sábado, 5 de noviembre de 2016

RELATO DEL NOMBRE RIDÍCULO

El nombre es algo así como una convención léxica asentada en las tripas de la diacronía. Y muchos gramáticos, propedeutas y gente entendida pretenden hacernos creer, más o menos, que desde antiguo el nombre es una equivalencia de la realidad nombrada. Creo que sí. Verás.
La otra mañana me adentraba yo por los peligrosos vericuetos, atestados de carritos, de un megasupermercado a la búsqueda de mis yogures preferidos. Ya se sabe que cualquier consumidor que se precie circula por entre los estantes y secciones de las grandes superficies (yo no, me reconozco inútil) con ese aire de naturalidad y autosufi­ciencia que proporciona el dominio del ámbito consumista y el convencimiento de las prerrogativas que otorga el hecho de pagar. Y así, el gentío se apresura a lo de la compra de forma desorganizada, como si las reservas se agotasen, y ni miran siquiera dónde ponen la esquina del carrito. Están en lo suyo y para eso pagan.
Yo caminaba esquivando como podía las metálicas agresiones de las esquinas de los carritos, que se empeñaban en golpear como si tal cosa mis rodillas, atolondrado por el éxtasis consumista del personal y asqueado por el sonsonete definitiva­mente insoportable y turronero de la musiquilla navideña (esa originalísima melodía que desea paz digitalizada y felicidad tontorrona a todo quisque que adquiera seiscientos cincuenta gramos de jamón cocido y una botella de tinto medianamente aceptable).
En esto que, mira por donde, una señora joven de muy buen, pero que de muy buen ver, todo hay que decirlo (gabardina abierta, falda corta, gorrito monísimo y abundante melena tipo locutora de ‘Corazón navideño’ y compañía, esas culifinas que imponen la moda y exponen las sandeces conyugales), arrastraba de la mano a su hijo de corta edad, ser indefenso y angelical que propinaba patadas a los transeúntes y encima había que sonreírle. El niño berreaba, pateaba, brincaba y hasta mordía, según pude apreciar, porque pretendía salirse con la suya y conseguir algo que la madre no quería concederle. La joven madre le aplicó una mediana colleja en el colodrillo que lo hizo enmudecer. Lo sorprendente, no obstante, consistió no en el liviano castigo materno aplicado a la insoportable insistencia infantil, sino en las palabras que pronunció la madre: «¡Cállate ya, Crístofer-Yónatan!», gritó irritada.
El paquete de yogures se escapó de mis dedos y tuve que improvisar unos arriesgados movimientos de equilibrista para recuperarlos. La duplicidad onomástica, añadida a la pronunciación decididamente indígena de los antropónimos sajones, me taponó los oídos mientras las sílabas percutían en mi interior y vibraban como pequeñas esquirlas metálicas. Oh Dios, aquella madre no se había conformado con uno, le había colocado al niño el estigma de dos horripilantes sambenitos, como si la criatura tuviera culpa de algo. Porque lo más probable era que el niño se llamase Crístofer-Yónatan Fernández, o Crístofer-Yónatan Pérez o, lo que es peor, Crístofer-Yónatan Gil. Tal vez haya sido la abuela, me dije movido a compasión, porque la joven madre de muy buen ver aparenta un estilo que no se corresponde con el desacierto onomástico. O tal vez haya sido la tía Etelvina o la prima Enriqueta, esas culebroneras que se dan en cualquier familia y que se empeñan, a toda costa, en amadrinar a los niños aplicándoles nombres característicos de los seriales televisivamente lacrimógenos.
Pase lo de la multiplicidad antroponímica del nieto del rey, porque fuma en pipa lo de Felipe Juan Froilán de Todos los Santos. Pase lo de mi primo el odontólogo que se empeñó en llamar a su hijo, desoyendo científicamente el griterío del estupor familiar, Pedro Jorge María de la Concepción Eduardo, en medio de una mezcolanza asexuada y sorprendente. Pase. Al fin y al cabo, tales nombres responden a la contundente sonoridad fonética del castellano. Pero es que lo de Crístofer-Yónatan se pasa de la raya, amigo.

Como quiera que fuese, la cosa ya no tenía remedio. Y, tal como te decía al principio, el nombre era en este caso, me parecía, una equivalencia totalmente semejante a la realidad nombrada. Porque ¿cómo iba a comportarse correctamente un niño al que llamaban Crístofer-Yónatan? Lo natural, con un nombre así, era que brincase, berrease y diera patadas. Y hasta que mordiera.

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