viernes, 14 de octubre de 2022

 

JUAN GARODRI

(Artículo antiguo aparecido en HOY)

 

Sopórtame, lector. No voy a colocarte el rollo sobre la poesía goliardesca y sus partidarios, aquellos inconformistas medievales que debían de tenerlos así de gordos para atreverse, como se atrevieron, a la desestabilización y el inconformismo en un época (la medieval, no tan oscura como suele decirse) bien protegida por leyes eclesiásticas y por tonsuras escolásticas.

Bien. Los goliardos jugaban a una especie de lotería subversiva y amoral, que entonces se llamaba ‘rueda de la fortuna’, en la que unos subían y otros bajaban, según el vino, la poesía amorosa o las mujeres los impulsasen a la riqueza de los placeres o a la ruina de Hécuba. Así, al menos, aparece en algunos pasajes de los Carmina Burana.

Juan de Mena, sin embargo, dejó la rueda pero cayó en el Laberinto de la fortuna. Y así, influido por Dante, Virgilio y Lucano, se empeñó en desenmascarar la codicia de la fortuna (para ellos era la ‘fama’) que roía las entrañas de los primeros renacentistas.

Ahora, sin embargo, qué quieres que te diga, el personal no empuja la rueda de la fortuna ni se pierde en su laberinto. Ahora el gentío utiliza una abstracción casi filosófica (crematística es mucho decir) que aletea sobre las cabezas ciudadanas con la pertinacia de las moscas y la parsimonia de las arañas. Es la lotería, ese paraíso terrenal, esa tierra prometida de la abundancia en la que las depresiones, las represiones, las sumisiones y las ansiedades encontrarán la leche y la miel de una  felicidad inagotable.

El gentío acude en masa a los despachos de loterías, a ver qué remedio, a desarrollar esa pulsión soteriológica, de salvación final, con la que antes se acercaban a las iglesias y confesionarios. La salvación viene de arriba, de lo alto, de la santa lotería que protege e inmuniza contra los males finimilenarios, oséase, carencia de coche potente, carencia de casa bien digitilizada con seis u ocho mandos a distancia (televisor/es, vídeo/s, equipo/s de sonido, canal satélite, canal digital, hilo musical), carencia de ostentación social y carencia, si se tercia, de apetitosos sucedáneos de esposa.

Por otra parte, el personal tiene donde elegir. Primitiva, gordo de la primitiva, bonoloto, lotería nacional, lotería de los jueves, quiniela, quinigol, lototurf, eurojackpot, triplex, cupones diarios de la Once, Cuponazo, Sueldazo (sábados y domingos), Euromilonaria, tío, hasta 250 millones de euros pueden tocarte, como para doblar la manga y mandar al jefe más allá del extranjero. Así que tenemos la lotería.Yo mismo. Aunque soy consciente de que mi columna semanal supone un humillante grano de arena dentro del límite de las posibilidades (cada columna supone una posibilidad contra catorce millones de posibilidades), ahí me tienes arrastrándome los lunes, con una constancia casi esquizofrénica, por despachos de loterías y quinielas, alzando los brazos a lo alto de la imploración lotera, para ver si desciende de su cielo caprichoso el maná de ese rocío alimenticio que sacie mi hambruna de millones.

Hay, no obstante, quien no sucumbe a la tentación, por raro que te parezca. Resiste y aguanta heroicamente los embates de la furia millonaria y jura que no se gasta un duro en loterías. Para mí que son santos. Porque hay que estar inmunizados de cojones contra el virus del consumismo para mostrar, tan descaradamente, esa inapetencia casi insultante con que desprecian el festival lotero. Son los santos modernos. Y pienso que hasta hacen milagros, porque es insostenible, hoy en día, que exista alguien con capacidad suficiente como para no desear la posesión de todas las cosas sin mezcla de ausencia alguna, ese deseo de viajar sin tregua por todo el mundo, o de  posesión casi orgásmica del coche o de la casa unifamiliar, por ejemplo.

Así y todo, se me plantea, a bote pronto, un problema grave. No sólo el aceite de Jaén o la leche de Cantabria o las infraestructuras extremeñas se van a ver afectadas negativamente por la entrada de España en Europa. Hay algo peor. Lo de la lotería. También la lotería puede verse afectada por la entrada en Europa. Explico: ¿cómo jugaré a la lotería a partir de febrero del año que viene o cuando entre en vigor el euro? ¿Cómo voy a echar una columna a la quiniela por la indigna cantidad de cero coma treinta (0’30) céntimos  de euro? ¿Cómo voy a gastarme en un décimo de lotería nacional la ignominiosa cantidad de cinco euros? Es como si pasase por la caja del supermercado con una caja de palillos en el carrito. Voy a parecer un pobre. Y, una de dos, o desciendo a la categoría suburbana e indigente de los que manejan céntimos para subsistir, o tengo que ascender a la categoría del dispendio para adoptar esa pose pretenciosa del que dispone de suficiente poder económico como para poder gastarse sin penas veinte o treinta euros por lo menos.

Hay más, amigo. Hay algo que, cuando nos sobrevenga lo del euro, puede acabar con mi afición a la lotería. ¿Cómo saciaré mis anhelantes deseos de convertirme en millonario? ¿Cómo soportaré el chafamiento psicológico de posesión omnímoda cuando acierte el cupón de la Once y advierta que no me caen encima los millones del premio? Porque ya no habrá millones. El euro los habrá volatilizado. Me tocará el gordo y sólo me corresponderá la birriosa cantidad de seis mil  euros. ¿Cómo va a ser uno millonario con seis mil euros? Ni para empezar.

