El nombre es algo así como una convención léxica asentada en las
tripas de la diacronía. Y muchos gramáticos, propedeutas y gente entendida
pretenden hacernos creer, más o menos, que desde antiguo el nombre es una
equivalencia de la realidad nombrada. Creo que sí. Verás.
La otra mañana me adentraba yo por
los peligrosos vericuetos, atestados de carritos, de un megasupermercado a la
búsqueda de mis yogures preferidos. Ya se sabe que cualquier consumidor que se
precie circula por entre los estantes y secciones de las grandes superficies
(yo no, me reconozco inútil) con ese aire de naturalidad y autosuficiencia que
proporciona el dominio del ámbito consumista y el convencimiento de las
prerrogativas que otorga el hecho de pagar. Y así, el gentío se apresura a lo
de la compra de forma desorganizada, como si las reservas se agotasen, y ni
miran siquiera dónde ponen la esquina del carrito. Están en lo suyo y para eso
pagan.
Yo caminaba esquivando
como podía las metálicas agresiones de las esquinas de los carritos, que se
empeñaban en golpear como si tal cosa mis rodillas, atolondrado por el éxtasis
consumista del personal y asqueado por el sonsonete definitivamente
insoportable y turronero de la musiquilla navideña (esa originalísima melodía
que desea paz digitalizada y felicidad tontorrona a todo quisque que adquiera
seiscientos cincuenta gramos de jamón cocido y una botella de tinto
medianamente aceptable).
En esto que, mira por donde, una
señora joven de muy buen, pero que de muy buen ver, todo hay que decirlo
(gabardina abierta, falda corta, gorrito monísimo y abundante melena tipo locutora
de ‘Corazón navideño’ y compañía, esas culifinas que imponen la moda y exponen
las sandeces conyugales), arrastraba de la mano a su hijo de corta edad, ser
indefenso y angelical que propinaba patadas a los transeúntes y encima había
que sonreírle. El niño berreaba, pateaba, brincaba y hasta mordía, según pude
apreciar, porque pretendía salirse con la suya y conseguir algo que la madre no
quería concederle. La joven madre le aplicó una mediana colleja en el
colodrillo que lo hizo enmudecer. Lo sorprendente, no obstante, consistió no en
el liviano castigo materno aplicado a la insoportable insistencia infantil,
sino en las palabras que pronunció la madre: «¡Cállate ya, Crístofer-Yónatan!», gritó irritada.
El paquete de yogures se escapó de
mis dedos y tuve que improvisar unos arriesgados movimientos de equilibrista
para recuperarlos. La duplicidad onomástica, añadida a la pronunciación
decididamente indígena de los antropónimos sajones, me taponó los oídos
mientras las sílabas percutían en mi interior y vibraban como pequeñas
esquirlas metálicas. Oh Dios, aquella madre no se había conformado con uno, le
había colocado al niño el estigma de dos horripilantes sambenitos, como si la
criatura tuviera culpa de algo. Porque lo más probable era que el niño se llamase
Crístofer-Yónatan Fernández, o Crístofer-Yónatan Pérez o, lo que es peor,
Crístofer-Yónatan Gil. Tal vez haya sido la abuela, me dije movido a compasión,
porque la joven madre de muy buen ver aparenta un estilo que no se corresponde
con el desacierto onomástico. O tal vez haya sido la tía Etelvina o la prima
Enriqueta, esas culebroneras que se dan en cualquier familia y que se empeñan,
a toda costa, en amadrinar a los niños aplicándoles nombres característicos de
los seriales televisivamente lacrimógenos.
Pase lo de la multiplicidad
antroponímica del nieto del rey, porque fuma en pipa lo de Felipe Juan Froilán
de Todos los Santos. Pase lo de mi primo el odontólogo que se empeñó en llamar
a su hijo, desoyendo científicamente el griterío del estupor familiar, Pedro
Jorge María de la Concepción Eduardo, en medio de una mezcolanza asexuada y
sorprendente. Pase. Al fin y al cabo, tales nombres responden a la contundente
sonoridad fonética del castellano. Pero es que lo de Crístofer-Yónatan se pasa
de la raya, amigo.
Como quiera que fuese, la cosa ya
no tenía remedio. Y, tal como te decía al principio, el nombre era en este
caso, me parecía, una equivalencia totalmente semejante a la realidad nombrada.
Porque ¿cómo iba a comportarse correctamente un niño al que llamaban
Crístofer-Yónatan? Lo natural, con un nombre así, era que brincase, berrease y
diera patadas. Y hasta que mordiera.
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