Es tan humano. Cualquier defecto (tenemos más defectos que cualidades) es
tan humano. Quizá por eso somos tan imperfectos. Perfectamente imperfectos de
tan imperfectos, donde el adverbio ‘tan’ se utiliza con valor ponderativo, una
ponderación negativa, evidentemente. Así somos: tan imperfectos. Materialismo
puro. «El hombre es lo que come», aseguró Ludwig Feuerbach probablemente
aburrido de la psicología de Hegel que sólo de nombre admitía la identidad de
cuerpo y alma, en una especie de teología solapada idealista. Si el hombre es
lo que come, ya podemos deducir en qué quedamos, porque lo que se come se
defeca. Así que dentro de una pirueta lógica, más bien ilógica, concluiríamos
que el hombre es una mierda. Forma contundente de materialismo. Así que no sé
por qué se alteran tanto ante el hecho de que el Estado pretenda la laicización
de la sociedad. La cosa viene de antiguo, al menos de la antigüedad que nos
proporciona el siglo XIX. Me permito recordarlo para tranquilidad (si puede
ser) de los idealistas. Cuando Feuerbach le presentó a Hegel su tesis doctoral,
le declaró que pretendía desmontar el dualismo de religión sobrenatural y mundo
sensible. Surgió el humanismo ateo. Un cambio fundamental de la actitud de la
filosofía ante la política y la religión. «Lo humano es lo divino», dijo. La
nueva religión sería naturalmente la política. «Hemos de ser religiosos, la
política será nuestra religión [cito siguiendo a Johannes Hirschberger], pero
ello será sólo a condición de tener en nuestra intuición alguna realidad
suprema que nos convierta la política en religión». Este ser sumo es el hombre:
homo homini deus. No es Dios ni la
religión el fundamento del Estado, sino el hombre con su insuficiencia. «No es
la fe en Dios la que ha fundado los Estados, sino la desesperanza de Dios». Y
aunque Marx escribiese después 11 tesis contra Feuerbach, tomó de él las ideas
que demolían la representación religiosa del mundo. Después vendría todo lo
demás. (Probablemente es inaceptable el rollo patatero que acabo de colocar.
Pero necesitaba echarlo fuera para que la aceptación de la vara de medir fuese
más equitativa). Evidentemente, los sectores religiosos tomaron como injuria
las obras de Feurbach y las incluyeron en el Índice. Lo que para unos era
humanismo materialista para otros era blasfemo. El conflicto se desencadenó
cuando las ideas de Marx (con un trasfondo mayor de ilustración francesa que de
filosofía alemana, aunque él mismo quisiera revestirlas con ropaje hegeliano)
se desparramaron por el mundo obrero, a raíz sobre todo del Manifiesto comunista publicado por Marx
y su colaborador Friedrich Engels en 1848. Luego llegaría el entendimiento
entre los dirigentes obreros de Francia e Inglaterra y se fundó en Londres, en
1864, la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la Primera
Internacional. Lo que vino después, todos los sabemos. Cada uno llevaba el agua
a su molino según el interés material o conceptual o espiritual que lo
determinase. El capital por un lado, el proletariado por otro. El Estado por un
lado, la Iglesia por otro. Es decir, cada cual utilizaba distintas varas de
medir. Las conflagraciones a que dieron lugar estas diferentes mediciones de la
realidad (con la vara de la justicia social, con la vara de la religión, con la
vara de la intelectualidad o la filosofía, con cualquier vara) llenaron Europa de consternación y de muertos, pero no
solucionó el problema. Hoy día también utilizamos en España distintas varas de
medir: el nacionalismo, la inmigración, el consumismo, la violencia, la corrupción política, los partidos emergentes. Ojalá la
medición no desemboque en hostilidad. A mí me da miedo.
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