No pretendo tener razón. Lo que para mí es acertado, puede ser desacertado para otros.
jueves, 3 de diciembre de 2015
EL MITIN Y LOS MITINEROS
El día 4 de diciembre de 2015, o sea mañana, comienza la campaña electoral. Elecciones generales. Desde que el 20 de octubre de 2015 en que Mariano Rajoy y el Rey Felipe VI firmaron el decreto de disolución de las cortes y convocaron las elecciones generales para el 20 de diciembre, nadie ha parado de hablar de ellas. Todos sabemos qué opina el PP, el PSOE, Ciudadanos y Podemos (los cuatro que echan la partida de mus). Los medios de comunicación nos han informado, atosigado, atiborrado y hastiado con las subidas y bajadas en intención de voto, encuestas y promesas de cada uno de los grupos políticos. Por si fuera poco, ahora nos cargan la campaña electoral. ¿Por qué? Porque faltaban los mítines. En toda campaña electoral proliferan los mítines, los discursos y la palabrería. El mitin,
habitualmente, no es un discurso pronunciado por un entendido en teoría
política, ni por un experto en economía de empresas, ni por un versado en relaciones sociales, ni
por un entendido en psicología juvenil, ni por un investigador de temas
culturales, ni por un conocedor de la estructura urbana, no. El mitin es un discurso pronunciado por un mitinero.
No todos los políticos son mitineros, ciertamente. Pero también es cierto que
todos los mitineros se consideran políticos. E incluso el buen político, cuando
se hace mitinero, degrada en cierto sentido su condición de político. Así que
el mitinero, con preocupante frecuencia, se atreve con lo que le echen. Para
ello, no duda en aventar promesas. Si es cierta la perversidad de que la
promesa se hace para no ser cumplida, no hay mayor cinismo que el mitin. Porque
el mitinero pretende cautivar la voluntad de los oyentes, a través de la
creencia en lo que escuchan, para conseguir el voto. Para ello, el mitinero
promete. Y no hay método más práctico para el desarrollo de la fe que su
afianzamiento en la cercanía de la promesa. Así que el mitinero promete,
repito. La promesa es la esencia del mitin. Y promete, en ocasiones, sin tener
en cuenta el alcance de la promesa. Sin recordar que, cuatro años antes,
realizaron idénticas promesas los mitineros que le precedieron. Lo sorprendente es que mucha gente cree lo que escucha en los mítines y aplaude enfervorizada el mesianismo del mitinero.
sábado, 21 de noviembre de 2015
NEUROMERCADEO
NEUROMERCADEO
(Si compras caro, disfrutas más)
Impacto del mercadeo sobre el cerebro. No quisiera meterme en camisa de
once varas (en este caso la camisa es de corte médico, neurofisiológico). Resulta que los investigadores de
la universidad de Stanford y del Instituto de tecnología de California han
descubierto que inflar el precio de un producto produce mayor actividad en un área específica del cerebro llamada
«corteza medial orbitofrontal». Neuromercadeo. Los comerciantes lo aprovechan
para manipular nuestras neuronas y hacernos picar en la adquisición de
productos que, sin ser caros, nos los venden como caros. ¿A qué se debe esto,
es decir, a qué se debe que nos dejemos engañar como chinos? Pues simplemente
se debe a las reacciones de nuestra corteza medial orbitofrontal. Porque, oh
sorpresa, en esta área específica del cerebro es donde se halla agazapada
nuestra percepción del placer, del deleite y del bienestar. Los investigadores
hallaron que al gentío le gusta más el vino tinto caro que el barato (a mí
también), y que cuando se bebe vino caro tinto la zona neural de nuestra
corteza medial orbitofrontal reacciona proporcionándonos placer y deleite. Pero
resulta, y aquí está la trampa manipuladora de los comerciantes, que ‘ese’ vino
tinto no es más caro por ser mejor sino porque ellos lo encarecen. Esta
diferencia cualitativa la ignoramos los consumidores. Y tan sólo por el hecho
de ser caro un producto nos parece mejor (aunque sea malo), y lo consumimos con
el ego inflado de un sabroso placer estimulado por la corteza medial
orbitofrontal. Si dejamos el vino y trasladamos nuestra pretensión de placer a
la ropa, al calzado, a los restaurantes de lujo o a los automóviles, vamos, que
la dicha corteza sufre una actividad frenética, no hay más que ver al tipo/a
que conduce un Jaguar XF o un Mercedes SL.
En fin, que los ricos deben de tener la corteza cerebral llena de deleite
porque pueden disfrutar de cosas caras
(aunque sean de mala calidad), mientras
los pobres (que también tienen cerebro con área específica de corteza medial
orbitofrontal) se deleitan con las gangas del mercadillo.
Por esto de la corteza, quizá, los que tienen dinero disfrutan tanto
siendo ricos.
jueves, 5 de noviembre de 2015
EL TIEMPO
Ontología de la existencia. Gracias al tiempo estamos en el mundo.
