Tambores de guerra (si se permite el plano denotativo) llevan sonando
meses y meses. La guerra se
ha desatado en muchos puntos del planeta. Curiosamente, ahora no la llaman
guerra, la llaman ‘operación’. Operación es una palabra que vale lo mismo para
un roto que para un descosido. Parece mentira la amplitud semántica que puede
desarrollar un término cuando al personal le da por utilizarlo. Operación
Salida, inicio de vacaciones. Operación Regreso, 46 muertos. Operación Mediadora, para paliar hipócritamente la guerra entre
judíos y palestinos. Así que ahora no la llaman guerra, la llaman operación.
Operación Irak, nuevo punto de mira antiterrorista (¿detrás del petróleo, quizá?). ¿Qué horrorosa enfermedad, qué
fiebre bélica impulsa a enfrentar al hombre contra el hombre, a matar? El
agujero de ozono, la contaminación de las aguas, la deforestación de los
bosques, el cáncer, el ébola, no dejan de ser minucias amenazadoras para el ser
humano en comparación con este ansia de matar que obsesiona a los gobernantes.
Hay quien asegura que todo es una gigantesca comedia, cuyo actor protagonista
es Washington (Reino Unido, Alemania, Francia, España, China) con una trama obscenamente principal: la venta de armas y el
enriquecimiento de los más ricos. La obscenidad de estos tambores de guerra es aterradora. Sin embargo, es sumamente fácil que los tambores dejen de sonar: si los países citados dejaran de fabricar armas, y de venderlas, se acabarían las guerras. Cosa fácil, pero irrealizable. Si se acabase con el tráfico de armas y se destruyesen las fábricas de armamento pesado y sofisticado, bajaría el dolar, el euro, el yen y el yuan, lo que equivaldría al hundimiento de las grandes potencias económicas. Y los ricos no pueden dejar de serlo.
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