Hombre, no sólo va uno a encontrar en las pseudolibrerías de las grandes
superficies Windows XP para torpes.
Supongo que también podría darle a algún iluminado por publicar (tal vez
ilustrada por Forges) una “Homonimia para torpes”, e ir tú husmeando la mancha
y encontrarla. Necesaria. Al menos así la considero después de leer (y
disfrutar) el chiste gráfico de Larrey, “La vuelta de la tortilla”, publicado
en HOY el sábado pasado. Excelente. Acerca de las comunidades Autónomas
Españolas. Y digo ‘españolas’ porque el chiste mantenía como fondo de dibujo el
mapa de España. «Comunidades históricas / Comunidades histéricas». Del birrioso
mapa de España, aplastado como una piel tundida, emergían varias líneas en
dirección exacta a las comunidades histéricas y otras en dirección a las
comunidades históricas. Lo chocante del asunto residía en que, en apariencia, la
dirección de las líneas estaba equivocada porque había unas que señalaban como
histéricas a las comunidades consideradas históricas, y afianzaban como
históricas a las que nadie considera como tales. Así que las históricas eran
histéricas y las que no son históricas tampoco eran histéricas pero eran
históricas. Resulta, pues, que las comunidades que no son histéricas son
históricas y las histéricas son, a la vez, históricas e histéricas. O sólo
histéricas, quién sabe. Llegados a este punto de esquizofrenia homónima, habría
que preguntarse dónde reside la historia y dónde aparece la histeria, o cuándo.
Porque puede darse el caso de que una Comunidad histórica haya vivido
tranquilamente su historicidad durante siglos, anclada en sus costumbres de
raigambre bellísima y, de pronto, la aceleración del ritmo histórico le ha
quemado las bujías, ha empezado a considerarse más histórica que nunca y se le
ha aparecido la mañana de los tiempos en figura de reivindicación virginal
disfrazada de histeria. Para no caer en el cepo, hay que preguntarse, pues,
dónde reside la Historia.
Oye , que no es una gilipollez, me lo han preguntado en la
calle y no he hallado la respuesta. Me han dicho: ¿dónde está la Historia ? ¿En las
montañas, en los ríos, en los valles? ¿En los pueblos, en las ciudades, en los
monumentos? ¿O acaso la
Historia no es un lugar, ni mil lugares, sino el conjunto de
‘acciones’, conocidas o no, llevadas a cabo por el ser humano a lo largo de los
siglos? Si es así, todas las comunidades que integran España son históricas.
Supongo que a nadie en su sano juicio se le ocurre afirmar que el río Llobregat
es más histórico que el Tajo, o que Santiago de Compostela es ciudad más
histórica que Mérida, o que la playa de la Concha adormece con olas más históricas que las
de Almería, o que la Albufera
de Valencia acumula más patos históricos que las Tablas de Daimiel. Ah, no,
mire usted, es que no es eso, usted no tiene ni prostiputa idea, usted se ha
pasado diecisiete autonomías porque el concepto histórico no reside en la
topografía sino en el idioma, es decir, para que usted me entienda, la Historia no se asienta en
los comportamientos humanos, las costumbres, todo eso, sabe usted, no, no, la Historia se arraiga en el
idioma: Sólo una Comunidad con capacidad de comunicación oral diferente a otras
(sistema fonológico propio, que se dice), puede considerarse histórica. ¡Plaff!
Más de media España sumida en las tinieblas exteriores de la no Historia. ¡Y yo
que pensaba que Viriato y las murallas tardorromanas le conferían a Coria un
antiquísimo olor histórico. Pues nada. Sin histeria no hay Historia.
(Información para listos. Charles Bally admite la homonimia parcial: los
significantes presentan alguna diferencia de forma. Históricas/histéricas, por
ejemplo. De nada).
No pretendo tener razón. Lo que para mí es acertado, puede ser desacertado para otros.
martes, 20 de diciembre de 2016
martes, 22 de noviembre de 2016
EL PLEONASMO DE LA MEDITACIÓN ESPIRITUAL
Meditación espiritual. Estos (norte)americanos son
capaces de practicar el surfing con papel de estraza. Ahora nos salen con los
beneficios de la meditación espiritual. Jo, tío, es el descubrimiento del mediterráneo
interior. Meditación espiritual versus
meditación secular. Lo ha conseguido un equipo de la universidad de Ohio, la
Bowling Green State University. (Que viene a ser algo así como la Universidad Estatal
de Campo de Bolos. ¿Será un bolo la cosa de la meditación espiritual?). Resulta
que el equipo investigador ha descubierto que «la meditación espiritual es más
relajante y eficaz contra el dolor que la secular». La contraposición es
adecuada si, según entiendo, la noticia atribuye a la meditación espiritual el
hecho de pensar en Dios y sus divinos misterios y, por el contrario, a la
meditación secular el pensamiento que gira alrededor de uno mismo. Saben
ustedes, esas frases sacadas de los florilegios norteamericanos (Selecciones
del Reader’s Digest, por ejemplo) para estimular la autoestima: estoy contento, soy feliz, la
vida es bella, benefíciese del cepillo dental, a la ancianidad sin el tabaco,
media hora de footing diario…
Se medita en el amor que Dios ha manifestado a los hombres, en las verdades
teológicas, en los frutos salvíficos de la redención o en la salvación del alma.
Pero no sé hasta qué punto es apropiado meditar en una demostración matemática.
En el teorema de Pitágoras se piensa, o se discurre. Pero no se medita. A no
ser que la sensibilidad teórica se mantenga tan a flor de piel que el solo
pensamiento de la proposición científica susceptible de ser demostrada haga
saltar las lágrimas al enamorado de los axiomas. No es raro. Yo conocí en
Salamanca a un padre jesuita, profesor de griego clásico, que lloraba cada vez
que recitaba de memoria los pasmosos y épicos versos de Homero que narran la
cólera de Aquiles. Pero vamos, no es el caso. Aquí de lo que se trata es de que
la meditación espiritual, esa que utiliza las frases de «Dios es amor» o «Dios
es paz» o «Dios te ama», repetidas una y otra vez en el turbio interior de la
conciencia, resultan relajantes e incluso eficaces contra el dolor físico o
moral, contra la ansiedad y el estrés. Cosa que no consigue la ‘meditación
secular’ (estoy contento, soy feliz, el Madrid es el mejor equipo del mundo,
cosas así).
Que la meditación espiritual produce
beneficios psicológicos es cosa sabida desde antiguo. Las personas de vida
contemplativa adquieren la paz interior porque “creen” en los efectos de la
meditación. El creyente busca, con la aceptación (fe) de una realidad
trascendente, la interpretación de la realidad circundante. El problema del
dolor, de la injusticia, del sufrimiento de los inocentes, del mal, encuentra
así una interpretación que tranquiliza y sosiega. Ese es el fruto de la
meditación espiritual. Otros buscan la interpretación tranquilizadora de la
realidad en el budismo o en otras filosofías de la vida. Y también encuentran
sosiego. Como las monjitas con sus rezos letánicos. Paz y tranquilidad.
Y puesto ya en plan de didactismo benefactor, prefiero cien veces la
frase-ejemplo de meditación espiritual «Dios es amor», tan vacía de contenido según
muchos, a la estupidez televisiva de Eva Noche: «La vida es un pedo que suena
por dos y huele por tres», ejemplo apodíctico de meditación secular. Aunque
puede que haya alguien (muchos) a quien tranquilice la roña escatológica de la ordinariez.
Que le aproveche.
sábado, 19 de noviembre de 2016
MORALINA SOBRE LA CALIDAD
Hay
veces en que la calidad se aplica a entidades reales y adquiere,
en estos casos, difusos límites concretos que proporcionan algunos parámetros (?) de identificación. Y así,
marujonas y culebroneras otorgan el voto de aceptabilidad cualitativa al producto
que aparece magnificado en el bodrio de la publicidad televisiva, de manera que
cuanto más les zurran la badana con el anuncio, mayor calidad otorgan al
producto. Y así, culimajos y repeinados difunden orgullosamente su criterio de
verificación de la calidad a través de los «kilos» que se han gastado en la
adquisición del coche: a más kilos, más orgullo cualitativo («common rail», EDC
y todo eso). Y así, yo mismo. Voy y me compro unos zapatos, por ejemplo. Y
resulta que los ciento siete euros escuecen menos si el producto es de
calidad: dispone de piso cosido a mano en lugar de aparecer pegado a presión.