Ser-en-el-mundo interpretado como existencia, ya lo dijo Heidegger. Estamos tan
acostumbrados al tiempo que no se nos ocurre pensar en el problema que el
tiempo supone. Lo relacionamos con un antes y un después, un pasado y un
futuro, cuando en realidad la unidad de medida del tiempo es el ‘ahora’, el
instante inmediato. «Es algo misterioso, porque por una parte divide el tiempo
en pasado y presente y por otra los une de nuevo. Por la división surge la
diversidad del tiempo y, por la unión en el ahora, su unidad», afirma
Hirschberger. Vivimos, pues, en medio de una ficción que nos hace ser sin ser,
porque nuestro presente está variando constantemente. Cada nanosegundo ya no
somos lo que somos porque nuestro ser acaba de caer en el pasado y tomamos del
futuro otra mínima fracción de tiempo que, a su vez, cae instantáneamente en el
pasado. Tal vez el ser humano no sepa si podría deshacer esos lazos que le surcan la frente, los barrotes de
esa cárcel sin puerta que es el tiempo, tierra humilde que aprisiona sus ojos,
que lo hace mendigo de si mismo: un mendigo algo extraño, limpio, afeitado,
siempre sin harapos, mendigando la luz en cada tarde que es la tarde del
tiempo. Tal vez el ser humano se agarre desesperadamente a esa luminosa
penumbra temporal surgida de todos los instantes, infinitos ahoras que
constituyen la inmaterialidad de percepciones arrancadas al goce o al pretexto
de eludir la azarosa sintonía entre vida, placer, dolor o muerte. El tiempo
sigue cabalgando impertérrito por páramos helados, por heladas estepas, por
ardientes, resecos, tostados arenales, por las avenidas de las ciudades, por
las calles de los pueblos, dando la vuelta al mundo, riéndose del hombre porque
la eternidad o lo que sea se acerca, y se acerca la muerte de ese tiempo que
nosotros medimos. A su vez, los científicos intentan dar la vuelta por la red
del espacio o descomunicarse de la vida futura con inventos o bombas o cremas
para el cutis. Por otra parte, se tiene muy en cuenta la Historia como un gran
depósito de acontecimientos temporales, pero la Historia se cobija en la
oquedad del tiempo que masca, engulle y se alimenta sólo de la filosofía de la
historia. Presente propiamente no hay porque a nuestras espaldas, como una
inmensa chepa de siglos, va el pretérito de todos esos verbos que se sabe la
vida. Y, delante, el futuro con un río en los huesos, con un mar en los huesos de
(des)ilusión y (des)esperanza. Si se piensa en el pasado, el personal no tiene
más remedio que considerar si era un concepto erróneo o era una falsa alarma,
si era un placer momentáneo o era una idea de acero. Era. Tiempo pasado. Pretérito
imperfecto del verbo ser. Ahora, ahora que es presente, ahora que es lo exacto,
lo concreto, ahora no hay nada; mejor
dicho, hay todo: ahora es la duda y el temor taladrando.
martes, 27 de octubre de 2015
EL PODER ASOMA SU CABEZA DE VÍBORA
El poder. ¿Qué oscuro y desconocido impulso germina en el
interior de la persona hasta el punto de arrastrarla, aunque sea conflictivamente,
a conseguirlo? ¿De qué lóbrego, recóndito agujero les sube a algunos el ansia
incontrolada de poseerlo? Se menciona la palabra poder e inmediatamente se
piensa en el poder político. Y no es eso. Quiero referirme a la riada
turbulenta que irrumpe de vez en cuando dentro de todos y cada uno de los seres
humanos y los empuja hacia el poder. Puede tratarse de un poder utópico para
conseguir una sociedad utópica. Ahí están los falansterios de Charles Fourier y
sus intentos de transformar la sociedad a base de asociaciones de trabajadores
para liberarse del poder capitalista. O Etienne Cabet, que escribe su Viaje
a Icaria para demostrar que la propiedad privada, el dinero y el trabajo
pueden ser perfectamente planificados por la sociedad. Sin embargo, ni Fourier
ni Cabet llegaron muy lejos. Su ideal de igualdad, sin sometimiento a poder
alguno, fue ridiculizado por Engels, que les colocó el sambenito de
«socialistas utópicos». ¿Y todo por qué? Porque pretendían eliminar el poder y
establecer una sociedad igualitaria en la que nadie fuese más que otro. Utopía.
Imposibilidad práctica de llevar a efecto las buenas intenciones por
descontextualizar las acciones externas de los sentimientos interiores. En lo
más profundo y oscuro del ser humano asoma el poder su cabeza de víbora.
El poder. No se trata de dinero. El dinero vale para poco si
quien lo posee lo acumula para gastarlo en el Corte inglés. Lo tienen todo,
dice el gentío alucinado ante el destello deslumbrante de los 340.000 millones de euros de Amancio Ortega. No lo
tienen todo. Acumulan millones para conseguir poder. O para ampliar el poder. O para influir en el
poder. O para manipular a quienes ostentan, o detentan, quién sabe, otra clase
de poder. El poder político. Nadie sabe qué turbios impulsos se encienden en el
interior de las personas para ‘meterse’ a políticos. ¿El unte? No lo creo. Es
el poder, es el sentimiento incontrolado de percibir que los demás giran a su
alrededor, que pueden decidir sobre la hacienda de los demás, que pueden
permitirles construir una casa o exigirles que derriben el alero de una
esquina. Que pueden conceder subvenciones y colocar delante de un ordenador al
sobrino de una prima de su cuñado. El poder también inaugura carreteras, pone
primeras piedras y sale en la foto.
