La violencia se ha asentado entre nosotros. Más del cincuenta
por ciento de la información que diariamente recibimos a través de los diversos
medios de comunicación se refiere a la violencia. El argumento más utilizado en
la mayoría de las películas que se proyectan en las salas de cine o en las
pantallas televisivas es un argumento en el que se exalta la violencia. Las
reuniones internacionales a las que se convoca habitualmente a los políticos
consisten en ‘consensuar’ actuaciones que hagan frente a la violencia
internacional, al terrorismo o a la guerra. El ser humano anda crispado,
cabreado, frustrado. La publicidad hedonista le oferta la gloria de la
posibilidad posesiva para relegarlo luego al infierno de la realidad carencial.
Puede que un hombre maltrate a su mujer
por causas de índole psicológica e incluso por maldad. Pero también puede
ocurrir que el maltrato provenga de la comparación que el hombre establece
entre la posibilidad de la tía buenorra que ve en la pantalla y la
interiorización carencial que atribuye a la realidad diaria de su pareja. Puede
que un adolescente destroce árboles recién plantados, destruya cabinas
telefónicas o se cague en los portales de los barrios residenciales debido a un
resentimiento psicológico que lo impulsa a la violencia, pero puede que asalte
a un transeúnte o ataque a una chica porque considere la imagen violenta que ve
a diario en la pantalla televisiva como algo natural, y esta naturalidad lo
impulse a ello. La violencia, pues, se ha asentado entre nosotros y está ahí, a
la vuelta de la esquina, aposentada en el atardecer y en la impunidad de la
noche, con idéntica normalidad urbana a la que muestran los escaparates de las
tiendas o las farolas del alumbrado público aposentados en las aceras. Parece
que se han invertido los términos sociales: mandan los violentos e imponen su
ley. La globalización no es sólo una tendencia de los mercados y de las
empresas a extenderse, la globalización es también una propensión de la
violencia a invadir los confines del mundo. Porque no me refiero exclusivamente
a la violencia callejera. Me refiero también a esa violencia institucionalizada
en la que, con el pretexto de ‘salvaguardar’ las esencias de naciones
poderosas, se provoca y se impulsa la guerra para honra y prez de los Iunaitestéis
y para exultación y enriquecimiento de los grandes grupos financieros. Sólo son
fuertes los violentos.
Me resisto a creer que la violencia esté en el mundo como lo
están los árboles o los pájaros. Tampoco se trata de aludir a la cuestión
clásica, Si Deus est, unde malum?, porque ya Leibniz, con su
racionalismo optimista, se encargó de diferenciar el mal metafísico del mal
físico y del mal moral, lo cual no dejó de ser sino un esforzado fracaso
intelectual. (Blondel descubriría después este fracaso universal, con lo que se
comprueba juntamente nuestro propio fracaso). Me resisto a creer, decía, que la
violencia esté en el mundo de forma natural. Parece como si ‘alguien’, algún
cráneo privilegiado o así, hubiera redescubierto la obsesiva teoría de
Nietzsche fundamentada en la voluntad de dominio, y la hubiera lanzado a los
cuatro vientos para que el mundo entero consiga la violencia. En el segundo
aforismo de El Anticristo se dice que lo bueno es todo lo que eleva el
sentimiento de poder, la voluntad de dominio, y que lo malo es todo lo que
viene de la debilidad; se rechaza la
virtud como un escrúpulo ético y se afirma que los débiles y los fracasados
deben perecer: ese es el primer principio del amor a los hombres. «No
conformidad y resignación, sino más poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino
destreza».
En fin, la violencia ha habitado entre nosotros, y habita,
como una divinidad demoníaca y obscena. Raro es el pueblo, el barrio, la
ciudad, la región, la nación que no le dedica una ofrenda humana para saciar
sus ansias dominadoras. Como aquellas culturas precolombinas cuyos dioses
exigían la ofrenda de una virgen para exaltar la llegada de la primavera, así
también la violencia exige la ofrenda del dolor y del luto para saciar el
apetito de la opresión internacional y el señorío callejero. La violencia, esa
turbia diosa multimilenaria e incorrupta.
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