 

jueves, 6 de octubre de 2022

 

LA IGUALDAD

JUAN GARODRI

 

 De chicos, cantábamos aquello de que estaba el señor don Gato sentadito en su tejado, muy tranquilo al sol que más calienta, y va y le vienen cartas de lejos por si quería casarse con una gatita blanca sobrina de un gato pardo, lo cual que le emociona de tal manera que, al segundo o tercer retozo, se cae del tejado. Y se parte siete costillas y el espinazo y el rabo. Y lo llevan a enterrar. Pero, mira tú por dónde, lo llevan a enterrar por la calle del pescado. Y ya se sabe que el olor del pescado es a los gatos lo que el olor de los votos es al político/a: una especie de viagra poderosamente regeneradora que convierte la eréctil disfunción política en eyaculante torrentera de promesas (ya se ha descubierto también la viagra femenina). De manera que, al olor de las sardinas, pues eso, el gato ha resucitado.

Y empiezan a aparecer los efectos de la resurrección. (Quizá algunos/as no estuvieran del todo muertos/as, quizá solo estuvieran aletargados/as en las covachuelas oficiales con ese estado de hibernación que caracteriza a los osos y a los ofidios). Los efectos, pues, se notan más que nada en el bar. Los conciliábulos, las habladurías, los dimes y diretes, la ley de la oferta y la demanda, el mercadeo, el mercachifleo, el prebendeo político abunda y sobrenada por la superficie oleoginosa de las pretensiones representativas. También se notan los efectos en la Prensa. Ya empiezan a aparecer listas. Ya andan los políticos/as que pierden el culo elaborando listas para las municipales y autonómicas. Y unos/as se mantienen en el macho y otros/as son borrados del mapa. Y aparecen nuevos nombres y nuevos rostros. Los/las han convencido de que son gente con “cartel”, con carisma (esa apropiación gratuita del término teológico que se utiliza para designar a personas dotadas de cierta facilidad para atraer a otras). Y van y se lo creen. Y juran, después, que todo lo hacen por el pueblo.  Popule meus, quid feci tibi!, grita Tomás Luis de Victoria en uno de sus Responsorios de Semana Santa con esa sobrecogedora intensidad expresiva que caracteriza su polifonía religiosa. Pobre pueblo, utilizado siempre como cabeza de turco para justificar las aspiraciones, las ambiciones, las exigencias y las defecciones de los/las políticos/as. Y tal vez sus deyecciones.

Hay una novedad, sin embargo, progresista, europea y libre, en la actual confección de listas: la igualdad. Y se habla de establecer una nueva “cota” de igualdad femenina (supongo que se refiere al término topográfico que indica la altura de un punto sobre otro: con lo cual el concepto de “cota” nunca puede coincidir con el de igualdad). Y se afirma con énfasis ciceroniano que el número de mujeres que integren las listas no debe ser inferior al cincuenta por ciento del total. Y hasta Feijóo ha llegado a comprometerse a que en un futuro Gobierno suyo aparezca un 50 % de mujeres. ¡Qué bien! La cosa está pero que muy bien. Ocurre, sin embargo, que contemplada la afirmación así, fuera de contexto, aparece como sutilmente idiota. Porque vamos a ver. ¿Por qué no puede llegar al setenta o al noventa por ciento el número de mujeres que aparezcan en las listas? Puede ocurrir que en muchos municipios abunden los machos domingueros, futboleros y cerveceros, por poner una aclaración,  ejemplares de la fauna ibérica que no ven más allá de sus narices y que, en contrapartida, la mayoría de las mujeres censadas superen en inteligencia, en trabajo, en capacidad de gestión o de organización a la mayoría de los hombres. Sin embargo, los mandamases locales no aceptan el hecho de la palpable superioridad femenina y dan de lado, con displicencia, a sus propuestas. Por el contrario, municipio habrá en que abunden culebroneras y culifinas, más proclives a la pulsión consumópata o a la lectura indiscriminada de la prensa rosa, por poner otra aclaración, que al cultivo inteligente de la gestión organizadora y social. En este caso, ni el cincuenta, ni el treinta, ni el veinte por ciento de mujeres deberían aparecer en las listas. A ver si el personal, para huir precipitadamente de los efectos seculares de la cultura machista, va y cae en la zanja de la pretensión feminista. Y aunque lo políticamente correcto, que se dice, sea mitad y mitad, pienso que lo municipal o lo autonómicamente correcto sería incluir en las listas a las personas más cualificadas (sean mujeres, sean hombres) por su inteligencia, su trabajo y su probada capacidad de actuación en favor de todos.

 

 

 

lunes, 3 de octubre de 2022

 

EL CUENTO DEL ESCRITOR

JUAN GARODRI

 

Disculpa, amigo, que empiece con una palabra tan lingüísticamente solemne y empinada como la de ‘semántica’. Porque me parece que es complicado lo de la semántica, qué quieres que te diga. Puestos a desentrañar significados,  tú percibes claramente las diferencias significativas que pueden darse entre batalla y riña, por poner un ejemplo, o entre piso y casa, por poner otro. Si me apuras, también podemos señalar las diferencias de significado que pueden establecerse en el campo nocional del que maneja la pluma: escritor, escribiente, escribidor, letraherido, plumilla y plumífero. Pero no es fácil, créeme.

El escribiente se acomoda a esa figura casi envidiada en épocas anteriores a la aparición del lío informático y de la sacrosanta triple WWW, que conseguía un sueldo fijo rellenando a mano facturas y balances o caligrafiando las actas de los plenos del Ayuntamiento. También se llamaba escribiente a aquel hombre que se quemaba las cejas en las trastiendas de las zapaterías y en las oficinas de los constructores para cuadrarles las cuentas. En definitiva, era escribiente porque escribía. Y mucho.