El
poder, ajeno al ridículo verbal, promete a destajo, sin parar mientes en que
una cosa es predicar y otra dar trigo.
viernes, 16 de octubre de 2015
LAS ENCUESTAS MIENTEN
No sé cómo podrían vivir sin encuestas hace pocos años. La encuesta es la
manifestación del ejercicio opinante. La
gente no opinaba. La gente trabajaba de sol a sol, suele decirse tal vez con
la exageración incomprensiva de las afirmaciones rotundas. El personal
trabajaba y no opinaba, al menos nadie le pedía que manifestara su opinión. Y
era tan feliz, al parecer. A nadie interesaba la opinión de los demás. Mucho menos a los que
mandaban. Los que mandaban se dedicaban a eso, a mandar, que (no) era lo suyo,
y ni de broma se les ocurría consultar la opinión del gentío. Hoy día no. Hoy
día la encuesta constituye una magnificación de la ciudadanía, que también
trabaja, aunque parezca que en vez de trabajar consume y, a la vez que consume,
responde con alegría los cuestionarios de las encuestas.
Con frecuencia se hacen encuestas sobre asuntos que no interesan al
personal pero, una vez lanzados los resultados al general conocimiento de la
gente, generan desasosiego y hasta debate, que ahora se lleva tanto. El debate
se ha generalizado tanto como el pantalón pirata, ese de la media pierna. Y,
efectivamente, la encuesta es al debate lo que el culo al pantalón, de manera
que no hay buen debate si la encuesta no luce con sus redondeces ocultas y sus
protuberancias amañadas. En lugar de hacer encuestas sobre el asunto de si el PP
va reduciendo intención de voto con respecto al PSOE, o sobre otros productos
del papanatismo antagonista, los encuestadores deberían preguntar al personal
acerca de si están interesados o no en que baje el precio de los carburantes, o
preguntarles hasta qué punto se aclaran la garganta para que la voz les salga
limpia y eufónica cuando se quejan de la inseguridad ciudadana.
—Oiga, señor —podrían preguntar a algún viandante—, ¿qué opina usted de
la amable protección que la policía ofrece al ciudadano en general, y a usted
en particular, cuando regresa a su domicilio después de haber tomado unas copas
el viernes por la noche con los amigos?
La pregunta es, ciertamente, ampulosa y prolija, cargante hasta cierto
punto, pero a ver, una pregunta de encuesta debe poseer cierto grado de
prosecución retórica, porque estaría muy feo que el encuestador interrogase al
viandante como el que dispara a bocajarro:
—Oiga, ¿la policía cumple o son unos mantas?
El problema de la encuesta reside en que de ordinario las preguntas que
configuran el cuestionario están redactadas siguiendo los intereses del
encuestador, de manera que el gentío responda lo que al tal encuestador interesa
oír. Porque para oír lo que no interesa es preferible prescindir de la
encuesta. ¿Por qué no se pregunta a los españoles sobre el matrimonio entre
homosexuales, sobre su adopción de hijos? ¿Por qué no se les pregunta sobre el
analfabetismo de los famosos y/o de los políticos? ¿O sobre el recorte en las prestaciones sociales? ¿O sobre la falta de trabajo en general y de la juventud sin trabajo en particular? ¿Por qué no se hace una encuesta sobre lo que piensan los
españoles de los jueces? ¿Qué opinan los españoles de los jueces y de la justicia? Me
gustaría saberlo.
A pesar de todo, la encuesta no define una realidad: la taxidermiza (la
palabra no existe pero, puestos a exagerar, se me ocurre utilizarla). En
realidad la taxidermia solo es eso: apariencia de vida, de no muerte, de no.
Una encuesta en manos de los políticos, escribió Pitigrilli citado por Ussía,
es una cosa en la que toda mentira se convierte en un gráfico.
lunes, 12 de octubre de 2015
CAINISMO
Aún recuerdo aquel dibujo de Gustavo Doré —aquellos dibujos
sorprendentes y azules de la Historia Sagrada — que representaba un hombre
musculoso, cubierto de medio cuerpo para abajo con una piel, blandiendo una
quijada de asno. Lo que más me sorprendía, sin embargo, era su mirada. Una
mirada huidiza, retorcida hacia lo alto del cielo, que escuchaba una voz
recriminadora y condenatoria. Era la mirada de la culpa.
Y es que, para ser el primer hijo de mujer que habitó la tierra, Caín
ya fue un ejemplar portentoso en lo de conseguir una buena lista de récords. Fue el primero en
realizar múltiples actividades humanas: fue el primer amargado, el primer
envidioso, el primer asesino, el primer fugitivo de la justicia (divina). En
fin, un prototipo original y literalmente protervo, un molde en el que se
fraguó la figura humana. No pretendo resultar irreverente, pero hay veces en
que el hombre parece hecho más a imagen y semejanza de Caín que a imagen y
semejanza de Dios.
