala leche. Esto también se lo creyó Rousseau, y no propiamente cuando rechaza la monarquía constitucional y aboga por una democracia del pueblo soberano, sino cuando se traga lo de la inocencia edénica de la naturaleza humana. Schelling, sin embargo, mandó a hacer gárgaras las teorías de Rousseau y, como buen hijo de un pastor protestante de Württemberg, se planteó el problema del mal junto con la filosofía de la libertad. Y piensa que el mal no surge, como las setas en un campo de estiércol, de una voluntad puramente racional; tiene que haber algo irracional que sea fuente del mal y de la culpa: es la discordia del absoluto, un pecado original más filosófico que bíblico, de donde nace al mismo tiempo el bien y el mal, de donde surge la lucha entre el bien y el mal, de donde procede el sentido de la historia. Así que la historia no es otra cosa que ese antagonismo entre el bien y el mal que, en cuanto abstracciones, son llevadas a cabo por el hombre. De manera que el hombre es el que hace el bien y el hombre el que hace el mal. Ideas parecidas o diferentes o semejantes o disparejas o heterogéneas o desiguales han mostrado otros pensadores a lo largo de los siglos, como Platón, Boecio, Isidoro, Böhme, Maquiavelo, Leibniz, Schopenhauer y demás rellenadores de páginas en los manuales de Historia de la Filosofía. Ninguno da en el quid. Ninguno aclara en qué consiste el mal, dónde se refugia, cómo germina en el corazón de las tinieblas.
Insisto. Qué le ocurre al hombre. Por qué elige el mal en lugar del bien. Que ciclón de fuego maligno abrasa las entrañas de los terroristas. Qué negra y sombría ofuscación les provoca el deseo de terminar la guerra de Siria en un baño de sangre. Me da igual que sean terroristas chechenos, turcos, yihadistas, musulmanes, norteamericanos, Al-Qaeda.
Es inquietante, la pregunta. ¿Dónde se esconde el mal? Casi siempre se ignora, también en los pequeños aconteceres. Leo que decenas de alcaldes del PSC quitarán la bandera española en la Diada. ¿Eso es bueno o malo? ¿Es un bien o un mal la bandera? ¿Cómo un pedazo de tela (un símbolo no más, en el sentido icónico del término) concita tantas pasiones, a favor o en contra? Pienso que el hombre no siente real, íntima, individualmente tal devoción a la bandera sino que hay ‘alguien’ que lo incita a amar por encima de todo una bandera, a odiar por encima de todo otra bandera. ¿Dónde radica el mal, en el odio exacerbado o en el amor incontrolado? Por amor a una bandera se mata; por odio a una bandera se mata. Que alguien me diga qué importa el amor, en este caso, si su defensa conlleva el odio, la destrucción, la muerte de otros seres humanos. O en qué se diferencia ese sentimiento del que mata y destruye impulsado por el odio a otra bandera. El amor y el odio confluyen, se equiparan el bien y el mal.
Los ocultos y turbios intereses personales de aquellos que rigen los destinos de los hombres han extendido el mal por el mundo, una sombra gigante y turbadora como la negra silueta del diablo, el Leviatán político de Thomas Hobbes.