El escritor, en cambio, pertenece a otro mundo. Antes de la triple WWW citada, se pasaba las horas escribiendo en un cuaderno a rayas (con pluma de oca o con estilográfica recargable, según los tiempos), los sentimientos líricos, las pasiones narrativas y los desenlaces dramáticos que su talento extraía de las posibilidades ideales, más o menos deseables, hasta que conseguía transformarlas en aparentes y verosímiles realidades concretas, bien aderezadas con la habilidad de la maestría verbal, el conocimiento de la propiedad léxica y el talento de la coherencia conceptual. Ahí tienes, sin ir más lejos, la amplia nómina de escritores relacionados en cualquier manual de literatura. O los nombres de escritores famosos que aparecen en las listas de ventas publicadas por los suplementos literarios fin de semana.

En cuanto al concepto de escribidor, anda y pregúntale por su significado a Vargas Llosa. Y en cuanto a lo de letraherido, pregúntale al ‘agente provocador’ de Pere Gimferrer o, tal vez, a la facundia suficiente de Luis Antonio de Villena. Ahora, eso sí, por lo que se refiere a lo de plumífero y plumilla, pregúntale a mi amigo Severino Miranda.

Bueno, para no liarte, voy al grano. Y el grano trata de un amigo que yo tenía en los tiempos de la Universidad, esas amistadas enconadas y juveniles en que sobreabunda la camaradería y los amigos comparten sin demasiados miramientos los contenidos de tres remolinos existenciales, a saber: uno, los apuntes de crítica literaria y/o el paracetamol para los resfriados; dos, las zapatillas de baloncesto y/o la mutua soledad de las cogorzas de los viernes noche; y tres, las chapuzas culinarias en el piso y/o las apetitosas turgencias de las muchachas en el campus.

Ya te digo, Miranda y yo éramos amigos. Y, como suele ocurrir dentro de las buenas amistades, uno pide y otro da, de manera que él pedía porque yo solía acceder a lo que él solía pedir, hasta el punto de que utilizaba como norma de comportamiento la actitud parasitaria de las garrapatas a las que no hay desparasitador que las desparasite, una vez aferradas al pellejo.

Habitualmente, mi amigo pedía y yo daba, ya te digo. Y así, mientras él se largaba a dar una vuelta para ahuyentar el tedio rosado de los atardeceres, yo permanecía como un gilipollas en la habitación del piso, bien acodado en la roña olorosa de la mesa, devanándome los sesos para interpretar la velocidad caligráfica de mis apuntes y pasándolos a limpio para que él, convertido en rey del mambo, pudiera fotocopiarlos a la mañana siguiente.

Otras veces, la dificultad se agazapaba en el comentario de texto, actividad didáctica que odiaba visceralmente, decía, porque lo relegaba a la figura adolescente de segundo de ESO, ya superada, no sin astucia, triquiñuelas y chuletas perfectamente adaptadas al copieteo. Era humillante tener que retroceder hasta los años insensatos del instituto. «Yo ya he traspasado ese estadio lechoso de sarampión mental», sentenciaba. Y ahí me tenías liado con el comentario de texto, una tarde tras otra, sin levantar cabeza para que el rey del mambo se tirase el farol de deslumbrar al personal, generalmente femenino, con la ficticia posesión de una extraordinaria lucidez interpretativa y con la descarada aserción de que, en consecuencia, los textos de Guillén, por ejemplo, y los del 27 en general resultaban para él pan comido.

Cuando yo terminé, Miranda se arrastraba todavía por tercero o cuarto de carrera y creo que aún le quedaba alguna de segundo. No volvimos a vernos. Y asentados en el hecho de que la memoria se vuelve perezosa y liviana, cada vez fueron distanciándose más acusadamente los recuerdos hasta el punto de que desaparecieron como la niebla o las nubes.

Y ahí reside precisamente el cogotón de mi sorpresa. Como todas las mañanas, yo tomaba mi café caliente en el bar. Abro el periódico y, cielos, es él. Un artículo de media página firmado por él. «Severino Miranda. Escritor», decía. Los colegas miraron sin comprender la repentina tragantada que me desencadenó la violencia insoportable de una tos enfadosa y salpicona. La palabra “escritor”, rodeada de ufanía, podía haberse atravesado en cualquier parte, más o menos vulnerable de mi anatomía, en los ojos, por ejemplo, y haberme vuelto la visión borrosa, o en las tripas, y haberme producido una aerofagia dispéptica y antiescritora. Pero no. Se me atravesó en la garganta como hueso de pollo que adoptaba la forma vanidosa de un plumífero devenido en escritor. Y seguí tosiendo.

Con resignación y algo de rabia, pensé que en este país, suele decirse, el más tonto sabe hacer relojes. A no ser que Miranda se hubiera convertido milagrosamente en relojero. Tal vez.

 

domingo, 2 de octubre de 2022

 

MARIONETAS

 

 

 

 

La crisis. Un juego incruento en el que uno lleva las de perder, los dioses del clasicismo también se divertían jugando con los hombres, adoptaban incluso poses antropomórficas,

los dioses, enamorados y tornadizos, perseguían la belleza cosificada en senos, pubis, glúteos y demás atributos femeninos para darse un hartazgo estético, se divertían con los hombres jugando a la cosa mitológica, y eligieron a los clásicos para que reposaran en el alabastro su aleteo antropomórfico e inseminador. Tal vez así juguetean con nosotros los mandamases, desde un punto de vista más democrático que mitológico, recesión económica sí, recesión económica no, tal vez así reparten sus capones y collejas en nuestros cogotes subordinados. Tal vez así tiran de la cuerda de nuestras insuficiencias, al compás de sus tirones levantamos un brazo, o el otro, levantamos una pierna, o la otra, danzamos el baile triste del sometimiento, unas marionetas insignificantes y abatidas, eso somos, títeres movidos por medio de hilos económicos en las cloacas del Estado, personajes de trapo de la commedia dell’arte globalizadora, abatidos pierrots en la inseguridad de los colorines ciudadanos.

