El primer caso que se me ocurre para comentar el aserto es el de la coma.
No se trata, evidentemente, de andar con disquisiciones lingüísticas, pero la
coma tiene un poder de diferenciación semántica considerable. Fue famosa a este
respecto la ‘coma de Unamuno’, no recuerdo en qué texto, ni falta que hace. Pero
vamos, que Unamuno habló de la coma con la misma contundencia con que hablaba
de la agonía existencial. La coma incide en la diferencia que puede
establecerse entre la totalidad de un conjunto y su particularidad. No es lo
mismo decir: «Los médicos que nunca pasean están expuestos a las mismas
cardiopatías que los ciudadanos a los que recomiendan el paseo», que decir:
«Los médicos, que nunca pasean, están expuestos, etc». La ausencia de comas en
el primer entrecomillado proporciona una especificación particular en el
sentido de que sólo los médicos que no pasean están expuestos a la cardiopatía.
En cambio las comas del segundo entrecomillado explican claramente que ningún
médico pasea (totalidad), por lo que todos están expuestos a la fulminación
cardiopática. Los jubilatas que se entretienen
en la plaza de la
Solidaridad admirando la estatua del Minotauro me dicen eso,
«Los médicos nos recomiendan pasear, pero nosotros no vemos paseando a
ninguno». «Lo harán en otro momento», les digo yo, «si lo hicieran ahora no
podrían estar en el ambulatorio para atenderos». «Y un huevo», responden, «son
como los curas, que dicen y no hacen».
El segundo caso en el que se muestra, a mi parecer, que dos y dos no son
cuatro es el, llamémoslo así, ‘caso Salvador Allende’. Uno es un ignorante
perdido en el proceloso mar de la desinformación. Quién lo iba a decir. Con
tanto leer los poemas y antipoemas de Nicanor Parra, los poetas infrarrealistas
mexicanos de Roberto Bolaño, los poetas chilenos de los noventa, y al Pablo
Neruda juvenil, encendido y rítmico, y al Huidobro de siempre jamás, más la
experiencia lírica de Gabriela Mistral, y a Elías Letelier, y a Verónica
Zondek, y a Teresa Calderón, y yo qué sé a cuantos, pues va uno y no sabe nada
de Salvador Allende, excepto las cuatro cosas que sabe todo el mundo: elegido
presidente en 1970 y derrocado y muerto por el golpe de Estado de Pinochet en
1973. Pero lo que uno ignoraba (sea cierto o no el supuesto) es que Salvador
Allende fue cocinero antes que fraile, es decir, fue un derechudo riguroso
antes que socialista mártir. Como Quevedo y su anomalía: cabizmundo y
meditabajo. Así me he quedado. Según asegura el profesor Víctor Farías
(«Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados»), Allende
fue, cuando ejercía como joven médico allá por 1933, fascista, antisemita y
homófobo. Si es cierto, hay que admitirlo. Si es mentira, hay que rebatirlo. Pero,
por lo visto, estas cosas de la desmitificación de mitos no pueden decirse en
alta voz para evitar ser tachado de retrógrado y facha, lo que me inclina a
pensar que a veces dos y dos no son cuatro.
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