Desde los albores de la
Humanidad , la figura renuente de Caín se ha multiplicado
época tras época, milenio tras milenio, siglo tras siglo, año tras año, días
tras día, para significar que la lucha de contrarios sobrevive pavorosamente,
nos engulle y nos fagocita. Desde las primeras páginas del Génesis aparece
siempre entre los hombres la contraposición de contrarios, ya digo, la lucha
entre y el bien y el mal, esa oposición antitética, en la que regularmente
resulta vencedora, de forma enigmática y terrible, la figura del mal. Y aunque
históricamente hayan despuntado personajes (los santos o los héroes) que
lucharon por implantar en el mundo la figura del bien, en realidad su intento
consiguió poco si se compara con el crecimiento espectacular del mal, una especie de larva poderosa y satánica (¿satánica?) que arrasa sin contemplaciones
la escasa flor del bien.
Para qué hablar del hambre en el mundo, para qué hablar del horror de
la guerra, de la injusticia social. En teoría, miles de obras sesudas tratan
estos temas. En la práctica, cientos de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, cientos
de asociaciones religiosas o laicas, pretenden erradicar el mal del mundo. Pero
no hay que ascender a esos niveles globalizadores. Si desciendes al ámbito de
la cotidianidad, el cainismo proporciona también un campo propicio a la
desavenencia. Una reunión familiar, una reunión de vecinos copropietarios, un pleno del Ayuntamiento, por ejemplo, se convierten en un avispero en el que los acuerdos se tornan imposibles.
Hechos a imagen y semejanza de Caín. Con la quijada de asno de la
envidia. Mierda de vida.
jueves, 8 de octubre de 2015
MIS DATOS VUELAN POR AHÍ
La intimidad individual se asienta en los datos. Tus datos son tu
afirmación. Uno es nadie si carece de esa minúscula y tibia alcoba de los datos
personales. Uno encuentra en ella su propia y personal protección. Si se
derrumba la concavidad protectora de tus afirmaciones, te diluyes en la nada.
Tu lugar y fecha de nacimiento, el nombre sagrado de tu padre y el de tu madre,
tan entrañable. Su esfuerzo, su sacrificio por criarte, acude siempre que oyes
su nombre. Y más datos, si estás casado o soltero, divorciado, separado o
emparejado, si viajas al extranjero o veraneas en el Pirineo aragonés, si
tienes dos hijos y dos hijas, o uno y una, o ninguno, tu profesión, tus
aficiones y hasta la marca de coche que compraste hace dos años, dónde
trabajas, qué categoría profesional es la tuya, de qué poder adquisitivo
disfrutas. Todos tus datos, toda tu intimidad volando por ahí, toda la amplitud
de tus obsesiones, de tus aficiones, de tus devociones, de tus adquisiciones,
todas las cicatrices de tus apegos y fidelidades, toda la interioridad de tus
desvaríos, todos aparcados en las bases de datos de no se sabe quién,
diseminados en las agendas de cientos de casas comerciales, tus datos en el
aire, y tú con el culo a las goteras, quién coños ha difundido mis datos, quién
ha negociado con ellos, quién ha sacado tajada de ese rastro de mí mismo, ese
rastro a veces doloroso que he ido dejando a lo largo de la vida por las
covachuelas oficiales, por los garitos institucionales, por las agencias y
organismos, qué hijo de puta ha comerciado conmigo.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
BODAS
Los apuros económicos de las parejas frenan el auge de los divorcios. Eso
dicen los periódicos. No se habla de que haya vuelto el amor, o el afecto, o el
respeto mutuo para que el gentío se divorcie menos. No. Se habla de “apuros
económicos”. De lo que deduzco ‘in contrarium’ que la causa principal del
divorcio es la abundancia económica. Esta posición de la pareja actual,
jurídicamente hipermoderna y socialmente de frescura floral sigloXXI, ha sido
llamada por Francisco Nieva «economía doméstica civilizada». Geulincx quizá dio
en el clavo, no por su enseñanza de la filosofía cartesiana en la universidad
de Lovaina, sino porque observa que el egoísmo es contrario a la razón que “a
tiempos manda dar solaz al cuerpo y desahogo al ánimo”. Tanto boda como
divorcio se mueven en un círculo en el que el egoísmo es el punto de arranque
de toda lucha. Schopenhauer habla de ‘individuación’. Cada individuo está
dispuesto, si llega el caso, a despedazar todo lo que amó «con tal de prolongar
un poco su propio ser, esa gota perdida en el océano». Naturalmente, esto no lo
piensan las parejas antes del casorio, pero los pájaros tampoco advierten el
tiro que va a abatirlos. Lo aparentemente claro del caso es que si los apuros
económicos frenan los divorcios el auge económico favoreció las bodas,
entronizadas en una sexualidad efímera. Esa mezcla de lubricidad y de egoísmo
presente en muchas bodas es la misma que
se encuentra en las obras de Boccaccio y de Chaucer. El sufrimiento del
servicio amoroso va aumentando con la disminución del recurso económico y lo
que fueron goces se convierten en hieles. Fundamentalmente para los ricos, que
son quienes más se divorcian. ¡Qué peste de paraíso artificial para los ricos!,
dice Francisco Nieva. El gentío ha querido imitarlos, alimentado por las
revistas del corazón tan hechas a la cosa del divorcio. El apuro económico le
pone los pies en el suelo. «Sentí tu
mano en la mía, / tu mano de compañera», dijo Antonio Machado. Hoy, sin
embargo, no anda la relación de pareja predispuesta a la anadiplosis.
miércoles, 23 de septiembre de 2015
RELATO DE LA QUIOSQUERA
Nadie tiene la obligación de leer si
no quiere. Pero ¿y la obligatoriedad? ¿Por qué se impone la obligatoriedad de
leer aunque uno no quiera, de la misma manera que se impone a los niños la
obligatoriedad de comer pescado?