Eso somos.

sábado, 24 de septiembre de 2022

 

DE  PALABRA

JUAN GARODRI

 

 Es una obviedad asegurar que vivimos rodeados de palabras, especie de burbuja fónica en la que estamos inmersos, sin apenas poder salir de ella, como esos niños aprisionados en la burbuja de plástico acosados por una extraña e incurable enfermedad. Somos sólo palabras, afirma Rosa Montero doblegada por la decepción existencialista que atenaza a la hija del Caníbal. La alegría que sientes no es más que eso, una palabra, una cabalgada en la grupa efímera de sílabas entrelazadas que simulan un estado de euforia irreal. La tristeza, sin embargo, es una palabra sólida y apesadumbrada que adquiere una consistencia continua a través de cada centímetro de la piel, una psoriasis ortográfica que impone sus reglas para la construcción correcta del aniquilamiento. Sales a la calle y ahí está la palabra hablada, asomada a la boca del vecino para desearte unos buenos días inútiles y precisos. Enciendes la radio y ahí está la palabra hablada, agazapada en la rutilancia de las ondas, emergiendo de la garganta inagotable de los divulgadores de noticias, repicando ficticiamente en los ululantes campanillos de la publicidad, arrasando tonemas en la paleta magnificación de los grupos musicales, anegando conceptos en las voces autosuficientes y algo idiotas de los que participan (y cobran) en las tertulias. Abres el periódico y ahí está la palabra escrita, sobremultiplicada por el atiborramiento tipográfico de sus más de cuarenta o cincuenta páginas, la palabra herida por el rayo negruzco de la tipografía, palabra utilizada para  acusar, para denostar, para fingir, para mentir, palabra manipulada para llevar el ascua de la opinión a la sardina políticamente interesada, palabra forzada a expresar lo que ella misma no expresa, palabra violada como una virgen indefensa. Quizá por eso la palabra está en caída libre, al menos así lo afirma Juan José Millás, una caída hacia el abismo defensivo del ocultamiento, «no ya porque ninguna promesa verbal o escrita valga un duro, sino porque hay miedo a significarse». Nadie utiliza la palabra para decir lo que piensa. Cómo manifestar en público la íntima desnudez de las opiniones, cómo utilizar la palabra para dejar al aire las vergüenzas de los convencimientos, cómo sacar a relucir la indigencia de los criterios. Uno disimula lo que puede y, en este trance simulatorio y ficticio, se utiliza la palabra para ocultar el pensamiento, ya lo dijo Talleyrand. No hay educación de la palabra o, al menos, no hay cultura de la palabra. Y uno se pregunta para qué valen tantas horas de docencia de la palabra. La palabra como valor literario, por ejemplo. Existe una separación absoluta entre la palabra como recurso literario y la palabra como recurso vital. Desde la lírica primitiva hasta ahora mismo, la palabra se ha utilizado, en tanto en cuanto recurso literario, para expresar los sentimientos. Desde la batalla de La Janda hasta ahora mismo, la palabra se ha utilizado, en tanto en cuanto recurso vital, para ocultar el pensamiento. Quizá ello se deba a la misma proliferación de la palabra. El oro es valioso no por su naturaleza áurea sino por ser un mineral escaso. Si fuese tan abundante como el agua el índice monetario tendría que buscarse un nuevo valor referencial. Precisamente la devaluación de la palabra tal vez obedezca a esa abundancia verborreica asentada en cualquier medio de comunicación. De ahí su empobrecimiento. Contribuye a ello también su misma esencia fugaz. La palabra nace y muere simultáneamente y su cadáver diminuto va a engrosar el cementerio de lo efímero. Verba volant. Scripta manent. Aunque no sabe uno por cuánto tiempo permanecerá la palabra escrita. La iconoclastia ortográfica se abre paso a velocidad cibernética. Para qué el empeño de la ortografía. Para qué la implantación de unas reglas de uso obligado cuando la práctica diaria las va arrojando al cubo de la basura escrita. Quizá tuviera razón García Márquez cuando se manifestó a favor de la abolición de la ortografía, esa esclavitud escolar supeditada al latigazo del suspenso. Con la utilización del móvil se han hecho añicos las reglas ortográficas. La economía lingüística de André Martinet se está convirtiendo en economía ortográfica de uso irreversible. MNSJS D MV.hl conxi.a dixo mikl q xq no t viens sta noxe xa ca.cnt.no t kds en cas. t kiero. 1b. (Supongo que habrá que traducirlo: MENSAJES DE MÓVIL. Hola, Conchi!. Ha dicho Mikel que por qué no te vienes esta noche para acá. Contesta. No te quedes en casa. Te quiero. Un beso). Definitivo. El 1b es la puntilla de la ortografía y la estructura labial de la palabra.

 

viernes, 23 de septiembre de 2022

 

LA PRENSA

JUAN GARODRI

 

La Prensa, esa plancha metálica con caracteres móviles que Johannes Gensfleisch Gutenberg inventó a mediados del siglo XV, ha evolucionado una barbaridad. Desde la ‘prensa’ de los Cromberger en Sevilla, o la también sevillana de Andrés de Burgos, o la de Amberes o la de Toledo o la madrileña de Pierres Cosin —se dice que en Coria funcionó una prensa de libros a finales del siglo XIV o principios del XV)— han pasado muchos años.  No hay más que comparar aquella prensa con los modernos rotativos que suministran el avituallamiento diario de información aburridamente política y catastrofista. (Y futbolística, que para algo se nos ha aparecido, como una teofanía balompédica, la iluminación portentosa de la Liga de las estrellas).¡Ah, el pseudodeporte del fútbol y su poder económico!