La
dificultad, insisto, radica en afirmar criterios para reconocer la calidad
aplicable a las abstracciones, como el arte, la literatura, la enseñanza.
Por
todas partes se alzan voces exigiendo una enseñanza de calidad. Sería
maravilloso conseguirlo. Pocas voces, sin embargo, exponen de forma imparcial (
y lúcida) en qué consiste la calidad en la enseñanza. Si
acudes a cualquier foro docente, apreciarás maravillado que existen tantas
opiniones sobre la calidad de la enseñanza como asistentes al acto, y aún más,
porque algunos emiten opiniones diferentes según hablen al principio o al
final. Y así, los enchaquetados, e incluso encorbatados, afirmarán con
contundencia que la disciplina y la vuelta a los conocimientos de siempre
constituyen la base imprescindible para desarrollar una enseñanza de calidad.
Los enjerseizados y entrencados, por el contrario, afirmarán con solvencia que
la tecnología, los ordenadores y las conexiones a Internet definen los
itinerarios educacionales actuales, y no otros. Los barbudos y encoletados expondrán con displicencia que solamente el progreso y sus referentes
finiseculares pueden capacitar una enseñanza de calidad dentro de un acuerdo
marco docente y pluralista. En fin, alguien habrá que, empecinado en su
peculiar concepto de la calidad, alabe el uso de material específico en el que
sobreabunden diapositivas de penes, vulvas, pubis y cavidades vaginales, como
si la idea cultural del progreso estuviera irremisiblemente ligada a las
pelambreras de las ingles y de los sobacos o a las dimensiones y hechuras de
las diferencias heterosexuales.
Y
aunque algún lector más simpático que conspicuo piense que yo solo expongo hechos y no aporto soluciones, ahí queda esta moralina sobre la calidad educativa para su estudio.
sábado, 12 de noviembre de 2016
EL TIEMPO ES UNA LICUADORA QUE NOS DESINTEGRA
Ontología de la existencia. Gracias al tiempo estamos en el mundo.
Ser-en-el-mundo interpretado como existencia, ya lo dijo Heidegger. Estamos tan
acostumbrados al tiempo que no se nos ocurre pensar en el problema que el
tiempo supone. Lo relacionamos con un antes y un después, un pasado y un
futuro, cuando en realidad la unidad de medida del tiempo es el ‘ahora’, el
instante inmediato. «Es algo misterioso, porque por una parte divide el tiempo
en pasado y presente y por otra los une de nuevo. Por la división surge la
diversidad del tiempo y, por la unión en el ahora, su diversidad», afirma
Hirschberger. Vivimos, pues, en medio de una ficción que nos hacer ser sin ser,
porque nuestro presente está variando constantemente. Cada nanosegundo ya no
somos lo que somos porque nuestro ser acaba de caer en el pasado y tomamos del
futuro otra mínima fracción de tiempo que, a su vez, cae instantáneamente en el
pasado. Tal vez el ser humano no sepa si podría deshacer esos lazos que le surcan la frente, los barrotes de
esa cárcel sin puerta que es el tiempo, tierra humilde que aprisiona sus ojos,
que lo hace mendigo de si mismo: un mendigo algo extraño, limpio, afeitado,
siempre sin harapos, mendigando la luz en cada tarde que es la tarde del
tiempo. Tal vez el ser humano se agarre desesperadamente a esa luminosa
penumbra temporal surgida de todos los instantes, infinitos ahoras que
constituyen la inmaterialidad de percepciones arrancadas al goce o al pretexto
de eludir la azarosa sintonía entre vida, placer, dolor o muerte. El tiempo
sigue cabalgando impertérrito por páramos helados, por heladas estepas, por
ardientes, resecos, tostados arenales, por las avenidas de las ciudades, por
las calles de los pueblos, dando la vuelta al mundo, riéndose del hombre porque
la eternidad o lo que sea se acerca, y se acerca la muerte de ese tiempo que
nosotros medimos. A su vez, los científicos intentan dar la vuelta por la red
del espacio o descomunicarse de la vida futura con inventos o bombas o cremas
para el cutis. Por otra parte, se tiene muy en cuenta la Historia como un gran
depósito de acontecimientos temporales, pero la Historia se cobija en la
oquedad del tiempo que masca, engulle y se alimenta sólo de la filosofía de la
historia. Presente propiamente no hay porque a nuestras espaldas, como una
inmensa chepa de siglos, va el pretérito de todos esos verbos que se sabe la
vida. Y, delante, el futuro con un río en los huesos, con un mar en los huesos de
(des)ilusión y (des)esperanza. Si se piensa en el pasado, el personal no tiene
más remedio que considerar si era un concepto erróneo o era una falsa alarma,
si era un placer momentáneo o era una idea de acero. Era. Tiempo pasado. Pretérito
imperfecto del verbo ser. Ahora, ahora que es presente, ahora que es lo exacto,
lo concreto, ahora no hay nada; mejor
dicho, hay todo: ahora es la duda y el temor taladrando.
La historia del
tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros tiempos, el hombre se
empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de
arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles,
manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con
esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas
ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza,
avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el
palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que
llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si
es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es
un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos
a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando
pensamos mucho qué fuimos o seremos.
domingo, 6 de noviembre de 2016
El progreso es una idea manipulada
¡Qué
bien queda hablar de progreso! Y hasta hay quien se considera culto,
importante y muy actualizado porque arroja la palabra «progreso» como un
arma cortante en su defensa personal. Sin embargo, la idea del progreso es
vieja. Tan vieja como las ideas. Cuando decimos que las ideas gobiernan el
mundo o que ejercen un poder decisivo en la Historia, pensamos generalmente en
dos grupos de ideas: el primer grupo
reúne aquellas ideas cuya realización depende de la voluntad humana, como la
libertad, la tolerancia o la igualdad de oportunidades, por ejemplo. A lo largo
de los tiempos, estas ideas han sido (y son) objeto de aprobación o de rechazo
según se consideren buenas o malas (útiles o inútiles para colmar las
aspiraciones humanas), y no por ser verdaderas o falsas. El segundo grupo de
ideas puede tener importancia en la determinación de la conducta humana y, sin
embargo, no dependen de la voluntad del hombre. Son ideas referentes a los
misterios de la vida, el Destino, la Providencia, la inmortalidad personal.
Estas ideas pueden actuar de manera importante sobre las formas de desarrollo
social y son aprobadas o rechazadas no por su utilidad o perjudicialidad sino
porque se las supone verdaderas o falsas. Los regímenes absolutistas y
dictatoriales siempre han gobernado manipulando el ventilador ideológico a
través de ideas supuestamente verdaderas para imponerlas, o falsas para
rechazarlas, aunque su veracidad o falsedad fuese impuesta por decreto. Los
gobiernos democráticos (ojo, tampoco hay que echar las campanas al vuelo,
tampoco es oro, ni siquiera plata, ni siquiera bronce ¿latón, quizá? todo lo
que reluce en democracia) los gobiernos democráticos, decía, difunden su
calendario ideológico a través de ideas supuestamente útiles o inútiles para
conseguir el bienestar social, sin plantearse el hecho de que sean verdaderas o
falsas. Y se hace consistir en ello el progreso.
sábado, 5 de noviembre de 2016
RELATO DEL NOMBRE RIDÍCULO
El nombre es algo así como una convención léxica asentada en las
tripas de la diacronía. Y muchos gramáticos, propedeutas y gente entendida
pretenden hacernos creer, más o menos, que desde antiguo el nombre es una
equivalencia de la realidad nombrada. Creo que sí. Verás.
La otra mañana me adentraba yo por
los peligrosos vericuetos, atestados de carritos, de un megasupermercado a la
búsqueda de mis yogures preferidos. Ya se sabe que cualquier consumidor que se
precie circula por entre los estantes y secciones de las grandes superficies
(yo no, me reconozco inútil) con ese aire de naturalidad y autosuficiencia que
proporciona el dominio del ámbito consumista y el convencimiento de las
prerrogativas que otorga el hecho de pagar. Y así, el gentío se apresura a lo
de la compra de forma desorganizada, como si las reservas se agotasen, y ni
miran siquiera dónde ponen la esquina del carrito. Están en lo suyo y para eso
pagan.