Me refiero a la
obligatoriedad de leer que te imponen domingos y fines de semana las empresas
de comunicación y prensa escrita. Y no son dos páginas, precisamente. Páginas y
páginas, cientos de páginas. De manera que vas tan contento, ansioso por adquirir
tu ración de avituallamiento informativo, y te diriges al quiosco. A medida que
te acercas, preparas ese aire de persona sensata e informada que no puede
prescindir de lo que llaman cultura. Llegas y pides tu periódico. La
quiosquera, una chica de morritos hinchados puro estilo spice girls, masca chicle y ni te mira. En lugar de
periódico, te larga una colección alarmante de cuadernillos, revista fin de
semana, encuadernable, páginas plastificadas y suplementos dominicales, más un
descomunal soporte acartonado, relleno de colorines, al que se adhieren otras
inquietantes y desconocidas informaciones.
—Yo sólo quiero el periódico —te atreves.
La quiosquera te perdona la vida. Masca el chicle con la boca
entreabierta.
—No se vende el periódico solo —parece decir que dice.
—Antes podía adquirirse sólo el periódico —insisto como disculpándome.
—Ahora no. O todo o nada—. Y alarga la mano para cobrar a otro
cliente.
La inesperada obligatoriedad (en el sentido arriba mencionado de algo
impuesto y no deseado) de compra de aquel montón de papeles, hojas, pliegos y
plásticos, produce en mis genomas una reacción adrenalínica y cabreante. La
tensión enfadosa me hace permanecer callado. La chica insiste:
—¿Lo quiere o no?
—No sé qué hacer —me disculpo.
—Venga, leer nunca viene mal —concede ella. Y me mira por primera vez.
—Yo sólo leo libros —digo armándome de dignidad.
La quiosquera hace un gesto de sorpresa e incredulidad. Hincha los
carrillos y me mira por segunda vez. Sus morritos parecen tan desconcertados
como bellos.
—Allá usted —dice. Y me despide lanzando al aire la pedorreta de su
pompa de chicle.
Mientras me alejo con mi pesada carga de bagaje cultural, informativo,
artístico, gastronómico, cinematográfico, discográfico, bursátil, económico,
deportivo, etcétera y etcétera, pienso con angustia en la necesidad de un juego
mágico que me permita sacar tiempo para leer todo eso. Si es que
pretendo, además, ver algo la tele, escribir algo, leer algo de mis lecturas
preferidas, tomar algún vino con los amigos y salir alguna tarde a espárragos,
ahora que empiezan a despuntar con la lluvia de otoño.
(Me parece que la he cagado, que todo el relato no es más
que una sarta de inexactitudes que dimanan de una sola y principal: nadie te
impone la obligatoriedad de leer. Lo que te imponen es la obligatoriedad de
comprar. Y me aconsejo que, en vez de lamentarme como un Boabdil cualquiera de
la oleada impresa, utilice las 800 páginas del fin de semana periodístico para
mantener el fuego de la barbacoa).
viernes, 18 de septiembre de 2015
VOTAR ES UN PLACER
Pues sí señor, he visto
el vídeo. La chica catalana del calentón. El mete-saca de la papeleta en la
urna, un trasunto erótico del instante de la votación. Leguina asegura que
Zapatero ya estaba tocado de ala cuando
llegó a la Moncloa. Me
parece que aún están más tocados de ala quienes utilizan la sensibilización
erótica para sacar votos. Aunque, quién sabe, quizás la chica del calentón era
una intelectual y conocía las opiniones de los epicúreos para quienes el
placer, como tal y en todas las circunstancias, es bueno, como ya había
declarado Aristipo. O las de Metrodoro
de Lámpsaco que, a pesar de vivir en el siglo III antes de Cristo, disponía de una clarividencia futura acerca
del placer, situándolo en el vientre: “todo lo bueno y lo bello se relaciona
con el vientre; es éste la medida para todo lo que toca a la felicidad”.
(Sustituyan ustedes la palabra vientre por la de sexo y ya está, la traducción
lo permite). La chica del calentón sabe que el orgasmo es la medida de todas
las cosas, y no el hombre, como aseguraba Protágoras. Ella no necesita a un
hombre para erotizarse, sino una papeleta para meterla en una urna de cristal. Votar
es un placer. La homofonía de votar y fumar induce a pensar que votar también
es un placer genial y sensual. Algo falla, sin embargo, en el video
publicitario. Porque el video está montado para arrastrar el voto de los
socialistas catalanes. Pero ¿y si se aprovechan del placer de votar, genial y
sensual, otros votantes que no sean socialistas? ¿Y si aprovechan el calentón
de la chica los votantes de cerca de los cien partidos políticos que hay en
Cataluña? Si se llega a esto, tío, las Juventudes Socialistas catalanas han
hecho un pan como unas tortas, porque han puesto a huevo la atracción de la
urna y su hendidura no solo a los de su partido sino también a los votantes de
otros partidos, atraídos por la sensualidad del voto.