Desde las ‘hojas de aviso’ que circulaban por los barrios gremiales y los palacios hasta las actuales hojas de hueco grabado y de papel cuché, la prensa se ha desarrollado con la velocidad ilimitada que suelen imprimir a sus acciones los negociantes y las compañías de distribución y difusión.

Y, si en aquellos tiempos se utilizaba la impresión de libros para el desarrollo de una cultura (más teológica que clásica, más clásica que social) llamada, con razón, libresca, la prensa se ha desarrollado hoy no sólo para informar, sino para influir.

De manera que, te estaba diciendo, la Prensa goza de un impresionante poder suasorio, esa convicción inconsciente que trepana las decisiones lectoras y las impulsa a una especie de actuación incontrolada e irreflexiva.

Y así, si la Prensa asegura que, por ejemplo, las sardinas reducen los niveles de colesterol en la sangre, ya tenemos al personal elevando piras campestres y domingueras para proceder al sacrificio oloroso del colesterol, asando sardinas a todo meter. Este fin de semana, sin ir más lejos, con motivo del puente de la Constitución Inmaculada, el personal andaba como loco recorriendo senderos y caminos de la Sierra de Gata. Nadie apreciaba, me parece, la impresionante belleza de los robledales que se divisan desde Santibáñez el Alto. Nadie admiraba la sobrecogedera amplitud del valle que rodea a Trevejo. Nadie se conmovía, en fin, ante el impresionista colorido de los castaños semidesnudos que circundan la sierra desde Villamiel a San Martín. Todo el personal, sin embargo, recogía sin parar ramas secas y hojarasca (ese afán perentorio de la búsqueda compulsiva) para encender fuego y asar sardinas y algo de panceta.


Más. Si la Prensa (y su información gráfica) dogmatiza que los alimentos que contienen fibra son indispensables para la regulación intestinal, todo el mundo se apresura a atiborrarse de cereales, pan integral y sucedáneos como si la ingesta rutinaria y comercializada de cascarillas de trigo condujese necesariamente a la salvación fisiológica. Y así, si te adentras en las entrañas consumópatas de las grandes superficies (oh, eufemismo macroturbador de los hipersupermercados), observarás que el gentío atiborra los carritos con envases de cereales llenos de salud, de fibras, de vitaminas y de oligolementos. Hay que tragar, como sea, una buena dosis de ingestión nutricional a base de proteínas, hidratos, grasas vegetales, calcio y ácidos grasos poliinsaturados para no incrementar los niveles de colesterol y consumir las cantidades diarias recomendadas por la O.M.S. De esta forma alimenticia, además, uno se autoafirma con esa especie de modernidad que supone manifestarse más europeo que nadie.

Más. Si la Prensa (y la publicidad televisual) asevera, ya digo, que el ejercicio físico es necesario para prevenir cardiopatías irreversibles, ahí tenemos al gentío sacando fuerzas de flaqueza para correr, brincar, pasear, derrengarse deportivamente, crucificarse con los clavos de las agujetas y, en una palabra, sacudirse de encima las toxinas y asegurarse una muerte abrumada de lozanía y salud. Y así, observarás que niños, jóvenes, adultos y ancianos corretean por parques, aceras y polideportivos enfundados en acrílicos chándales de colores brillantes, mostrando un enternecedor afán de superación y esfuerzo, y un conmovedor y congestionado rostro brillante de sudor y desentrenamiento. Porque está ahí, no te quepa duda, la idea está ahí: escapar de la muerte, esa abstracción tan lejanamente cercana.

Más. Es notorio que cualquier término divulgado machaconamente por la Prensa se convierte en término acuñado y aceptado y utilizado con fervor reverencial por la patanería lectora. (Piensa, un momento, en el horrendo palabro  “kilo” acuñado por la Prensa deportiva para designar los millones que elevan las cláusulas de rescisión de los contratos futboleros hasta cielos casi mitológicos). Todo el mundo habla de kilos. Que si 300 kilos de la primitiva, que si 5 kilos del BMW, que si 35 kilos de la casa unifamiliar. Y así.

¿La prensa? Gracias a ella te escribo estas alucinaciones.

 

 

jueves, 22 de septiembre de 2022

 

BELLEZA

JUAN  GARODRI

 

  No pienses, lector conspicuo, que me ha dado el subidón estético. Ya lo han hecho otros, en todos los tiempos. Desde Platón (en su «Hipias mayor»), se ha planteado la pregunta de qué es lo bello. Y Platón, con todo su socratismo a cuestas, fue incapaz de responderla. Gorki pensó que en la naturaleza no hay belleza porque la belleza es algo creado por el ser humano. La naturaleza presenta una belleza real, no representa una conceptualización de la belleza. Lo bello es objetivo e independiente de la conciencia humana. Lo que depende del ser humano es la valoración de ‘esa’ belleza. Y puestos ya a citar, en plan erudito fagotizador, pues coloco en el cazo a Brecht que negaba la existencia de la belleza artística, y también de la fealdad, y así protegía su estética marxista y, al mismo tiempo, se curaba en salud para que los tomatazos de McCarthy no tiraran de la silla el desorden ininteligible de un mundo donde todas las relaciones son falsas.

