miércoles, 17 de junio de 2015

LA VARA DE MEDIR (HOMO HOMINI DEUS)

Es tan humano. Cualquier defecto (tenemos más defectos que cualidades) es tan humano. Quizá por eso somos tan imperfectos. Perfectamente imperfectos de tan imperfectos, donde el adverbio ‘tan’ se utiliza con valor ponderativo, una ponderación negativa, evidentemente. Así somos: tan imperfectos. Materialismo puro. «El hombre es lo que come», aseguró Ludwig Feuerbach probablemente aburrido de la psicología de Hegel que sólo de nombre admitía la identidad de cuerpo y alma, en una especie de teología solapada idealista. Si el hombre es lo que come, ya podemos deducir en qué quedamos, porque lo que se come se defeca. Así que dentro de una pirueta lógica, más bien ilógica, concluiríamos que el hombre es una mierda. Forma contundente de materialismo. Así que no sé por qué se alteran tanto ante el hecho de que el Estado pretenda la laicización de la sociedad. La cosa viene de antiguo, al menos de la antigüedad que nos proporciona el siglo XIX. Me permito recordarlo para tranquilidad (si puede ser) de los idealistas. Cuando Feuerbach le presentó a Hegel su tesis doctoral, le declaró que pretendía desmontar el dualismo de religión sobrenatural y mundo sensible. Surgió el humanismo ateo. Un cambio fundamental de la actitud de la filosofía ante la política y la religión. «Lo humano es lo divino», dijo. La nueva religión sería naturalmente la política. «Hemos de ser religiosos, la política será nuestra religión [cito siguiendo a Johannes Hirschberger], pero ello será sólo a condición de tener en nuestra intuición alguna realidad suprema que nos convierta la política en religión». Este ser sumo es el hombre: homo homini deus. No es Dios ni la religión el fundamento del Estado, sino el hombre con su insuficiencia. «No es la fe en Dios la que ha fundado los Estados, sino la desesperanza de Dios». Y aunque Marx escribiese después 11 tesis contra Feuerbach, tomó de él las ideas que demolían la representación religiosa del mundo. Después vendría todo lo demás. (Probablemente es inaceptable el rollo patatero que acabo de colocar. Pero necesitaba echarlo fuera para que la aceptación de la vara de medir fuese más equitativa). Evidentemente, los sectores religiosos tomaron como injuria las obras de Feurbach y las incluyeron en el Índice. Lo que para unos era humanismo materialista para otros era blasfemo. El conflicto se desencadenó cuando las ideas de Marx (con un trasfondo mayor de ilustración francesa que de filosofía alemana, aunque él mismo quisiera revestirlas con ropaje hegeliano) se desparramaron por el mundo obrero, a raíz sobre todo del Manifiesto comunista publicado por Marx y su colaborador Friedrich Engels en 1848. Luego llegaría el entendimiento entre los dirigentes obreros de Francia e Inglaterra y se fundó en Londres, en 1864, la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la Primera Internacional. Lo que vino después, todos los sabemos. Cada uno llevaba el agua a su molino según el interés material o conceptual o espiritual que lo determinase. El capital por un lado, el proletariado por otro. El Estado por un lado, la Iglesia por otro. Es decir, cada cual utilizaba distintas varas de medir. Las conflagraciones a que dieron lugar estas diferentes mediciones de la realidad (con la vara de la justicia social, con la vara de la religión, con la vara de la intelectualidad o la filosofía, con cualquier vara) llenaron  Europa de consternación y de muertos, pero no solucionó el problema. Hoy día también utilizamos en España distintas varas de medir: el nacionalismo, la inmigración, el consumismo, la violencia, el fin del bipartidismo, los partidos emergentes, los pactos postelectorales. Ojalá la medición no desemboque en hostilidad. A mí me da miedo. Y que conste que, a mi parecer, por poner dos ejemplos, ni Rajoy es el culpable del 24-M ni Pedro Sánchez lo es de la laicización. ¿O lo son?

martes, 9 de junio de 2015

LA DESCONOCIDA CERCANÍA DEL TIEMPO

Ontología de la existencia. Gracias al tiempo estamos en el mundo. Ser-en-el-mundo interpretado como existencia, ya lo dijo Heidegger. Estamos tan acostumbrados al tiempo que no se nos ocurre pensar en el problema que el tiempo supone. Lo relacionamos con un antes y un después, un pasado y un futuro, cuando en realidad la unidad de medida del tiempo es el ‘ahora’, el instante inmediato. «Es algo misterioso, porque por una parte divide el tiempo en pasado y presente y por otra los une de nuevo. Por la división surge la diversidad del tiempo y, por la unión en el ahora, su diversidad», afirma Hirschberger. Vivimos, pues, en medio de una ficción que nos hacer ser sin ser, porque nuestro presente está variando constantemente. Cada nanosegundo ya no somos lo que somos porque nuestro ser acaba de caer en el pasado y tomamos del futuro otra mínima fracción de tiempo que, a su vez, cae instantáneamente en el pasado.
 La historia del tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros pasos erectos (homo neanderthalensis, o por ahí), el hombre se empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles, manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza, avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando pensamos mucho qué fuimos o seremos.