Fumar era un placer, ya
deserotizado por las prohibiciones. Ahora el placer es votar. Cosas.
viernes, 11 de septiembre de 2015
CUANDO HAYA TANTAS MUJERES TONTAS COMO HOMBRES TONTOS
Para la cosa de las ideologías nada tan
sutil como esta frase leída en el teletexto, frase pronunciada por dama de alta
representatividad nacional digna de consideración: «La verdadera igualdad se
producirá cuando haya tantas mujeres tontas como hombres tontos en puestos
importantes». ¿Es una agudeza clarividente o es una cagada del estreñimiento
ideológico? ¿Qué ideología la ha impulsado a equiparar a las mujeres tontas con
los hombres tontos para desempeñar puestos importantes? ¿O tal vez quiere decir
que los puestos importantes están desempeñados por hombres tontos cuando hay
tantas mujeres no tontas que podrían desempeñarlos? ¿O quizá sugiere que los
hombres tontos lo son porque carecen de ideología adecuada para desempeñar el
puesto importante? ¿O, finalmente, oculta la idea de que la abundancia de
hombres tontos predomina sobre la carencia de mujeres tontas? En fin, la
encrucijada ideológica se entremezcla y enmaraña como red de pescar y tal vez
por eso los catalanistas aseguran que no es por ideología, no tú, la
instalación de oficinas de denuncia para sancionar el no uso del catalán sino
para defensa de su identidad ‘nacional’. Ya verás cuando consigan la independencia.
martes, 1 de septiembre de 2015
¡LAS VACACIONES, AY!
Ya te
cuento, amigo, se acabaron, como siempre. Esa fuente aparentemente inagotable
de deseos y fantasías, se ha agotado. Todos alzamos los brazos al cielo pródigo
de las vacaciones, alborozados en medio del rito canicular y veraniego. Pero
llega septiembre, parece mentira, este mes sosón y casi inútil, dentro de la
inutilidad isobárica del calendario, porque no es verano ni es otoño y, zas, te
suelta el soplamocos del final de las vacaciones. Septiembre es el jarro de agua
fría que diluye las apologías del ocio y endereza la mediocridad de la rutina.
El verano lanza la red piscatoria de las sensaciones agazapadas en la íntima
covachuela del arrebato, y va el personal y se deja atrapar entre playas y
terrazas, esos lugares de caza en que está permitido el tiro visual de la
tórtola que cruza trémula y casi concreta, fugazmente rotunda, aligerada de
timideces y lencería, por muy fina que sea. El verano es la elocuencia del
desvarío y del gasto, es el deslumbramiento del consumo y de la euforia.
Septiembre, en cambio, este mes bobalicón e indefinido, es el mes de la
depresión, el mes del síndrome de la vuelta al trabajo. El verano eleva los
cuerpos a categorías inalcanzables, precisamente por parecer tan al alcance de
la mano. Son dioses los cuerpos, dioses inalcanzables, ya digo, dentro de una
desnudez mitológica, bronceada y mediterránea. Siempre me ha llamado la
atención (aunque no venga a cuento ahora, o quizá sí, atraído por la referencia
mediterránea) el contraste casi hiriente con que los pintores renacentistas
exaltaban los cuerpos: mientras los artistas italianos reproducían desnudeces
espléndidas, rotundas y casi sagradas —piensa en Boticelli y compañía—, los
artistas centroeuropeos ofrecían unos desnudos melancólicos y lacios, como si
regresaran de la tristeza o del pecado —piensa en Lucas Cranach o El Bosco, por
ejemplo—.
En fin. Para sacudirte de encima el polvo megalítico
de tantos caminos importantes, te sugiero que admires, tranquilamente, las
espléndidas puestas de sol que septiembre, este mes malhadado, ofrece al
viajero que se adentra por los íntimos vericuetos de la Sierra de Gata. No verás
cosa igual, afirmo.
viernes, 24 de julio de 2015
EL ARTE Y EL FRAUDE ARTÍSTICO
Vi la otra noche la película o el reportaje o el documental o lo que
fuera de Orson Welles titulado Fraude,
y me acometió la duda de siempre sobre el arte y los artistas. ¿Quién juega con
nosotros en la cosa del arte? Porque, a mi parecer, hay quien juega con
nosotros. Esto del juego sería una cosa más o menos intrascendente, como todo
juego, siempre que no se mezclase con el asunto del dinero (como todo juego).
