sábado, 24 de septiembre de 2016

EL CALCETÍN DE TAPIÈS

Ningún riesgo (voy a correrlo, qué remedio) como el de afirmar, rotundamente, casi descaradamente, la ligera, frívola, irreflexiva, maquinal y precipitada e inculta  tomadura de pelo que, subrepticiamente, me recorre el espinazo como un escalofrío malsano, cuando visito alguna exposición de las llamadas artísticas en las que lienzos pintarrajeados con la ingeniosa carencia del talento, pedruscos arcillosos amasados con la burda pretensión del ingenio y hierros retorcidos con el descaro crematístico de los chatarreros,  pretenden traducir (introducirme en) las sinuosidades desdobladas del inconsciente. Las bellas artes. ¡Y una mierda!

Verás. Cuando entré en la sala de la Exposición (apabullantemente montada con esa decoración de nuevo rico cultural, sin miedo al dispendio, con que determinadas instituciones lanzan la casa por la ventana, conscientes de que tiran con pólvora ajena), pensé que me había equivocado de Sala. Ollas y cazuelas que ni el más depresivo de los lañadores callejeros se hubiera atrevido a restañar, aparecían situadas en lugares preferentes, airosamente expuestas en sus peanas (esas efigies diseñadas para nutrir tal vez la sorpresa de la patanería), ollas y cazuelas, ya te digo, que ofrecían la indigencia de sus orificios oxidados a los atónitos ojos de los visitantes, ávidos de inquietud supuestamente cultural.
Me acerqué a una cazuela (Objeto II, rezaba la leyenda) dispuesto a extraer sus calidades estéticas y no había forma: era exactamente igual a la que puedes encontrar en cualquier basurero. Yo daba vueltas alrededor de la peana, me acercaba, me retiraba, inclinaba la cabeza a derecha e izquierda, achicaba los ojos al modo como hacen los entendidos cuando se obstinan en extraer como sea la aureola estética de las obras de arte. Pero ni por esas.
Y, aunque consciente de que el valor estético de una obra no depende exclusivamente del tema, no, sino de su tratamiento artístico, mi falta de talento me incapacitaba para admitir ambos compuestos. A saber:
a) El Objeto II carecía de tema porque ya no era una cazuela: la carencia de hondón, las abolladuras oxidadas y las arrugas metálicas habían reducido su esencia a la subespecie de los desperdicios,
b) El Objeto II no había sido sometido a tratamiento manipulador que lo elevase a la categoría de obra de arte porque, a lo que parecía, conservaba la indigencia y suciedad del basurero.
En esto que oigo una voz junto a mi hombro.
—Genial, simplemente genial —afirmó confidencialmente—, el Objeto II es un resumen casi perfecto de la belleza ideal.
—En el Critias, Platón ya hablaba de la belleza ideal— repuse mosqueado.
—Sólo pretendía ayudarle —se disculpó.
—Ah bueno. Vale —acepté.
Y entonces se explayó. Como si me conociera de toda la vida, afirmaba que si uno llegase a profundizar en la contemplación del Objeto II podría obtener una formidable percepción del silencio, porque el Objeto II era el silencio. No tuve más remedio que hacer una ligera reverencia a aquella especie de chatarra ferruginosa aturdida de silencio. Insistió, además, mi desconocido tutor artístico en que apreciase los óxidos, la fabulosa textura de los óxidos que proporcionaban al Objeto II una  indiscutible presencia dentro de un ámbito referencialmente acústico. Lo miré. Y la aparente seguridad de sus explicaciones contrastaba con la lenta pero incontenible sensación de analfabetismo existencial que me atrapaba. Para acabar de hundirme en la miseria conceptual, me rogó que apreciara las soldaduras. Las viejas soldaduras del estaño proporcionaban un mundo indescriptible de sombras que transportaban al Objeto II al mundo de lo imposible, al ámbito misterioso de los sueños.
Cabizbajo, salí de la sala de Exposiciones. En el vestíbulo, varios entendidos, supongo, intercomunicaban emocionadamente la densidad de sus conocimientos artísticos. Y así como los pórticos de las iglesias suelen mostrar a la veneración de los fieles, si se tercia, algún cuadro de la Patrona o alguna imagen del Patrón, también colgaba de la pared del vestíbulo una reproducción, a gran escala, del calcetín de Tapiès, con su roto y todo. A su amparo, discutían los entendidos.


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