lunes, 8 de junio de 2015

EL FULGOR DE LA HERIDA


La viste en flor y hubiera sido
preferible, tal vez, que todo el rayo
de la risa y del llanto al mismo tiempo
te hubiese oscurecido para siempre
con ese resplandor
de las blandas espumas,
con el fulgor fluente
de la amorosa imagen
transformada en desdicha
que te hirió, fulminándote.


¿Te rodean acaso

breves ondas concéntricas
como al agua alterada por la piedra
que cayó de improviso?

La viste en flor y le rogaste:

Haz surgir ese pudor que me domina,
anda, hazlo surgir para lanzarlo lejos,
ese pudor como pedrada.

(De mi libro "Otros daños", I.C. El Brocense, 1997)

viernes, 5 de junio de 2015

DESASTRES (EL SER HUMANO SE ODIA)

Pues nada, que va el tipo pelopollas y me dice que si no conozco una web que es cojonuda, vamos, que a través de ella te enteras de todo cuanto ocurre en el mundo y estás superinformado. Caí en el cepo como un pardillo y, nada, pues que me dediqué a visualizar en el monitor un periódico tras otro. Recorrí algunos titulares y, horror, todo era guerra, violencia, sangre, destrucción, terrorismo, asesinatos, bombas, muerte, corrupción política y ahora la cabronada corrupta de la FIFA. Todo era (es) mierda. Un mundo en el que los seres humanos se destruyen con esta feroz contundencia es un mundo de mierda.
Así que hoy va la cosa en plan depresivo y cochambroso. Puede pensar alguien, quizá con razón, que no está el horno para hablar de temas deprimentes, y que por esta causa las televisiones intentan alegrar al personal con mucha fiesta, mucho bailoteo, mucho aquí hay tomate, mucha pasión de gavilanes y mucho amarte así, frijolito, que hasta los títulos de las telenovelas son encomiásticos, tarugones y alegradores. Pero yo no, yo no valgo para alegrías fiesteras porque me aplasta de vez en cuando la  horrenda sensación de estar chapoteando en un charco de mierda. El ser humano se odia. Pienso que Friedrich Wilhelm Joseph Schelling (muy típico entre los alemanes del siglo XVIII arrimarse a tres o cuatro nombres, aunque no creas, yo también conocí un tipo que se llamaba Jorge María de la Concepción Eduardo), así que pienso que Schelling veía visiones, dentro de un idealismo más romántico que objetivo, cuando escribía su tesis sobre el pecado original y consideraba el mundo como una obra de arte divina. Condiscípulo de Hegel y Hölderlin en el seminario protestante de Tubinga, muchos de sus abundantes escritos propiciaron el rechazo fulminante de Nietzsche: “la filosofía alemana está viciada por la sangre teológica”, dijo. Todo lo malo que hay en el mundo procede del pecado original, todo lo bueno, racional y bello procede de la voluntad de Dios, pensaba Schelling. Nietzsche lo mandó a hacer gárgaras con agua bendita. En este sentido, más o menos irrespetuoso, un chiste de Máximo, sí, creo que era de él, reflejaba la angustia irónica de un ser humano que pregunta al divino hacedor: «¿Por qué te has empeñado en darme un alma tan propensa a la violencia, a la destrucción y al exterminio de mis semejantes?». Y, ya puesto en plan deprimidamente sublime, cito a su vez a Juan Luis Panero, no sé si lo he leído en algún poema suyo, creo que sí: «El odio nos iguala». No nos iguala la solidaridad, ni la lealtad, ni la comprensión, ni la democracia, ni la bondad, ni la fidelidad, ni la misericordia, ni la ternura, ni la clemencia. Nos iguala el odio. Un mundo que utiliza el rasero del odio para igualarnos es un mundo de mierda. 
No todo es destrucción y muerte, sin embargo. También he leído alguna noticia alentadora, por ejemplo: Joseph Blatter, presidente de la FIFA, ha dimitido. Después de haberse forrado con sus dos millones de dólares mensuales durante veinte años. Pero ha dimitido. La corrupción en el fútbol mundial. Mierda en bote concentrada. Este mundo de ricos. 

