Los cráneos privilegiados que dirigen mi destino (los
gobiernos), o los de quienes me defienden (los sindicatos), o los de quienes
pretenden que me crea la cultura, son cráneos colocados encima de un cuerpo que
consume ingentes cantidades de dinero
que, en realidad, es mío, porque los erarios públicos
se nutren de mis impuestos. Me entristezco pues cuando observo que los enjambres que elaboran la melaza del Gobierno Central y de las Autonomías, los de las Diputaciones y Ayuntamientos liban
sin cesar en la flor de mis impuestos y me dejan reseco y sin
alimentación propia. Exhausto.
Pero también ocurre lo contrario, es decir, mi ánimo
exulta lleno de alegría y, quieren creerme, hasta doy saltos de puro contento cuando admiro las aceras de todos los pueblos de España, y sus paseos y
farolas, y sus parquecitos con sus bancos, y las residencias de la tercera edad, y las casas de cultura, y los
pabellones deportivos, y las piscinas municipales, bar incluido, porque pienso que son míos: han
sido construidos con mi dinero. Me siento como un rico bien trajeado de posesiones. Tranquilo. No hay pues que encabronarse porque el personal de las
instituciones públicas viva de mi dinero. Hay que refocilarse porque todo es mío. Hasta la Roja es producto de mi
dinero. (Jo, y yo sin enterarme.)
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