Yo caminaba esquivando
como podía las metálicas agresiones de las esquinas de los carritos, que se
empeñaban en golpear como si tal cosa mis rodillas, atolondrado por el éxtasis
consumista del personal y asqueado por el sonsonete definitivamente
insoportable y turronero de la musiquilla navideña (esa originalísima melodía
que desea paz digitalizada y felicidad tontorrona a todo quisque que adquiera
seiscientos cincuenta gramos de jamón cocido y una botella de tinto
medianamente aceptable).
En esto que, mira por donde, una
señora joven de muy buen, pero que de muy buen ver, todo hay que decirlo
(gabardina abierta, falda corta, gorrito monísimo y abundante melena tipo locutora
de ‘Corazón navideño’ y compañía, esas culifinas que imponen la moda y exponen
las sandeces conyugales), arrastraba de la mano a su hijo de corta edad, ser
indefenso y angelical que propinaba patadas a los transeúntes y encima había
que sonreírle. El niño berreaba, pateaba, brincaba y hasta mordía, según pude
apreciar, porque pretendía salirse con la suya y conseguir algo que la madre no
quería concederle. La joven madre le aplicó una mediana colleja en el
colodrillo que lo hizo enmudecer. Lo sorprendente, no obstante, consistió no en
el liviano castigo materno aplicado a la insoportable insistencia infantil,
sino en las palabras que pronunció la madre: «¡Cállate ya, Crístofer-Yónatan!», gritó irritada.
El paquete de yogures se escapó de
mis dedos y tuve que improvisar unos arriesgados movimientos de equilibrista
para recuperarlos. La duplicidad onomástica, añadida a la pronunciación
decididamente indígena de los antropónimos sajones, me taponó los oídos
mientras las sílabas percutían en mi interior y vibraban como pequeñas
esquirlas metálicas. Oh Dios, aquella madre no se había conformado con uno, le
había colocado al niño el estigma de dos horripilantes sambenitos, como si la
criatura tuviera culpa de algo. Porque lo más probable era que el niño se llamase
Crístofer-Yónatan Fernández, o Crístofer-Yónatan Pérez o, lo que es peor,
Crístofer-Yónatan Gil. Tal vez haya sido la abuela, me dije movido a compasión,
porque la joven madre de muy buen ver aparenta un estilo que no se corresponde
con el desacierto onomástico. O tal vez haya sido la tía Etelvina o la prima
Enriqueta, esas culebroneras que se dan en cualquier familia y que se empeñan,
a toda costa, en amadrinar a los niños aplicándoles nombres característicos de
los seriales televisivamente lacrimógenos.
Pase lo de la multiplicidad
antroponímica del nieto del rey, porque fuma en pipa lo de Felipe Juan Froilán
de Todos los Santos. Pase lo de mi primo el odontólogo que se empeñó en llamar
a su hijo, desoyendo científicamente el griterío del estupor familiar, Pedro
Jorge María de la Concepción Eduardo, en medio de una mezcolanza asexuada y
sorprendente. Pase. Al fin y al cabo, tales nombres responden a la contundente
sonoridad fonética del castellano. Pero es que lo de Crístofer-Yónatan se pasa
de la raya, amigo.
Como quiera que fuese, la cosa ya
no tenía remedio. Y, tal como te decía al principio, el nombre era en este
caso, me parecía, una equivalencia totalmente semejante a la realidad nombrada.
Porque ¿cómo iba a comportarse correctamente un niño al que llamaban
Crístofer-Yónatan? Lo natural, con un nombre así, era que brincase, berrease y
diera patadas. Y hasta que mordiera.
miércoles, 26 de octubre de 2016
LA INVESTIDURA DE RAJOY
No puede ser que se esté utilizando la teoría de Gramsci sobre la corrupción
conceptual del lenguaje, «conseguir que el pueblo y sus dirigentes asuman que
los vocablos fundamentales sobre los que se asienta la libertad signifiquen lo
contrario a su verdadero significado». No puede ser, redundando en la idea, que
se nos haya concedido la palabra para ocultar el pensamiento. Sería la peor de
las maldades humanas. No puede ser que todo el espectro político se nutra de
mentira, engaño e insultos. Rechazo el pronunciamiento electoral basado en la caza del voto. Me niego a aceptar que los españoles
estemos gobernados por inútiles, ladrones, descerebrados, mentecatos, megalómanos
o paranoicos. No acepto que a los españoles sólo nos importe el bolsillo y
seamos tan gilipollas como para que nos dé igual el desbarajuste político, el
descojonamiento de los partidos, la obediencia partidaria de la justicia, la
sinrazón burrera de los debates y el bolo descomunal de los escándalos
económicos. ¿Hasta donde vamos a llegar cuando los convocantes de la concentración que llama a rodear el Congreso en señal de protesta contra la investidura de Rajoy, la califican de "ilegítima"? Tal vez la investidura de Rajoy no sea oportuna, probablemente no sea ni siquiera saludable o conveniente para la democracia, pero desde luego lo que no puede proclamarse es que sea "ilegítima" porque se va a hacer conforme a las leyes.
miércoles, 19 de octubre de 2016
POLITIQUERÍAS
Los políticos se han cargado la noble ciencia de la
política, y el modo de gobernar la ciudad y la república ha venido a ser una
merienda de negros, y perdonen la expresión, ya saben, que ahora se demoniza al
más pintado con esto del racismo y la atribución de xenofobia a cualquier (in)consciente. (Tengan en cuenta, así y todo,
que lo de “merienda de negros” es expresión recogida en el DRAE con el
significado de ‘confusión y desorden en que nadie se entiende’, el mismo con el
que pretendo utilizarla en estas líneas). ¿Son malos los políticos, los que
gobiernan, o son malos los gobernados? Esa es la cuestión. Para Maquiavelo (Il principe, 15-18) existen unas “reglas
fundamentales de la política” y unos principios que conducen a ello. Tal vez
los políticos actuales se fundamenten en esos principios, aunque lo nieguen, y
acepten como punto de partida el primero de los principios maquiavélicos, ese
que establece que todos los hombres son malos (y las mujeres también; entienda
el lector conspicuo que en el siglo XVI, en la cancillería de Estado de
Florencia, donde Maquiavelo era secretario, la paridad igualatoria sexual era
desconocida a pesar de que el presentimiento renacentista iniciase un pespunte
de renovación en la concepción de la persona y su vivir social, y faltaban unos
cuatrocientos años para que se lograse la igualdad entre los sexos), así que,
concediendo que todos los hombres son malos, el político tiene que mostrar una posición equivalente, es decir,
manifestar que también él es malo o, al menos, “aprender a no ser
bueno”, y aparentar mansedumbre, fidelidad, sinceridad y más que nada piedad,
pero sólo aparentarlo. Es la fórmula de Maquiavelo: contra una determinada
fuerza debe oponer el político otra igual e incluso poner en juego otra mayor
si quiere vencerla. Es esta filosofía estatal fundada en el carácter
físico-mecanicista de las relaciones la que empuja a los políticos a atacarse
sin piedad, a denostarse, a insultarse. Todos los ciudadanos comprueban este
hecho, sobre todo estos días en que tan revuelta anda la cosa parlamentaria con
lo de la fractura del PSOE, el proceso de Investidura, abstención sí abstención no, la amenaza de las terceras elecciones, las declaraciones de Correa en el caso Gürtel y los posibles encarcelamientos de Griñán y Chaves en Andalucía.
martes, 4 de octubre de 2016
(IN)CULTURA LECTORA
No tiene nada de extraño que hoy día ('a día de hoy', dicen algunos plumíferos influidos tal vez por la
cacofonía francesa) muchos se crean Pico della Mirandola, peritos en
Humanidades o poco menos, por el hecho de hojear de vez en cuando la
prensa. Y digo hojear. Porque una cosa es hojear y otra es leer. Mientras que,
como es obvio, hojea quien pasa las hojas, no lee, sin embargo, quien se limita
a pasar los ojos. Para leer, hay que entender lo que se lee, e interpretarlo. Y
para interpretar lo leído se necesitan referencias conceptuales. Es lo que la
gente llama cultura. Una persona que mediante sus estudios o lecturas adquiere
conocimientos diversos y múltiples, alcanza probablemente un conjunto
importante de referentes conceptuales que quizá le ayuden a interpretar la
realidad con más probabilidades de aproximación objetiva, o de acierto, que
aquélla que carece de tales referentes. Del mismo modo, quien posee un número
elevado de referentes científicos, humanísticos, artísticos, literarios,
económicos o deportivos, por citar algunos, interpreta lo que lee con
mayor sensatez que quien posee un número reducido de dichos referentes. En
resumen, una persona culta (cultivada,
enriquecida por sus referentes conceptuales) interpreta mejor
lo que lee que otra inculta (empobrecida
conceptualmente por su carencia de referentes). Es lo de la competencia o incompetencia lingüística.
