miércoles, 17 de mayo de 2017

MALA SUERTE LA DEL PROFETA

Me refiero al proverbio que dice que nadie es profeta en su tierra. Creo que nuestra dignísima Real Academia de la Lengua no acierta cuando define al profeta, acepción 2, como «hombre que por señales o cálculos hechos previamente, conjetura y predice acontecimientos futuros». El profeta es el que habla en nombre de la divinidad, no el adivino. Mala suerte la del profeta. Casi siempre el profeta se cree alguien. Un sorprendente ramalazo de locura religiosa, literaria, política, artística, taurina, constructora, comercial, le trepana la sesera a edad temprana y se jura a sí mismo (en una especie de reconversión psicológica de la personalidad) saltar la barrera del terruño analfabeto y destacar en lo que le gusta. Ojalá no lo hubieras hecho, forastero. Porque es eso. A partir del momento en que el profeta decide ser distinto, destacar (e incluso triunfar, palabra maldita) en el modo de vida que escogió, a partir de ese momento se convierte en forastero en su tierra y el gentío va a por él con uñas y dientes. Pero quién se cree que es, ese fantoche, si es hijo del carpintero, del zapatero, del peluquero, del tabernero. El profeta no tiene nada que hacer en un país, en una región, en un pueblo caracterizado por la envidia, una sombra bañada de tristeza y penumbra que prefiere perder dos euros si consigue que el vecino no gane uno. Hay que joderse. Al tipo (antiprofeta) se le revuelven las tripas si advierte que alguien perteneciente a su mismo gremio empieza a destacar. Y comienza la siega por debajo de los pies. Esto de segar la hierba requiere su técnica. Hay que utilizar la guadaña con perfecta habilidad. Con suavidad y disimulo. No hablar del profeta, ni a favor ni en contra. Olvidarlo, ignorarlo. El guadañero sabe que el nombre del profeta no debe aparecer por ningún sitio. Si manifiestamente habla o escribe en su contra, está al mismo tiempo hablando de él, publicitándolo (horror de palabro). Esta referencia puede atraer el interés del personal hacia el mensaje profetizador. ¿Por qué hablan mal de él? ¿Tendrá o no razón el descalificador? Para comprobarlo, puede que el gentío se dirija a escuchar al profeta. Hay que evitar esta posible decisión de la muchedumbre. La táctica es olvidar al profeta, ignorarlo, ningunearlo. Mobbing a todo pasto, que dicen los puestos en la tarea del ninguneo. El profeta se encuentra sobre su alfombra de césped anunciando el valor poético, el valor político, el valor narrativo, cualquier valor del que se considera ‘mensajero’ (esto es ser profeta, el profeta no es un adivino, ya se dijo) y no advierte que poco a poco (o lo advierte con espanto) la hierba va desapareciendo debajo de sus pies hasta que llega el día en que su calzado se encuentra lleno de polvo. Suele ocurrir también que el profeta habita en muchos prados verdes, triunfa, y le da a los guadañadores por donde escuecen los pepinos. Cambia entonces la cosa y el guadañador se convierte en abonador. Poco a poco para que no se note. Para que nadie diga que el tipejo le da la vuelta a la tortilla. Y hasta es posible que, llegado el caso, el profeta deje de ser profeta y se transmute (en una especie de transustanciación epidérmica y gloriosa) en personaje aplaudido, aclamado y venerado. Siempre fuera de su tierra, naturalmente. Quiero terminar el bolo con una minisentencia latina que aprendí de chico: “Qui potest capere capiat”.

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lunes, 8 de mayo de 2017

EL DESTRUCTOTERAPEUTA



Cosas. Un empresario soriano ofreció hace años la posibilidad de destrozar ordenadores, televisores, coches y otros aparatos para combatir el estrés. Terapia antiestrés a base de destruir. A falta de pan buenas son tortas. El coche carraca que no soporta la ITV, el matusalénico televisor 240 windows 3.11, el molinillo de café sin aspas, la impresora dinosáurica de 1 ppm son, entre otros, objetos susceptibles de destrucción. Agarras el hacha y te dedicas ferozmente al ejercicio de la devastación. Felicidad completa. Una sensación gratificante, hecha de furia y azúcar, te recorre el espinazo y sueñas, siquiera por un instante, que te has convertido en un ‘terminator’ doméstico, ferozmente insaciable. Curado. Esa triste desgana que desmultiplica tus neuronas y te hace considerar la vida como algo despreciable, incluso miserable y mezquino hasta el punto, según los casos, de odiarla, esa desgana se convierte en satisfacción y regocijo después del proceso destructivo al que has sometido tus frustraciones. Porque no es más que eso. El naufragio psicológico contra el que combates te ofrece una tabla de salvación: el martillazo. Es la vuelta al ser. Uno sólo ‘es’ en la niñez. El niño destruye el juguete y permanece en la más absoluta imperturbabilidad. El niño ‘sabe’ que el juguete es para ser destruido, a pesar de la cansina oposición materna que lo sermonea y lo insta a la conservación y al cuidado. Con el tiempo, la persona adquiere la categoría adulta y, con ella, la frustración y el infortunio. El adulto es un ser desencantado. Su destino es desear y no conseguir. La sociedad está montada para excitar la persecución del deseo. Pocas veces (o, en todo caso, en espacios de tiempo efímeros) se consigue lo que se desea. Por eso mismo el deseo es permanente. Por eso mismo la persona cada vez se siente interiormente más frustrada. Aparece el estrés, antesala de la depresión. «El sufrimiento moral de la depresión es semejante a la idea del pozo profundo, húmedo y negro, y además de noche», dijo un médico. Así que no hay más remedio que agarrarse al martillazo,  empuñar la marra  y aliarse con la destrucción. La marra y el martillo, supongo, no son más que utensilios para superar las carencias interiores. Una sociedad empeñada en la laicización no tiene más remedio que utilizar la destructoterapia como único referente, quizás, de interpretar la realidad. El dolor, la enfermedad, la injusticia, el sufrimiento de los inocentes, la muerte, son hechos frustrantes que están ahí, a la vista, tan cerca, y nadie sabe cómo interpretarlos. Las soluciones políticas no son suficientes. Las soluciones humanas son inadecuadas. El mal, el odio, la violencia, la competitividad, la envidia, la guerra, nos rodean y atrapan como una malla maldita. El incendio de la sangre crispa las relaciones y tiende trampas punzantes a la cotidianidad inmediata. El ser humano va negando poco a poco los valores que le ayudan a interpretar la realidad de forma pacífica. El hecho religioso, tan denostado actualmente, pretende precisamente ofrecer una interpretación esperanzada de la realidad pero la mayoría lo considera, si acaso, como un hecho cultural trasnochado. (Camus llamó suicidio del alma al hecho de entregar el espíritu a una idea trascendente: alienación, dijo). A pesar de todo, muchos creyentes utilizan el valor religioso para encontrar una justificación a la presencia del mal en el mundo y  salvarse. No para salvarse en otra vida, que no sé, sino para salvarse en ésta. De la frustración, del desasosiego y de la desesperanza. Mientras tanto, agarrémonos a la marra, por si acaso, y destrocemos el ordenador y el móvil como terapia equilibrante, ya que hemos arrojado al cubo de la basura el remedio espiritual de los valores.