A nivel nacional, el poder se especifica a través de
promesas. Sólo el que puede (el que tiene poder) se siente capacitado para
prometer que solucionará los problemas del gentío. Es increíble. Las promesas
de restauración política, de regeneración política, de renovación política,
azotan diariamente los tejados de la ciudadanía dispersas (las promesas) en
medio de una lluvia impresa y televisualmente informativa. Cada político se ha
convertido en un arcón tesaurizado: nada más abrir la tapa, salta la promesa
echando leches, a punto de golpear el ojo de la credibilidad. Es el signo del
poder. La palabrería promisoria irrumpe lenta e ininterrumpidamente con la
pretensión de un engaño contradictorio. Todo el mundo sabe que los actuales
problemas sin solución son idénticos a los de hace cuatro años, con la
diferencia de una ucronía doméstica. Todo el mundo piensa que si antes no se
solucionaron, ahora probablemente tampoco. Sin embargo, el poder promete. El
poder, ajeno al ridículo verbal, promete a destajo, sin parar mientes en que
una cosa es predicar y otra dar trigo.
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