De ahí lo del título: (in)cultura lectora. El personal se considera culto
por el hecho de leer, incluso por el hecho de pasar las hojas. ¿Cuántos poseen la conveniente capacidad conceptual como
para interpretar, con suficiente y abundante flexibilidad mental, lo que leen?
Fin.
viernes, 30 de septiembre de 2016
DIME CÓMO SE EDUCA HOY
Soy consciente de que piso un terreno resbaladizo, pero si uno
de los signos del progreso consiste en la educación cívica dime cómo y en qué
se educa hoy. La palabra educación aletea sobre las cabezas con ese
estado de levitación permanente que sólo poseen las abstracciones inútiles.
Libros, revistas, boletines, folletos informativos y currículos constituyen
campo propicio para su siembra y expansión. Ambiciosa e inmisericorde la
palabra educación y su vanidosa e insaciable familia léxica nos ahoga
como esa serpiente vengadora que estrangula el retorcido cuerpo de Laocoonte.
Quizá también nosotros hayamos profanado las palabras. Instituto de Educación,
Educación Secundaria, sistemas Educativos, itinerarios Educacionales, Educación
para la salud, psicología Educativa, Educación para la paz, sectores
Educativos, Educación sexual, sociología Educativa, marco Educacional,
Educación vial, patrimonio Educativo, Educación para la vida adulta,
sensibilización e implicación Educativa... Palabras y palabras y palabras. Las
frases quedan reducidas a la ceniza de las grandes palabras, a una utopía que
no tendría por qué serlo si la constante agresión a las paredes, al mobiliario,
a las personas, a la cultura y a las ideas pudiera erradicarse. Pero la
agresión no se erradica. Por el contrario, permanece viva, se desarrolla e
intensifica con esa presencia constante con que los gusanos germinan dentro de
un cadáver...
miércoles, 28 de septiembre de 2016
¿JUSTICIA O JUECES?
Algunos filósofos aseguran que Bolzano es uno de los pensadores más
originales e independientes del siglo XIX. Se asentó en la filosofía de la
objetividad y no tragó ruedas de molino echadas a rodar por Kant, Fichte, Schelling
o Hegel. Dedicado a pensar, pensó: ¿No los entendía por propia incapacidad o
porque ellos, los filósofos, no filosofaban objetivamente?
Me aplico el cuento: ¿No entiendo a los jueces por sus decisiones o por
mi incapacidad para entenderlos? ¿Justicia o Jueces? Tomo unas líneas de
Leibniz: «La Justicia
no depende, en manera alguna, de las caprichosas leyes del gobernante». O sea,
que en el siglo XVII ya se cocían habas como melones, porque Leibniz no se
achanta, y prosigue, «una sociedad en la que el llamado Derecho no es otra cosa
que desfogue del poder, es una sociedad de bandidos». Muy fuerte.
El gentío está hasta los mismísimos a causa de los fallos de la Justicia ¿o de los
Jueces? El diccionario de la RAE coloca 12 acepciones para expresar qué es la Justicia. Aquí me refiero a la
número 6: Poder Judicial. La
Justicia es una abstracción lógica que, como otras entidades
abstractas, carece de límites reales. Porque nadie, que yo sepa, ha visto a la
justicia (poder judicial) sentada al sol. La Justicia es un escape
para no hablar de los jueces. ¿Por qué lo llaman Justicia cuando quieren decir
Jueces? (Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo, recuerden).
La prensa actual abunda en estas ideas. El 82 % cree que se debería
imponer la cadena perpetua con revisión para delitos graves. Tenemos un código
penal desfasado y hay que actualizarlo. El
código penal es muchas veces papel mojado porque no garantiza el cumplimiento
real de las penas. Ni con la doctrina Parot. Un sistema que permite rebajar la pena
prácticamente a la mitad por trabajos o estudios realizados en la cárcel puede
parecer progresista pero no parece justo.
La cosa está que arde y el gentío quemado. En el Estado de Derecho hay
demasiados resquicios para la impunidad. (Excepto si te cazan sin carnet de
conducir).
sábado, 24 de septiembre de 2016
EL CALCETÍN DE TAPIÈS
Ningún riesgo (voy a correrlo, qué remedio) como el de afirmar,
rotundamente, casi descaradamente, la ligera, frívola, irreflexiva, maquinal y
precipitada e inculta tomadura de pelo
que, subrepticiamente, me recorre el espinazo como un escalofrío malsano,
cuando visito alguna exposición de las llamadas artísticas en las que lienzos
pintarrajeados con la ingeniosa carencia del talento, pedruscos arcillosos
amasados con la burda pretensión del ingenio y hierros retorcidos con el
descaro crematístico de los chatarreros,
pretenden traducir (introducirme en) las sinuosidades desdobladas del
inconsciente. Las bellas artes. ¡Y una mierda!
Verás.
Cuando entré en la sala de la Exposición (apabullantemente montada con esa
decoración de nuevo rico cultural, sin miedo al dispendio, con que determinadas
instituciones lanzan la casa por la ventana, conscientes de que tiran con
pólvora ajena), pensé que me había equivocado de Sala. Ollas y cazuelas que ni
el más depresivo de los lañadores callejeros se hubiera atrevido a restañar,
aparecían situadas en lugares preferentes, airosamente expuestas en sus peanas
(esas efigies diseñadas para nutrir tal vez la sorpresa de la patanería), ollas
y cazuelas, ya te digo, que ofrecían la indigencia de sus orificios oxidados a
los atónitos ojos de los visitantes, ávidos de inquietud supuestamente
cultural.
Me
acerqué a una cazuela (Objeto II,
rezaba la leyenda) dispuesto a extraer sus calidades estéticas y no había forma:
era exactamente igual a la que puedes encontrar en cualquier basurero. Yo daba
vueltas alrededor de la peana, me acercaba, me retiraba, inclinaba la cabeza a
derecha e izquierda, achicaba los ojos al modo como hacen los entendidos cuando
se obstinan en extraer como sea la aureola estética de las obras de arte. Pero
ni por esas.
Y,
aunque consciente de que el valor estético de una obra no depende
exclusivamente del tema, no, sino de su tratamiento artístico, mi falta de
talento me incapacitaba para admitir ambos compuestos. A saber:
a)
El Objeto II carecía de tema porque ya no era una cazuela: la carencia
de hondón, las abolladuras oxidadas y las arrugas metálicas habían reducido su
esencia a la subespecie de los desperdicios,
b)
El Objeto II no había sido sometido a tratamiento manipulador que lo elevase a
la categoría de obra de arte porque, a lo que parecía, conservaba la indigencia
y suciedad del basurero.
En
esto que oigo una voz junto a mi hombro.
—Genial,
simplemente genial —afirmó confidencialmente—, el Objeto II es un resumen casi
perfecto de la belleza ideal.
—En
el Critias, Platón ya hablaba de la belleza ideal— repuse mosqueado.
—Sólo
pretendía ayudarle —se disculpó.
—Ah
bueno. Vale —acepté.
Y
entonces se explayó. Como si me conociera de toda la vida, afirmaba que si uno
llegase a profundizar en la contemplación del Objeto II podría obtener una
formidable percepción del silencio, porque el Objeto II era el silencio.
No tuve más remedio que hacer una ligera reverencia a aquella especie de chatarra
ferruginosa aturdida de silencio. Insistió, además, mi desconocido tutor
artístico en que apreciase los óxidos, la fabulosa textura de los óxidos que
proporcionaban al Objeto II una
indiscutible presencia dentro de un ámbito referencialmente acústico. Lo
miré. Y la aparente seguridad de sus explicaciones contrastaba con la lenta
pero incontenible sensación de analfabetismo existencial que me atrapaba. Para
acabar de hundirme en la miseria conceptual, me rogó que apreciara las
soldaduras. Las viejas soldaduras del estaño proporcionaban un mundo
indescriptible de sombras que transportaban al Objeto II al mundo de lo
imposible, al ámbito misterioso de los sueños.