Esa falsedad de las relaciones sociales (socializar, se dice hoy) es elevada actualmente a la enésima potencia por los grandes distribuidores de la belleza. Se equipara belleza a juventud. Solamente eres bella si pareces joven. No se expone la ecuación juventud igual a belleza, o al revés, lo cual que siempre ha sido así, lean ustedes si no los famosos sonetos de Garcilaso o de Góngora sobre el tema, sino que las multinacionales de la crema pretenden que la mujer siempre parezca bella, aunque no lo sea, que parezca joven aunque no sea joven. Las revistas de moda, salud y belleza insisten en la publicidad de cremas antiarrugas, de cremas reafirmante, hidratantes y protectoras de la piel, de cremas tonificantes y recuperadoras de la elasticidad de la piel, de cremas que proporcionan agradable sensación de bienestar en la piel, aplanadoras para el vientre y aparatos vibrotécnicos. Se utiliza la cirugía estética para realzar los senos, resaltar los labios y eliminar la celulitis. Es la suplantación de la belleza. Hay una apariencia de belleza. No hay belleza.

Y van ahora los científicos del CSIC y presentan un complemento alimenticio natural (un elixir de la juventud), que concentra en una cápsula los beneficios de la ingesta de 45 kilos de uva tinta. Lo cual que eliminaría el riesgo de accidentes cardiovasculares.

Increíble. Sanos y bellos hasta la muerte.

martes, 20 de septiembre de 2022

 LAS ACEITUNAS

No se trata de colocarte un rollo sobre los sueños y su función compensadora de las deficiencias de la mente. Ya lo hizo Carl G. Jung para satisfacción de la fauna quiromántica en general. Pero sí quiero decirte que soñar, lo que se dice soñar, atrae al gentío para compensar las deficiencias económicas y se sueña, por ejemplo, con el bote de la primitiva. Lo peor es que los sueños nunca se transforman en realidad apetecible y devienen, a lo más, en suntuosidades evanescentes.

Esto de los sueños con definición crematística es asunto viejo. No tienes más que echar mano del cuento de la lechera y sus consecuentes aporías. La moza devanaba la rueca de sus pensamientos y llegó un instante casi diáfano en que se vio dueña de medio mundo. Otro tanto quiso expresar Lope de Rueda con Las aceitunas, esa bronca familiar y renacentista entre marido y mujer motivada por la hacienda que podría adquirirse con las posibles ganancias de unas aceitunas cosechadas dentro de treinta años.

Sin embargo, qué quieres que te diga, hoy todo esto suena a rancio. Podrá discutirse sobre la rentabilidad inversora en acciones de futuro, o en Ibex 35 o en los multifondos o en los eurovalores. Pero hoy nadie monta una discusión familiar y doméstica sobre la rentabilidad de las aceitunas a largo plazo (ni a corto). No tienes más que ver los olivares de la Sierra de Gata. Desde Pozuelo a Villanueva de la Sierra, desde Hernán Pérez a Torrecilla de los Angeles, desde Cadalso a Santibáñez, faldas y laderas, sinuosidades y hondonadas lanzan al viento el envés plateado de sus olivares. Y es que no hace tanto tiempo, cada pueblo era un olivar y cada olivar era un jardín en el que podía desarrollarse perfectamente esa ansia de totalidad iluminadora que subyacía en los ritos iniciáticos de Eleusis. Símbolo de la luz era el aceite. Y símbolo de poder. De hecho, los atletas griegos se embadurnaban el cuerpo con aceite y creían que, de esta manera, sus músculos adquirían una flexibilidad todopoderosa y triunfadora. (Algo así como los anabolizantes de hoy pero sin los falsetes químicos del dopaje).

El aceite, por otra parte, poseía una duplicidad esencial que derivaba de sus étimos y que, en consecuencia, se concretaba en los misterios y en las cocinas. Los ritos mistéricos ungían con óleo (étimo latino oleum) al seleccionado para que representase a la colectividad en las relaciones divinas. Y el ungido se aposentaba en la magia de la unción y no había quien lo removiese. Y no paró ahí la cosa. A los reyes también les dio por ungirse. Y así, desde que en el siglo VI apareció Isidoro de Sevilla para ungir y sacralizar a la monarquía visigoda, todos los Sisenandos, Pipinos, Wambas, Alfonsos y sucesores asentaron su concepto medieval del mando en el rito de la unción. El valor del aceite alcanzó de esta manera una cotización altísima de forma que los índices palaciego-bursátiles magnificaban a sus poseedores y adquirentes, por más que Jorge Manrique se empeñase en descalificar el esplendor cortesano construyendo estrofas de pie quebrado para avivar el seso que se dirigía peligrosa y velozmente a la muerte marítima.

El segundo étimo es árabe (az-zait, jugo de la oliva), y adquirió pronto un desarrollo popular y doméstico afianzado, sin duda, en esa atracción olorosa y casi metafísica del chorizo y los huevos fritos. Hay quien asegura que las relaciones familiares del mundo mediterráneo se mantuvieron incólumes gracias al lazo gastronómico que aseguraba una fidelidad inquebrantable tipo marido-mujer o padres-hijos, sentados reverencialmente alrededor del plato aliñado con aceite.

Antiguamente, cada olivar era un jardín, te decía, con opciones de futuro. Hoy han cambiado las cosas. Recorre conmigo la aureola otoñal de la Sierra de Gata y verás la tristeza de muchos olivares en los que los yerbajos y matacandiles, caries herbaria de los campos, perforan los viejos troncos de los olivos arrebatándoles su plateada dignidad centenaria. Y por más que convoques al Ubi sunt y demás tropos, la convergencia de Maastricht se ha cargado aquella magnificencia casi mítica que definía al olivo como árbol enriquecedor y próspero. Como para echarse a soñar, que te decía al principio. Y es que el abandono generacional e irrentable (me invento la palabra: no encuentro otra) provoca esa decrepitud de anorexia arbórea que consume los recursos del olivar.