Pero desde el momento en que el arte se mezcla con la cosa del dinero, se acaba
el juego (o se incrementa el juego). Los miles de millones que anualmente mueve
el mundo del arte impulsan al engatuse del personal con la venta del humo
cromático que termina siendo un capichuli efímero. ¿Existe el arte, considerado
en sí mismo, o es el artista el que hace el arte? Algunas exposiciones, o
muchas, o varias, representan el juego del que se vale quien juega con
nosotros. Es un juego malévolo (malintencionado, hecho o dicho a mala leche), por
no decir perverso (que corrompe las costumbres o el orden y el estado habitual
de las cosas), en el que la idea de la apariencia intelectual, rompedoramente
intelectual, es decir, la idea progreta del arte, se impone a base de
ignorancias contundentes. ¿El arte es arte o sólo es arte la obra que realiza
un determinado artista, siempre famoso, naturalmente? ¿El arte es arte aún en
la oscuridad del anonimato o sólo es arte la obra aplaudida en los medios de
difusión por los críticos de arte? ¿La obra es obra de arte porque la ha creado
tal artista y no lo es si su creador
es un tip(ej)o desconocido? Pongamos el caso de un falsificador avezado que le
vendió un supuesto cuadro de Pieter Brueghel a un tío abuelo mío, por parte de
padre. Los herederos quieren venderlo porque prefieren un chalet en Oropesa de
Mar antes que contemplar diariamente el claroscuro infernal del cuadro. Tres
millones de euros que iban a caer llovidos de los pinceles del pintor flamenco.
Y eso si no eran más, porque una obra de arte perteneciente a la escuela de los
Brueghel tiene un valor incalculaaable. Así que fue el tío (el falsificador) y
reprodujo con asombrosa exactitud milimétrica el cuadro de Brueghel, la misma
técnica, la misma maestría en la realización de una escena obsesiva y
diabólica. Pues nada. Va, a su vez, la crítica especializada y utilizando los
medios técnicos actuales digitales y electrónicos, concluye que el cuadro es falso. Fue pintado,
probablemente, por un tip(ejo) que no lo conoce ni la madre que lo acunó. Pregunta
analfabeta: ¿Por qué el cuadro de Brueghel es una obra de arte con un valor incalculaaaable
y la reproducción que compró en tiempos de Canalejas mi tío abuelo no es obra
de arte y lo timaron? Respuesta: porque la obra de arte sale del nombre del
artista (famoso), de manera que el desconocido ni es artista ni nada y, por
tanto, la obra que el desconocido crea no vale un pimiento.
Gregorio de Nisa escribió, allá por el siglo IV, cosas interesantes sobre
el arte, y un buen día va y se pregunta que de dónde viene la forma. Y concluye
una obviedad (según mi amigo el pelopollas enterado), porque dice que en las obras de los
artistas el material es formado por la representación y después manipulado por
decisión del artista. “Primero se desarrolla la actividad interna en la mente y
después se materializa en la forma externa”. Si esto es así, tan artístico es
un cuadro de mi tío Eufrasio como uno de Botero.
Conclusión: ¿Por qué un cuadro atiborrado de pintura a espátula sobre el
que han arrojado un puñado de arenilla (Composición II, dice el catálogo) se
considera una obra de arte y se desprecia la pintura del ama de casa que asiste
a manualidades en aulas de EPA? Autor famoso (proporciona pasta abundante) versus autor desconocido (no genera ni
un euro). Ese es el asunto. O lo que es lo mismo: hoy no se considera el valor
propio de la obra sino el nombre del artista.
lunes, 20 de julio de 2015
MICRORRELATO DEL SEMÁFORO
-¿Qué pasa contigo, viejo?
-No has respetado el semáforo rojo.
-Anda, mira el viejo éste.
Sin tener en cuenta la deixis, replicó:
-La vejez es un proceso natural; la fealdad es un
estado permanente.
miércoles, 17 de junio de 2015
LA VARA DE MEDIR (HOMO HOMINI DEUS)
Es tan humano. Cualquier defecto (tenemos más defectos que cualidades) es
tan humano. Quizá por eso somos tan imperfectos. Perfectamente imperfectos de
tan imperfectos, donde el adverbio ‘tan’ se utiliza con valor ponderativo, una
ponderación negativa, evidentemente. Así somos: tan imperfectos. Materialismo
puro. «El hombre es lo que come», aseguró Ludwig Feuerbach probablemente
aburrido de la psicología de Hegel que sólo de nombre admitía la identidad de
cuerpo y alma, en una especie de teología solapada idealista. Si el hombre es
lo que come, ya podemos deducir en qué quedamos, porque lo que se come se
defeca. Así que dentro de una pirueta lógica, más bien ilógica, concluiríamos
que el hombre es una mierda. Forma contundente de materialismo. Así que no sé
por qué se alteran tanto ante el hecho de que el Estado pretenda la laicización
de la sociedad. La cosa viene de antiguo, al menos de la antigüedad que nos
proporciona el siglo XIX. Me permito recordarlo para tranquilidad (si puede
ser) de los idealistas. Cuando Feuerbach le presentó a Hegel su tesis doctoral,
le declaró que pretendía desmontar el dualismo de religión sobrenatural y mundo
sensible. Surgió el humanismo ateo. Un cambio fundamental de la actitud de la
filosofía ante la política y la religión. «Lo humano es lo divino», dijo. La
nueva religión sería naturalmente la política. «Hemos de ser religiosos, la
política será nuestra religión [cito siguiendo a Johannes Hirschberger], pero
ello será sólo a condición de tener en nuestra intuición alguna realidad
suprema que nos convierta la política en religión». Este ser sumo es el hombre:
homo homini deus. No es Dios ni la
religión el fundamento del Estado, sino el hombre con su insuficiencia. «No es
la fe en Dios la que ha fundado los Estados, sino la desesperanza de Dios». Y
aunque Marx escribiese después 11 tesis contra Feuerbach, tomó de él las ideas
que demolían la representación religiosa del mundo. Después vendría todo lo
demás. (Probablemente es inaceptable el rollo patatero que acabo de colocar.