Cabizbajo,
salí de la sala de Exposiciones. En el vestíbulo, varios entendidos, supongo,
intercomunicaban emocionadamente la densidad de sus conocimientos artísticos. Y
así como los pórticos de las iglesias suelen mostrar a la veneración de los
fieles, si se tercia, algún cuadro de la Patrona o alguna imagen del Patrón, también
colgaba de la pared del vestíbulo una reproducción, a gran escala, del calcetín
de Tapiès, con su roto y todo. A su amparo, discutían los entendidos.
lunes, 5 de septiembre de 2016
DOS Y DOS NO SON CUATRO
El primer caso que se me ocurre para comentar el aserto es el de la coma.
No se trata, evidentemente, de andar con disquisiciones lingüísticas, pero la
coma tiene un poder de diferenciación semántica considerable. Fue famosa a este
respecto la ‘coma de Unamuno’, no recuerdo en qué texto, ni falta que hace. Pero
vamos, que Unamuno habló de la coma con la misma contundencia con que hablaba
de la agonía existencial. La coma incide en la diferencia que puede
establecerse entre la totalidad de un conjunto y su particularidad. No es lo
mismo decir: «Los médicos que nunca pasean están expuestos a las mismas
cardiopatías que los ciudadanos a los que recomiendan el paseo», que decir:
«Los médicos, que nunca pasean, están expuestos, etc». La ausencia de comas en
el primer entrecomillado proporciona una especificación particular en el
sentido de que sólo los médicos que no pasean están expuestos a la cardiopatía.
En cambio las comas del segundo entrecomillado explican claramente que ningún
médico pasea (totalidad), por lo que todos están expuestos a la fulminación
cardiopática. Los jubilatas que se entretienen
en la plaza de la
Solidaridad admirando la estatua del Minotauro me dicen eso,
«Los médicos nos recomiendan pasear, pero nosotros no vemos paseando a
ninguno». «Lo harán en otro momento», les digo yo, «si lo hicieran ahora no
podrían estar en el ambulatorio para atenderos». «Y un huevo», responden, «son
como los curas, que dicen y no hacen».
El segundo caso en el que se muestra, a mi parecer, que dos y dos no son
cuatro es el, llamémoslo así, ‘caso Salvador Allende’. Uno es un ignorante
perdido en el proceloso mar de la desinformación. Quién lo iba a decir. Con
tanto leer los poemas y antipoemas de Nicanor Parra, los poetas infrarrealistas
mexicanos de Roberto Bolaño, los poetas chilenos de los noventa, y al Pablo
Neruda juvenil, encendido y rítmico, y al Huidobro de siempre jamás, más la
experiencia lírica de Gabriela Mistral, y a Elías Letelier, y a Verónica
Zondek, y a Teresa Calderón, y yo qué sé a cuantos, pues va uno y no sabe nada
de Salvador Allende, excepto las cuatro cosas que sabe todo el mundo: elegido
presidente en 1970 y derrocado y muerto por el golpe de Estado de Pinochet en
1973. Pero lo que uno ignoraba (sea cierto o no el supuesto) es que Salvador
Allende fue cocinero antes que fraile, es decir, fue un derechudo riguroso
antes que socialista mártir. Como Quevedo y su anomalía: cabizmundo y
meditabajo. Así me he quedado. Según asegura el profesor Víctor Farías
(«Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados»), Allende
fue, cuando ejercía como joven médico allá por 1933, fascista, antisemita y
homófobo. Si es cierto, hay que admitirlo. Si es mentira, hay que rebatirlo. Pero,
por lo visto, estas cosas de la desmitificación de mitos no pueden decirse en
alta voz para evitar ser tachado de retrógrado y facha, lo que me inclina a
pensar que a veces dos y dos no son cuatro.
martes, 21 de junio de 2016
EL 26-J VEREMOS EL DAÑO QUE NO CESA
Es evidente que los acontecimientos en los que actualmente se mueve la
sociedad política están causando (y pueden causar) un daño enorme a la
democracia. Existe una penalización conceptual de la ciudadanía a la democracia.
Pena de daño. O lo que es lo mismo, separación y distancia, disociación,
privación. Cuando existía el infierno (lo digo porque dicen que ya no existe
puesto que no es ‘un lugar’, lo cual que no deja de ser una broma pesadísima, tantos
siglos asustando al personal para nada), se disponía en él de dos clases de
penas: pena de daño y pena de sentido. La de sentido consistía en achicharrarte
como pollo asado sin que el achicharramiento acabase jamás. La de daño
consistía en permanecer para siempre (eternidad) separado de Dios, privado de
su visión beatífica. El castigo infernal consistía, fundamentalmente en la pena
de daño, por ello los teólogos medievales, confeccionadores minuciosos de tal
doctrina, llamaron ‘damnati’ a los que iban a parar de cabeza al infierno. No
dejaba de ser una idea, aceptada como realidad. Era una interpretación del ser,
curiosamente adelantada en años a la teoría de la ciencia, de Fichte, cuando
establece la idealidad como realidad.
Tomando por los pelos el asunto del daño, ¿qué otra cosa hacen los
políticos sino condenarnos a la pena de daño? La sociedad va separándose de
ellos, y día vendrá en que muchos, quizá la mayoría de los ciudadanos, prefiera
el alejamiento y la privación de su presencia. La corrupción política y, sobre
todo, urbanística, trae de uñas al personal. Si unos atribuyen a dos ex
alcaldes madrileños del PSOE el ingreso de unos milloncejos en Andorra, otros
cazan a un concejal del PP que dice, el tío: «De los 30.000 millones yo quiero
mi 11 %, tú me das la pasta y yo me piro». En plan mafioso, tú. Y en este plan
por todas partes. ¿Cómo los representantes de la democracia pueden ser
antidemócratas, según se desprende de los hechos? El guirigay belicoso que
azota a los partidos políticos es un ejemplo de daño. Resulta que la
democracia, en estos casos, se convierte en un extraño sistema que no genera
demócratas. Y pretenden que el 26-J acudamos a las urnas.
viernes, 17 de junio de 2016
SE APROXIMAN LAS ELECCIONES DEL 26-J
De qué otra cosa va a hablar uno si no es de la política, háganse cargo,
no digo hablar de política sino hablar de la política, clavada la utilización
del determinante ‘la’, con todos los rigores de la determinación, un ‘la’ que
actualiza la idea abstracta que se suele tener de la política, hablar de
política es una generalización que puede referirse a todos los procesos
políticos que se encuentren, se hayan encontrado o se puedan encontrar, hablar,
sin embargo, de ‘la’ política, concreta el proceso a que nos referimos y lo
actualiza a este momento, a esta situación, a esta España nuestra de ahora
mismo (Rajoy, Sánchez, Rivera, Iglesias). Así que de qué otra cosa va a hablar uno si no es de 'la' política, estos
días tan politizados, tan polinizados de política, tan provocadores de alergias
y estornudos y moquilleo políticos, tan propios de individuos que,
sensibilizados ante la sustancia política, reaccionan después ante ella de una
manera exagerada. Y ocurre que los anticuerpos frecuentemente permanecen en la
circulación social, con lo que aparece una especie de urticaria provocada por
los medicamentos políticos (quiero decir medicamentos recetados por los
políticos, no me refiero, evidentemente, a que los medicamentos sean políticos
de por sí). No para ahí la cosa, porque si los anticuerpos se fijan en
determinados tejidos, hay tantos, tejido familiar, tejido educativo, tejido
económico, tejido religioso, tejido homoerótico, tejido industrial, tejido de pensiones, tejido
agrícola, tejido de autonomías e independencias, tejido de mujer trabajadora,
tejido de violencia de género, tejido de terrorismo, tejido militar, tejido de
culebroneras, culifinas y culimajos, tejido de televisión analfabeta y
culigorda, tejido deportivo con su dopaje y sus engañifas, tejido de salsas
rosas y grasientas, decía que si los anticuerpos se fijan en determinados
tejidos la liamos gorda, porque aparece entonces una alergia tisular que se
manifiesta en erupciones y en eccemas que dejan la piel social y ciudadana
convertida en un desastre enrojecido en el que la comezón no deja de levantar
manos y pancartas y el picor insoportable no deja de abrir bocas y de lanzar
invectivas, insultos y descalificaciones. Y eso si, en determinados estamentos,
no entra además asma bronquial y problemas digestivos y hasta oculares y
nerviosos, que también son reacciones peculiares desencadenadas por alérgenos
(políticos). La política. La cosa política. En qué ha quedado la política. Si
dijera que odio la política, tal vez más de uno se llevaría las manos a la
cabeza y me señalaría ferozmente con el dedo, como a individuo peligroso y
oscuro. Sin embargo, creo que sí. Odio la política. Es decir, odio el conjunto
de hechos, el entramado a través del cual quieren hacernos creer que ‘eso’ es
la política. Y aunque ya lo he escrito en otras ocasiones, voy a repetirlo: Antifón proclama que es lícito traspasar la ley: se puede hacer tranquilamente
con tal que nadie lo advierta.
miércoles, 1 de junio de 2016
LA IRRITACIÓN DEL CIUDADANO
Pasea uno la acera,
entra en el bar, se sienta en el parque, consume en Mercadona, en fin, realiza
esas tareas diarias de ciudadano probo que son casi de obligado cumplimiento.