 

miércoles, 14 de septiembre de 2022

 

LA COSA DE LA POLÍTICA

JUAN  GARODRI

 

 De qué otra cosa va a hablar uno si no es de la política, háganse cargo, no digo hablar de política sino hablar de la política, clavada la utilización del determinante ‘la’, con todos los rigores de la determinación, un ‘la’ que actualiza la idea abstracta que se suele tener de la política, hablar de política es una generalización que puede referirse a todos los procesos políticos que se encuentren, se hayan encontrado o se puedan encontrar, hablar, sin embargo, de ‘la’ política, concreta el proceso a que nos referimos y lo actualiza a este momento, a esta situación, a esta España nuestra de ahora mismo. Así que de qué otra cosa va a hablar uno si no es de la política, estos días tan politizados, tan polinizados de política, tan provocadores de alergias y estornudos y moquilleo políticos, tan propios de individuos que, sensibilizados ante la sustancia política, reaccionan después ante ella de una manera exagerada. Y ocurre que los anticuerpos frecuentemente permanecen en la circulación social, con lo que aparece una especie de urticaria provocada por los medicamentos políticos (quiero decir medicamentos recetados por los políticos, no me refiero, evidentemente, a que los medicamentos sean políticos de por sí). No para ahí la cosa, porque si los anticuerpos se fijan en determinados tejidos, hay tantos, tejido familiar, tejido educativo, tejido económico, tejido religioso, tejido homoerótico, tejido industrial, tejido agrícola, tejido de autonomías e independencias, tejido de mujer trabajadora, tejido de violencia de género, tejido de terrorismo, tejido militar, tejido de culebroneras, culifinas y culimajos, tejido de televisión analfabeta y culigorda, tejido deportivo con su dopaje y sus engañifas, tejido de salsas rosas y grasientas, decía que si los anticuerpos se fijan en determinados tejidos la liamos gorda, porque aparece entonces una alergia tisular que se manifiesta en erupciones y en eccemas que dejan la piel social y ciudadana convertida en un desastre enrojecido en el que la comezón no deja de levantar manos y pancartas y el picor insoportable no deja de abrir bocas y de lanzar invectivas, insultos y descalificaciones. Y eso si, en determinados estamentos, no entra además asma bronquial y problemas digestivos y hasta oculares y nerviosos, que también son reacciones peculiares desencadenadas por alérgenos (políticos). La política. La cosa política. En qué ha quedado la política. Si dijera que odio la política, tal vez más de uno se llevaría las manos a la cabeza y me señalaría ferozmente con el dedo, como a individuo peligroso y oscuro. Sin embargo, creo que sí. Odio la política. Es decir, odio el conjunto de hechos, el entramado a través del cual quieren hacernos creer que ‘eso’ es la política. El relativismo sofístico acuñó una frase de Gorgias: «Yo creo que si alguno pidiera a todos los hombres que reunieran en un punto todo cuanto cada uno piensa que es inconveniente y luego pidiera de nuevo que cada cual retirara de aquel montón lo que piensa que es conveniente, de seguro que no quedaría allí ningún trozo, sino que todo hubiera quedado repartido entre ellos». Antifón proclama que es lícito traspasar la ley: se puede hacer tranquilamente con tal que nadie lo advierta.

Resulta cuando menos sorprendente que pensadores de unos siglos antes de Cristo apostillaran con frases tan contundentes la actualidad en la que ahora mismo nos movemos, inicios del siglo XXI, más de dos mil años después. Todo para subrayar la idea de poder. La política no es para relacionar a los hombres con los hombres. Esa era la inocencia de Aristóteles. La política es para resaltar la naturaleza del más fuerte. Sólo los débiles se inventan costumbres y leyes para protegerse con ellas. La cultura democrática recoge estas ficciones y pone así límites al poder de los fuertes. Estas ficciones las desarrolla Maquiavelo. Para él, la base del obrar político no es lo que debe ser, sino lo que es, lo que presenta la realidad diaria. Y la realidad diaria demuestra trágica, sangrientamente, que los hombres son malos.  De ahí entresaca los principios fundamentales de la política. La utilidad política queda constituida prácticamente en norma absoluta, lo que da pie a la escisión tremenda entre política y moral. Priorizando lo escuetamente político, es decir, la técnica política, concluye Maquiavelo que «el hombre que quiere en todo hacer profesión de bueno, ha de arruinarse entre tantos que no lo son». El Estado y sus leyes no son más que una convención en la que los ciudadanos se ponen de acuerdo para protegerse unos contra otros.

El lector que haya conseguido llegar hasta aquí, superando la tentación de arrancar la página y arrojarla al basurero más cercano, pensará sin duda que he caído en lo más hondo de la depresión política. Este tío está zumbao, exponer un punto de vista tan negativo de la política, con la de autovías que nos están haciendo nuestros amados gobernantes, y residencias de la tercera edad, y casas de cultura sin parar, y programas de dinamización turística, y senderos de rutas ecológicas para admirar las maravillas de la naturaleza, y charletas televisivas o radiofónicas para que el personal se mantenga bien pero que bien informado, y aceras y farolas y bancos en todos los pueblos, pero que en todos los pueblos aun en los más pequeños, para que descansen los tercerasedades en sus sanos y saludables paseos diarios. Respeto al lector. Y hasta lo aplaudo. Así y todo, no hay más que leer la prensa diaria para convencerse de que algunas de las ideas políticas desarrolladas hace siglos gozan de permanente actualidad. Y aunque les falta la comprensión hacia lo histórico, el individualismo es el rasero con el que miden la dimensión de lo existente, como ahora. Aunque no todos estaban de acuerdo, naturalmente. «Dios crea solo individuos, no naciones», dijo  Benedictus de Spinoza.

