¡Qué
bien queda hablar de progreso! Y hasta hay quien se considera culto,
importante y muy actualizado porque arroja la palabra «progreso» como un
arma cortante en su defensa personal. Sin embargo, la idea del progreso es
vieja. Tan vieja como las ideas. Cuando decimos que las ideas gobiernan el
mundo o que ejercen un poder decisivo en la Historia, pensamos generalmente en
dos grupos de ideas: el primer grupo
reúne aquellas ideas cuya realización depende de la voluntad humana, como la
libertad, la tolerancia o la igualdad de oportunidades, por ejemplo. A lo largo
de los tiempos, estas ideas han sido (y son) objeto de aprobación o de rechazo
según se consideren buenas o malas (útiles o inútiles para colmar las
aspiraciones humanas), y no por ser verdaderas o falsas. El segundo grupo de
ideas puede tener importancia en la determinación de la conducta humana y, sin
embargo, no dependen de la voluntad del hombre. Son ideas referentes a los
misterios de la vida, el Destino, la Providencia, la inmortalidad personal.
Estas ideas pueden actuar de manera importante sobre las formas de desarrollo
social y son aprobadas o rechazadas no por su utilidad o perjudicialidad sino
porque se las supone verdaderas o falsas. Los regímenes absolutistas y
dictatoriales siempre han gobernado manipulando el ventilador ideológico a
través de ideas supuestamente verdaderas para imponerlas, o falsas para
rechazarlas, aunque su veracidad o falsedad fuese impuesta por decreto. Los
gobiernos democráticos (ojo, tampoco hay que echar las campanas al vuelo,
tampoco es oro, ni siquiera plata, ni siquiera bronce ¿latón, quizá? todo lo
que reluce en democracia) los gobiernos democráticos, decía, difunden su
calendario ideológico a través de ideas supuestamente útiles o inútiles para
conseguir el bienestar social, sin plantearse el hecho de que sean verdaderas o
falsas. Y se hace consistir en ello el progreso.
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