Y
en todas partes igual. Más de lo mismo. El personal anda irritado. Cabreado.
Harto.
Una grave sensación de inestabilidad social aletea sobre las cabezas.
Alguien (o algunos, léase Rajoy, Sánchez, Iglesias, Rivera) de no se sabe donde, le toma el pelo desconsideradamente.
Alguien
olvida que el gentío es la fuente de los votos. Una fuente, ay, de la que se
bebe el día de las elecciones pero que se tapona inmediatamente después.
Así
que ya te digo, el personal anda harto de que quieran darle gato por libre, lo
que equivale, en el fondo a una burla. Tal vez provocada por las
circunstancias. Pero burla, aunque sea involuntaria. Por algo algunas encuestas
confirman la sensación desconfiada de la
ciudadanía para quien los políticos se han constituido en verdadero problema por detrás
del paro y de la crisis.
martes, 24 de mayo de 2016
RELATO DE LA ACTUALIDAD DE LOS ACTUALES
Me encontré con Severino McIntire Miranda en el Candilejas. Todavía
conservaba la rubicundez de su ascendencia irlandesa y las orejas desabrochadas.
Hacía siglos que no lo veía y nos saludamos con esa manera de estar como a medio
camino entre la efusión y la reticencia. Lo encontré más gordo pero no más
calvo; al contrario, lucía un corte de pelo informal y engominado que simulaba
el descuido de no estar peinado. Por el traje, los zapatos y el reloj, deduje que
no le iban mal las cosas. Trabaja en Barcelona para una empresa de informática
y monta blogs de todas clases para comunicar
ideas, opiniones y conocimientos. Por otra parte, muchos días sale a la calle
con su máquina reflex electrónica con medición matricial 3D, sensor de autofoco
de cinco zonas en cruz, tres modos de zona AF y funcionamiento de autofoco on Lock-On.
Yo bizqueaba un poco ante tal abundancia de datos técnicos, para mí
incomprensibles, y me preguntó si me pasaba algo en el ojo izquierdo. Le dije
que no, que qué va, que a veces me entra en él una especie de picor repentino,
sin duda nervioso, cuando mi capacidad de intelección no se encuentra preparada
para afrontar datos profusamente técnicos. El seguía en sus trece de yoísmo y
me aseguraba que era imprescindible una máquina de alta resolución electrónica
para poder salir a la calle a poner en práctica el coolhunting, lo cual que le proporcionaba unas sustanciosas
entradas en euros. Yo asentía sin saber en absoluto de qué me hablaba. Pero no fue
necesario preguntarle. Con la velocidad verbal de quien se siente marcado por
la diferencia, me dijo que salía a la calle y fotografiaba cuanto veía de
interesante, inhabitual, desinhibido y cool.
Después elaboraba un informe y lo vendía a las casas de moda para que éstas, a
su vez, marcaran las nuevas tendencias en la próxima primavera o en el salón de
otoño. Yo no salía de mi asombro y, a pesar del atontamiento que me producía su
cháchara técnica, recordé que en los tiempos universitarios, y aun después, a
Severino McIntire Miranda le había dado por escribir y leer. Leía tanto, que a
veces padecía endurecimientos musculares en el brazo, que se le encogía, y
teníamos que masajearlo para que recuperase su posición natural. En cuanto a
escribir, tenía alguna novela y algún poemario inéditos que me hacía leer en
las horas perdidas de los atardeceres. «Y de escribir, qué ¿lo dejaste?», le
pregunté. Me miró con cara de lástima, o eso me pareció. «Leer y escribir son
las ocupaciones menos rentables que pueden presentarse en tu vida», me
respondió, «menos mal que supe darme cuenta a tiempo. ¿Sabes por qué se lee tan
poco en España? Porque la gente quiere pasta, pasta fresca, cool, para el piso, el coche, las
vacaciones y los güisquis de los viernes noche. Y la lectura no da nada.». No
sé por qué en ese momento me pareció que aquel tipo había degenerado en un
pobre imbécil. Era un imbécil corrupto de eurofilia. O sea, que ponía frente a
frente el placer de la lectura y la rentabilidad económica. Pensaba el fulano que
sólo tiene valor lo que puede hacerte rico y que lo demás son idioteces de
cultura presumida. Hombre, pues tanta idiotez no será la lectura, dije, esta
semana se ha celebrado en Cáceres el I Congreso Nacional sobre la Lectura para debatir,
precisamente, su importancia e influencia en la sociedad. La persona que lee es
más libre, adquiere cientos de referentes conceptuales que lo defienden contra la
agresión diaria de la publicidad y los medios informáticos. La persona lectora
disfruta de tal manera que aumenta su autoestima porque ‘sabe’ que posee
elementos válidos para interpretar la realidad. No me hizo caso. Nos despedimos
y se fue. Pagué yo las consumiciones. Los de por aquí somos así de cumplidos.
jueves, 12 de mayo de 2016
LA VIOLENCIA HABITA ENTRE NOSOTROS
La violencia se ha asentado entre nosotros. Más del cincuenta
por ciento de la información que diariamente recibimos a través de los diversos
medios de comunicación se refiere a la violencia. El argumento más utilizado en
la mayoría de las películas que se proyectan en las salas de cine o en las
pantallas televisivas es un argumento en el que se exalta la violencia. Las
reuniones internacionales a las que se convoca habitualmente a los políticos
consisten en ‘consensuar’ actuaciones que hagan frente a la violencia
internacional, al terrorismo o a la guerra. El ser humano anda crispado,
cabreado, frustrado. La publicidad hedonista le oferta la gloria de la
posibilidad posesiva para relegarlo luego al infierno de la realidad carencial.
Puede que un hombre maltrate a su mujer
por causas de índole psicológica e incluso por maldad. Pero también puede
ocurrir que el maltrato provenga de la comparación que el hombre establece
entre la posibilidad de la tía buenorra que ve en la pantalla y la
interiorización carencial que atribuye a la realidad diaria de su pareja. Puede
que un adolescente destroce árboles recién plantados, destruya cabinas
telefónicas o se cague en los portales de los barrios residenciales debido a un
resentimiento psicológico que lo impulsa a la violencia, pero puede que asalte
a un transeúnte o ataque a una chica porque considere la imagen violenta que ve
a diario en la pantalla televisiva como algo natural, y esta naturalidad lo
impulse a ello. La violencia, pues, se ha asentado entre nosotros y está ahí, a
la vuelta de la esquina, aposentada en el atardecer y en la impunidad de la
noche, con idéntica normalidad urbana a la que muestran los escaparates de las
tiendas o las farolas del alumbrado público aposentados en las aceras. Parece
que se han invertido los términos sociales: mandan los violentos e imponen su
ley. La globalización no es sólo una tendencia de los mercados y de las
empresas a extenderse, la globalización es también una propensión de la
violencia a invadir los confines del mundo. Porque no me refiero exclusivamente
a la violencia callejera. Me refiero también a esa violencia institucionalizada
en la que, con el pretexto de ‘salvaguardar’ las esencias de naciones
poderosas, se provoca y se impulsa la guerra para honra y prez de los Iunaitestéis
y para exultación y enriquecimiento de los grandes grupos financieros. Sólo son
fuertes los violentos.
