No es el champán, ni las copas, ni los cotillones, ni los matasuegras, ni las serpentinas, ni los confettis; no es el ambiente de juerga y de cogorza; no es el ligazo con la ninfa que lleva tanto tiempo en mi punto de mira; no es la ensalada templada de sesos, ni el carpaccio, ni las ostras de Belon en royal y maracuyá; no es la cena con diamantes, ni el esmoquin, ni el vestido azul (si es de Chanel, mejor) con el broche de aguamarinas; no es el abrigo de terciopelo de color visón ni el pantalón negro abullonado al tobillo; no es el maquillaje de efecto espectacular y casi cinematográfico; no es la sortija en forma de mariposa de diamantes de varios colores; no es la evanescencia de un aroma, un flash, una belleza, un color.
El hecho cíclico de las fiestas, como la de Fin de Año, la fiesta más gorda, la fiestorra por antonomasia, no es más que un intento de atrapar el tiempo y escapar de su aniquiladora fluidez.
La noche burra de fin de año es la desesperación despendolada, rutilante y borracha, de atrapar el momento. De sujetar una esquirla de tiempo para dilatarlo y poseerlo. De conseguir la pizca de un segundo de tiempo y hacerlo sólido y estable.
El tiempo, esa puta abstracción que prolonga la nada.
Que nos hunde en la nada.
Irremisiblemente.
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