 

martes, 8 de febrero de 2022

El calcetín de Tapiès

 

EL CALCETÍN DE TAPIÈS

JUAN GARODRI

 

 

El riesgo no es más que eso, un riesgo. Todo el mundo ha corrido algún riesgo en su vida, en la juventud o por ahí, para poder soltarlo en la barra del bar, a la hora de los vinos, y alimentar con él los particulares engreimientos y vanidades que afloran espontáneamente al olor de las tapas y al reclamo de los eructos cerveceros.

Hay cientos de ejemplos arriesgados. El corredor de fórmula uno, el jugador de bolsa, Clemente cuando plantea el juego del Betis como planteaba el de la Selección, el que asiste a un cursillo sobre la depresión y el estrés (lo cual que se arriesga a salir convencido de que es un psicopateado funcional) y, en fin, todo aquél que se aficiona a programas televisivos tipo “Corazón de invierno” o así (se arriesgan los boquiabiertos/as a padecer esquizofrenia auditiva provocada por la tontorrona melopea de la voz en off  o, peor, a agarrarse el síndrome de la culifina, ellas, o el síndrome de los culimajos, ellos). De manera que no te fíes, colega, el riesgo salta donde menos se piensa, como las liebres.

Ahora, eso sí, ningún riesgo (voy a correrlo, qué remedio) como el de afirmar, rotundamente, casi descaradamente, la ligera, frívola, irreflexiva, maquinal y precipitada e inculta  tomadura de pelo que, subrepticiamente, me recorre el espinazo como un escalofrío malsano, cuando visito alguna exposición de las llamadas artísticas en las que lienzos pintarrajeados con la ingeniosa carencia del talento, pedruscos arcillosos amasados con la burda pretensión del ingenio y hierros retorcidos con el descaro crematístico de los chatarreros,  pretenden traducir (introducirme en) las sinuosidades desdobladas del inconsciente. Las bellas artes. ¡Y una mierda!

Verás. Cuando entré en la sala de la Exposición (apabullantemente montada con esa decoración de nuevo rico cultural, sin miedo al dispendio, con que determinadas instituciones lanzan la casa por la ventana, conscientes de que tiran con pólvora ajena), pensé que me había equivocado de Sala. Ollas y cazuelas que ni el más depresivo de los lañadores callejeros se hubiera atrevido a restañar, aparecían situadas en lugares preferentes, airosamente expuestas en sus peanas (esas efigies diseñadas para nutrir tal vez la sorpresa de la patanería), ollas y cazuelas, ya te digo, que ofrecían la indigencia de sus orificios oxidados a los atónitos ojos de los visitantes, ávidos de inquietud supuestamente cultural.

Me acerqué a una cazuela (Objeto II, rezaba la leyenda) dispuesto a extraer sus calidades estéticas y no había forma: era exactamente igual a la que puedes encontrar en cualquier basurero. Yo daba vueltas alrededor de la peana, me acercaba, me retiraba, inclinaba la cabeza a derecha e izquierda, achicaba los ojos al modo como hacen los entendidos cuando se obstinan en extraer como sea la aureola estética de las obras de arte. Pero ni por esas.

Y, aunque consciente de que el valor estético de una obra no depende exclusivamente del tema, no, sino de su tratamiento artístico, mi falta de talento me incapacitaba para admitir ambos compuestos. A saber:

a) El Objeto II carecía de tema porque ya no era una cazuela: la carencia de hondón, las abolladuras oxidadas y las arrugas metálicas habían reducido su esencia a la subespecie de los desperdicios,

b) El Objeto II no había sido sometido a tratamiento manipulador que lo elevase a la categoría de obra de arte porque, a lo que parecía, conservaba la indigencia y suciedad del basurero.


En esto que oigo una voz junto a mi hombro.

—Genial, simplemente genial —afirmó confidencialmente—, el Objeto II es un resumen casi perfecto de la belleza ideal.

—En el Critias, Platón ya hablaba de la belleza ideal— repuse mosqueado.

—Sólo pretendía ayudarle —se disculpó.

—Ah bueno. Vale —acepté.

Y entonces se explayó. Como si me conociera de toda la vida, afirmaba que si uno llegase a profundizar en la contemplación del Objeto II podría obtener una formidable percepción del silencio, porque el Objeto II era el silencio. No tuve más remedio que hacer una ligera reverencia a aquella especie de chatarra ferruginosa aturdida de silencio. Insistió, además, mi desconocido tutor artístico en que apreciase los óxidos, la fabulosa textura de los óxidos que proporcionaban al Objeto II una  indiscutible presencia dentro de un ámbito referencialmente acústico. Lo miré. Y la aparente seguridad de sus explicaciones contrastaba con la lenta pero incontenible sensación de analfabetismo existencial que me atrapaba. Para acabar de hundirme en la miseria conceptual, me rogó que apreciara las soldaduras. Las viejas soldaduras del estaño proporcionaban un mundo indescriptible de sombras que transportaban al Objeto II al mundo de lo imposible, al ámbito misterioso de los sueños.

Cabizbajo, salí de la sala de Exposiciones. En el vestíbulo, varios entendidos, supongo, intercomunicaban emocionadamente la densidad de sus conocimientos artísticos. Y así como los pórticos de las iglesias suelen mostrar a la veneración de los fieles, si se tercia, algún cuadro de la Patrona o alguna imagen del Patrón, también colgaba de la pared del vestíbulo una reproducción, a gran escala, del calcetín de Tapiès, con su roto y todo. A su amparo, discutían los entendidos.