Me resisto a creer que la violencia esté en el mundo como lo
están los árboles o los pájaros. Tampoco se trata de aludir a la cuestión
clásica, Si Deus est, unde malum?, porque ya Leibniz, con su
racionalismo optimista, se encargó de diferenciar el mal metafísico del mal
físico y del mal moral, lo cual no dejó de ser sino un esforzado fracaso
intelectual. (Blondel descubriría después este fracaso universal, con lo que se
comprueba juntamente nuestro propio fracaso). Me resisto a creer, decía, que la
violencia esté en el mundo de forma natural. Parece como si ‘alguien’, algún
cráneo privilegiado o así, hubiera redescubierto la obsesiva teoría de
Nietzsche fundamentada en la voluntad de dominio, y la hubiera lanzado a los
cuatro vientos para que el mundo entero consiga la violencia. En el segundo
aforismo de El Anticristo se dice que lo bueno es todo lo que eleva el
sentimiento de poder, la voluntad de dominio, y que lo malo es todo lo que
viene de la debilidad; se rechaza la
virtud como un escrúpulo ético y se afirma que los débiles y los fracasados
deben perecer: ese es el primer principio del amor a los hombres. «No
conformidad y resignación, sino más poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino
destreza».
En fin, la violencia ha habitado entre nosotros, y habita,
como una divinidad demoníaca y obscena. Raro es el pueblo, el barrio, la
ciudad, la región, la nación que no le dedica una ofrenda humana para saciar
sus ansias dominadoras. Como aquellas culturas precolombinas cuyos dioses
exigían la ofrenda de una virgen para exaltar la llegada de la primavera, así
también la violencia exige la ofrenda del dolor y del luto para saciar el
apetito de la opresión internacional y el señorío callejero. La violencia, esa
turbia diosa multimilenaria e incorrupta.
jueves, 5 de mayo de 2016
LA VARA DE MEDIR
Es tan humano. Cualquier defecto (tenemos más defectos que cualidades) es
tan humano. Quizá por eso somos tan imperfectos. Perfectamente imperfectos de
tan imperfectos, donde el adverbio ‘tan’ se utiliza con valor ponderativo, una
ponderación negativa, evidentemente. Así somos: tan imperfectos. Materialismo
puro. «El hombre es lo que come», aseguró Ludwig Feuerbach probablemente
aburrido de la psicología de Hegel que sólo de nombre admitía la identidad de
cuerpo y alma, en una especie de teología solapada idealista. Si el hombre es
lo que come, ya podemos deducir en qué quedamos, porque lo que se come se
defeca. Así que dentro de una pirueta lógica, más bien ilógica, concluiríamos
que el hombre es una mierda. Forma contundente de materialismo. Así que no sé
por qué se alteran tanto ante el hecho de que el Estado pretenda la laicización
de la sociedad. La cosa viene de antiguo, al menos de la antigüedad que nos
proporciona el siglo XIX. Me permito recordarlo para tranquilidad (si puede
ser) de los idealistas. Cuando Feuerbach le presentó a Hegel su tesis doctoral,
le declaró que pretendía desmontar el dualismo de religión sobrenatural y mundo
sensible. Surgió el humanismo ateo. Un cambio fundamental de la actitud de la
filosofía ante la política y la religión. «Lo humano es lo divino», dijo. La
nueva religión sería naturalmente la política. «Hemos de ser religiosos, la
política será nuestra religión [cito siguiendo a Johannes Hirschberger], pero
ello será sólo a condición de tener en nuestra intuición alguna realidad
suprema que nos convierta la política en religión». Este ser sumo es el hombre:
homo homini deus. No es Dios ni la
religión el fundamento del Estado, sino el hombre con su insuficiencia. «No es
la fe en Dios la que ha fundado los Estados, sino la desesperanza de Dios». Y
aunque Marx escribiese después 11 tesis contra Feuerbach, tomó de él las ideas
que demolían la representación religiosa del mundo. Después vendría todo lo
demás. (Probablemente es inaceptable el rollo patatero que acabo de colocar.
Pero necesitaba echarlo fuera para que la aceptación de la vara de medir fuese
más equitativa). Evidentemente, los sectores religiosos tomaron como injuria
las obras de Feurbach y las incluyeron en el Índice. Lo que para unos era
humanismo materialista para otros era blasfemo. El conflicto se desencadenó
cuando las ideas de Marx (con un trasfondo mayor de ilustración francesa que de
filosofía alemana, aunque él mismo quisiera revestirlas con ropaje hegeliano)
se desparramaron por el mundo obrero, a raíz sobre todo del Manifiesto comunista publicado por Marx
y su colaborador Friedrich Engels en 1848. Luego llegaría el entendimiento
entre los dirigentes obreros de Francia e Inglaterra y se fundó en Londres, en
1864, la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la Primera
Internacional. Lo que vino después, todos los sabemos. Cada uno llevaba el agua
a su molino según el interés material o conceptual o espiritual que lo
determinase. El capital por un lado, el proletariado por otro. El Estado por un
lado, la Iglesia por otro. Es decir, cada cual utilizaba distintas varas de
medir. Las conflagraciones a que dieron lugar estas diferentes mediciones de la
realidad (con la vara de la justicia social, con la vara de la religión, con la
vara de la intelectualidad o la filosofía, con cualquier vara) llenaron Europa de consternación y de muertos, pero no
solucionó el problema. Hoy día también utilizamos en España distintas varas de
medir: el nacionalismo, la inmigración, el consumismo, la violencia, la corrupción política, los partidos emergentes. Ojalá la
medición no desemboque en hostilidad. A mí me da miedo.
miércoles, 27 de abril de 2016
OBSCENIDAD DEL RAZONAMIENTO
Yo debo de ser un inconformista cósmico porque, según dicen, todo me
parece mal. Dicho de otro modo, quizá no pueda haber un listo y noventa y nueve
tontos dentro de la centena de cráneos que pueblan cada metro cuadrado de fauna
urbana. Yo pienso que sí, aún a riesgo de parecer un extraterrícola
autosuficiente, emancipado de las aceras. Porque vamos a ver: si la aptitud
para el razonamiento estuviera tan extendida como lo está la capacidad para el
asentimiento, apenas habría tontos. Pero la cosa no es así. Resulta fácilmente
comprobable la verificación de que el personal, a estas alturas del progresismo
milenarista, no razona sino que asiente. Basta que la publicidad le coloque el
producto a tiro de supermercado, por ejemplo, para que la grey se apresure a
adquirirlo sin atenerse a razones cualitativas, movida por un impulso
aquiescente que la precipita al enganche del carrito sin atenerse a reflexiones
previas. Y no sólo yo debo de ser un inconformista cósmico, como te decía,
también deben de serlo los columnistas, colaboradores, críticos y otros
plumíferos, en general, que ponen a parir la perversidad estética de los
programas televisivos, amén de su degradación ética, su vulgaridad poética, su
publicidad cosmética y su presentación patética (disculpa el sinsentido
semántico y las esdrújulas). Sin embargo, el gentío no les hace caso y se
afianza en el asentimiento ciego. Y acepta la bondad intríseca de tales
abominables programas como si en ello le fuera la vida. Y si se te ocurre
dártelas de listo en la cena del viernes con los amigos, pobre de ti. Te acosan
a manotazos verbales, como a la avispa que incomoda la olorosa suavidad de las
chuletillas de cordero. Y argumentan: «Pues no serán tan malos los programas. Si
todo el mundo los ve, por algo será». Definitivo. El razonamiento es tan
apodícticamente definitivo que permaneces mudo, mudo y contrito, pensando en
ese pozo de prioridades escondidas en la contundencia del algo, pensando
en la terrible cueva de Alibabá cuyos tesoros televisivos encierra esa puerta
enigmática del neutro indefinido: por algo será. Así que, amigo, no
tienes más remedio que aplicarte a las chuletas y al Tentudía, y dejar para
otra ocasión lo de abrir el pico en favor del raciocinio.
viernes, 22 de abril de 2016
CONFUSIONES
(Publiqué este artículo en el HOY hace doce años. Puede ser una metáfora de los aconteceres de hoy día).
CONFUSIONES
JUAN GARODRI
—Qué lucidez —dicen unos.
—Qué ingenuidad —dicen otros.
Entras en el bar, fuente no tan viciada de opiniones, y el personal dice
eso, qué lucidez, qué ingenuidad.
Leire Pajín, carita rechoncha de muñeca pintada y chochona, ella, tan
joven y tan peripuesta, tan secretaria de Estado de Cooperación (bien podían
explicarnos en qué consiste la cosa), ella, Leire Pajín, aparece en la pantalla
televisiva hablando de la transición pacífica en Cuba y va y dice que «los
españoles tienen una relación con el pueblo cubano histórica».
—Tiene más razón que un santo —afirma un conforme. Siempre ha mantenido
España una relación fluida con Cuba que puede considerarse histórica por
mantenerse a lo largo de varias centurias (obviedad).