martes, 2 de junio de 2015

AH, LOS KILOS (El verano ya está a la vuelta de la esquina)


Se nos ha echado encima el verano sin advertirlo, de manera que el personal se encuentra de buenas a primeras con que el sol le calienta el colodrillo más de la cuenta y que, de seguir así las cosas, quien más quien menos va a hacer el ridículo en playas y piscinas si airea esa horrorosa blancura epidérmica que pervive debajo de camisas y sujetadores a lo largo del año.
Y no sólo la blancura. Las abundancias celulíticas ocasionan también estragos vergonzosos en la autoestima del gentío, y hay que ver el apresuramiento acongojado con que la mayoría pretende deshacerse de los kilos, como si los pliegues gelatinosos de la barriga, por ejemplo, o la redondez apelmazada del trasero, constituyeran una de esas vergüenzas ocultables y malditas.
Así que no hay más remedio. Hay que hundirse en las aceitosas olas del consumo y adquirir a todo trapo cremas y demás productos embellecedores para conseguir una tez bronceada y un cuerpo de sílfide (o apolíneo, según) si quieres arrancar el ¡oh! admirativo de colegas, vecinas y demás personal de fauna urbana, acosados como andan por la tenacidad obsesiva y algo esquizofrénica de la belleza veraniega.
Así y todo, no acabo de entenderlo, por más vueltas que le doy. ¿Por qué una mujer (o un hombre) que han conseguido una apariencia broceadamente morena a base de cremas y mejunjes se consideran tocados por el don de la belleza? ¿Por qué los mismos, si llega el caso, ocultan sus blancuras epidérmicas con ese sentimiento de indigencia que abochorna y humilla? ¿Por qué los hombres hunden la barriga y estiran los homóplatos en un afán sin duda meritorio,  aunque de escaso alcance, de aparecer como un cachas o como un tío macizo? ¿Por qué las mujeres se obstinan ferozmente en derrocar el trono de los glúteos, o la anchura de las pistoleras, para imitar esa apariencia etérea que muestran modelos, actrices, cantantes, vividoras y demás gente guapa y culifina? Ah, la belleza.
No es que quiera balancearme en las alturas de la santonería estética. Pero, que yo sepa, la belleza es una abstracción y, como tal, difícil de colocarle límites o de situarla donde a uno/a le apetece. Puede deducirse, en consecuencia, que una cosa (o una persona) no es bella. Una cosa parece bella, según la estructura cognitiva del sujeto que la aprecia. Tal vez sea una obviedad pero, en definitiva, el péndulo estético oscila a uno u otro lado con desconcertante frecuencia, de manera que lo que a uno le parece bello no lo es para los otros, o lo que ahora parece bello no lo pareció antes.
Y así, en la Edad Media, la blancura de la piel constituía un signo distintivo de belleza aristocrática hasta el punto de que las venas emergían de la epidermis con esa azulada consistencia de los ríos en los mapas de carreteras. De ahí lo de la «sangre azul», ya sabes. Y no digamos en el Barroco. Además de la blancura de la piel, las abundancias celulíticas sacaban a flote los kilos movedizos de sus poseedoras, orgullosas de mostrar una belleza oronda y rotunda. No tienes más que asomarte a cualquier pinacoteca y contemplar la alborozada exuberancia de los desnudos femeninos. Las tres Gracias, por ejemplo, pintadas como servidoras de Venus dentro de un dinamismo unitario y triádico, como en las obras de Rafael, de Correggio o de Rubens. (Digresión. Hoy se conocen más de trescientas Gracias descritas en la suntuosidad consumista del papel cuché, servidoras de la Venus crematística que bendice sus licuescencias fotográficas en revistas y pantallas para admiración e imitación del gentío en general y de culebroneras en particular). Sin ir tan lejos, oí decir a mi abuela que, de moza,  era general costumbre salir poco de casa durante las horas de calor, y ni mangas cortas ni nada. Se tapaban el rostro con un pañuelo para conservar la blancura del cutis. Y los domingos se espolvoreaban tenuemente la cara con polvo de arroz para ir al baile. Y que a las flacas y soleadas no las sacaba a bailar ni el comandante de puesto. Otros tiempos.
En fin, ahora la belleza aparece impuesta en los cuerpos bronceados y en las carnes escurridas. Y la imposición ha venido de lo alto de las grandes empresas multinacionales de cosmética, que son las que mandan. Y el personal creyéndose bello y fino por utilizar sus cremas. Más de dos mil millones de euros al año el rollo de las cremas bronceadoras. Y las gordas y blancas, como si fueran pobres.