—España con Cuba —dice un discordante—. Pero no España con Fidel Castro.
El dictador no “es” Cuba. El dictador se ha apoderado de Cuba.
—Y ahora viene la Leire
—dice un acólito del discordante—, y suelta que el diputado Moragas divide a
los españoles con su intentona de entrevistar a los disidentes cubanos.
Cerveza. Otro Lagares. Tapa de setas y pimiento. Queremos saber a quién
pretende confundir la Leire
con esta arrimadura del ascua a la propia sardina.
—Es que zumba cojones la cosa —dice un discrepante—. De forma que el tal
Pinochet es un dictador, tirano, asesino y tal, y Fidel Castro ni es dictador
ni nada.
—Por qué uno sí y otro no —pregunta un retorcido—. O sea, que la
dictadura de derechas es reprobable y la de izquierdas es tolerable.
—La dictadura simpática —vocea un resabiado—, así la llama Zoé Valdés en
un duro artículo contra el régimen castrista (y contra los intelectuales de
izquierdas). O sea, que los disidentes cubanos disienten porque les sale de la
telilla del escroto, no porque aspiren a derrocar al tirano y conseguir una
Cuba libre y democrática.
Un listo levanta la voz: por qué los izquierdosos, los progretas, los
manifas, toda esa calaña amalgamada de
uncidos al yugo de uno u otro signo, lanzan el solo de ópera y dejan
estupefacto al patio de butacas, por qué.
Cerveza. Otro de Payva. Tapa de riñones al jerez.
—Nuestro Señor Presidente del Gobierno —tercia un enterado— don José Luis
Rodríguez Zapatero, abundando en la confusión, va y confunde (redundancia)
“nación” con “nacionalidad”. «No me preocupa el concepto de nación catalana»,
dijo.
—Hombre —prosigue el enterado—, hacer declaraciones para evaluar sus seis
meses de gobierno y largar que la palabra “nación” es un concepto discutible es
como afirmar la discutibilidad de la esencia. Ese talante expositivo confunde
al pueblo llano y provoca el remolino existencial de la democracia.
—Menos mal que nuestro Presidente regional, Rodríguez Ibarra —dice un
enfervorizado—, los tiene así de gordos (el personal asiente y lo comenta
con fruición) y proclama en todos los
foros con claridad meridiana (tópico) no sólo la validez permanente del
concepto de “nación”, sino también la realidad histórica de “nación española”.
—Así se habla —dice un conformista—, y añade: al menos Ibarra no juega a
confundirnos en esto de la nación y la nacionalidad.
—En caso contrario —interviene un chistoso—, ya hubiera instaurado el
castúo como asignatura obligatoria en los currículos de Primaria y Secundaria
extremeños.
—No te quepa la menor duda —afirma un leído.
—Aunque la confusión gorda —silba un tordo que bebe Viña Mayor—, viene
del rumor (certeza) circulante: Gallardón no se opuso a Esperanza Aguirre para apoderarse
de la Autonomía
madrileña.
—¿No?
—¡No! Gallardón es el candidato de Polanco para tumbar a Rajoy.
—¡Hostia, tú, me has tirado el vino!
Cabizbajos nos largamos, alvidriados en lo confuso.
jueves, 14 de abril de 2016
LA DESAPARICIÓN DE LAS IDEOLOGÍAS
Hay quien asegura que la sociedad actual está totalmente
mediatizada (idiotizada) por el consumismo debido a su irreversible
identificación con la falta de valores. Esta ausencia de valores tiene una
causa: la desaparición de las ideologías. Toda ideología, que en el plano
teórico desarrolla un cuerpo de doctrina coherente, en el plano práctico se
traduce en unos comportamientos que empujan a actuar en un sentido determinado:
son los valores inherentes a esa ideología. Así que, oh lector, si la sociedad
carece de valores es porque las ideologías (soporte de esos valores) se han
derrumbado. ¡Cataplaff! A la muerte de Dios, aseverada por el irracionalismo
intuicionista de Nietzsche, se une ahora la muerte de las ideologías, o al
menos su infarto de miocardio. Pero no te turbes, lector conspicuo, que para
eso están Macridis y Hulling dispuestos a la implantación del bypass
ideológico. Sostienen los tíos que de morir las ideologías, nada. Que las
ideologías perviven y constituyen en sí mismas el ‘sustento’ actitudinal de
todos y cada uno de los seres humanos. ¿Entiendes, tronco? ¿Entiendes por qué
los desencuentros entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias se mantienen en plena efervescencia? La
ideología de cada uno. Y no las ansias de alcanzar el poder, que son muchas, como afirman los descreídos políticos.
viernes, 8 de abril de 2016
LA CULPA
LA CULPA
JUAN GARODRI
Efectivamente, eso se cantaba en aquellos años de pachanga y cubalarios.
Ahora no, que hemos mejorado en progresía y talante. Ahora ya no tiene la culpa
el chachachá, la culpa la tiene el buen tiempo. Ese es el que tiene la culpa de
todo. Hasta de los seres humanos que mueren diariamente en Siria. ¿Quién tiene
la culpa de los muertos de Siria? A diario. Desde que se inició la maldita guerra,
todos los días mueren decenas de personas, de promedio. Eche usted la
cuenta a ver cuántos muertos suma ya ese total horripilante. Nadie tiene la
culpa. De nada. Todo el mundo es inocente (libre de culpa). Existe un
endemoniado empeño humano en la autoexculpación. ¿Por qué la cosa mediática no
descubre las causas de la(s) guerra(s) que asolan ahora mismo el mundo? Porque
la causa conlleva culpa. Y no se quiere señalar con el dedo público al
culpable. Las fábricas de armas, los traficantes de armas, los Gobiernos que
sanean sus déficits públicos con la venta de armamento serían descubiertos y
señalados como culpables. Adiós a la estabilidad económica y al bienestar
ciudadano. El poderío económico se vendría abajo y el valor del euro y del
dólar quedaría capitidisminuído. Horror. ¿Qué sería de nosotros? Nadie podría
comprar coche nuevo, nadie podría consumir medio sueldo en carburante y el otro
medio en portátiles, MPG3, móviles y pantallas flat. Nadie podría salir el fin
de semana ni durante los puentes multiojos a disfrutar del ocio y el buen
tiempo. Si es que se admite el concepto de buen tiempo que conviene al gentío dedicado
al ocio, la excursión y el viaje a la playa. Ya se sabe, cielo azul, ausencia
de nubes, temperatura agradable. A disfrutar del ocio y a
desarrollar el masoquismo, esa complacencia en sentirse maltratado,
aprisionado, confinado en los dilatados embotellamientos de la carretera durante horas.
El ser humano se siente interiormente frustrado y tiende a equilibrar sus
desasosiegos con la huída. En realidad cada uno huye de sí mismo. Debemos de
estar horriblemente deformados, mutilados, rotos en mil pedazos, como para provocarnos
ese pánico que nos impulsa a huir de nosotros mismos. Así que, hala, a la
carretera. Miles de automóviles atrapados en los atascos. Tráfico lento
con paradas intermitentes, nivel amarillo, mientras cerca de medio millón de
automovilistas tardaba seis horas en recorrer 70 kilómetros el pasado viernes. Los periodistas, tan inocentes, van y le preguntan al Gobierno que quién tiene la culpa. Naturalmente, el Gobierno se los sacude de encima (sin dejar de sonreír, eso sí) como a moscas
cojoneras y asegura con aplomo que la culpa de los atascos la tiene el buen
tiempo. Cielo azul, ni gota de lluvia, temperatura soportable. Ha sido un
ejercicio conspicuo de pérdida de memoria meteorológica, aunque no del todo.
Porque cuando las duras nevadas del invierno pasado atascaron en las carreteras
a los automovilistas de la mitad de España, el Gobierno también le echó la
culpa al tiempo. Entonces fue el mal tiempo: nieve, lluvia, viento y
temperatura insoportable. ¿Qué masoquismo (otra vez) estimula la huída
generalizada del personal y lo lanza a
la carretera, y encima sin cadenas y sin gorro de lana? La culpa la tuvo el mal
tiempo. Mientras tanto, en un ejercicio político de infantilismo no superado,
el PSOE se erige en culpator y hace
recaer la acción de la culpa en el Gobierno y en la DGT, a los que señala como culpatus aunque éstos atribuyan al gentío
la cagada de desplazarse por culpa del buen tiempo.
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