Pero necesitaba echarlo fuera para que la aceptación de la vara de medir fuese
más equitativa). Evidentemente, los sectores religiosos tomaron como injuria
las obras de Feurbach y las incluyeron en el Índice. Lo que para unos era
humanismo materialista para otros era blasfemo. El conflicto se desencadenó
cuando las ideas de Marx (con un trasfondo mayor de ilustración francesa que de
filosofía alemana, aunque él mismo quisiera revestirlas con ropaje hegeliano)
se desparramaron por el mundo obrero, a raíz sobre todo del Manifiesto comunista publicado por Marx
y su colaborador Friedrich Engels en 1848. Luego llegaría el entendimiento
entre los dirigentes obreros de Francia e Inglaterra y se fundó en Londres, en
1864, la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la Primera
Internacional. Lo que vino después, todos los sabemos. Cada uno llevaba el agua
a su molino según el interés material o conceptual o espiritual que lo
determinase. El capital por un lado, el proletariado por otro. El Estado por un
lado, la Iglesia por otro. Es decir, cada cual utilizaba distintas varas de
medir. Las conflagraciones a que dieron lugar estas diferentes mediciones de la
realidad (con la vara de la justicia social, con la vara de la religión, con la
vara de la intelectualidad o la filosofía, con cualquier vara) llenaron Europa de consternación y de muertos, pero no
solucionó el problema. Hoy día también utilizamos en España distintas varas de
medir: el nacionalismo, la inmigración, el consumismo, la violencia, el fin del bipartidismo, los partidos emergentes, los pactos postelectorales. Ojalá la
medición no desemboque en hostilidad. A mí me da miedo. Y que conste que, a mi
parecer, por poner dos ejemplos, ni Rajoy es el culpable del 24-M ni Pedro Sánchez lo es de la laicización. ¿O lo son?
martes, 9 de junio de 2015
LA DESCONOCIDA CERCANÍA DEL TIEMPO
Ontología de la existencia. Gracias al tiempo
estamos en el mundo. Ser-en-el-mundo interpretado como existencia, ya lo dijo
Heidegger. Estamos tan acostumbrados al tiempo que no se nos ocurre pensar en
el problema que el tiempo supone. Lo relacionamos con un antes y un después, un
pasado y un futuro, cuando en realidad la unidad de medida del tiempo es el
‘ahora’, el instante inmediato. «Es algo misterioso, porque por una parte
divide el tiempo en pasado y presente y por otra los une de nuevo. Por la
división surge la diversidad del tiempo y, por la unión en el ahora, su
diversidad», afirma Hirschberger. Vivimos, pues, en medio de una ficción que
nos hacer ser sin ser, porque nuestro presente está variando constantemente.
Cada nanosegundo ya no somos lo que somos porque nuestro ser acaba de caer en
el pasado y tomamos del futuro otra mínima fracción de tiempo que, a su vez,
cae instantáneamente en el pasado.
La historia del tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros pasos erectos (homo neanderthalensis, o por ahí), el hombre se empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles, manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza, avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando pensamos mucho qué fuimos o seremos.
La historia del tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros pasos erectos (homo neanderthalensis, o por ahí), el hombre se empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles, manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza, avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando pensamos mucho qué fuimos o seremos.
lunes, 8 de junio de 2015
EL FULGOR DE LA HERIDA
La viste en flor y hubiera sido
preferible, tal vez, que todo el rayo
de la risa y del llanto al mismo tiempo
te hubiese oscurecido para siempre
con ese resplandor
de las blandas espumas,
con el fulgor fluente
de la amorosa imagen
transformada en desdicha
que te hirió, fulminándote.
¿Te rodean acaso
breves ondas concéntricas
como al agua alterada por la piedra
que cayó de improviso?
La viste en flor y le rogaste:
Haz surgir ese pudor que me domina,
anda, hazlo surgir para lanzarlo lejos,
ese pudor como pedrada.
(De mi libro "Otros daños", I.C. El Brocense, 1997)
viernes, 5 de junio de 2015
DESASTRES (EL SER HUMANO SE ODIA)
Pues nada, que va el tipo pelopollas y me dice que si no conozco una web que es
cojonuda, vamos, que a través de ella te enteras de todo cuanto ocurre en el
mundo y estás superinformado. Caí en el cepo como un pardillo y, nada, pues que
me dediqué a visualizar en el monitor un periódico tras otro. Recorrí algunos
titulares y, horror, todo era guerra, violencia, sangre, destrucción, terrorismo,
asesinatos, bombas, muerte, corrupción política y ahora la cabronada corrupta de la FIFA. Todo era (es) mierda. Un mundo en el que los seres
humanos se destruyen con esta feroz contundencia es un mundo de mierda.
Así que hoy va la cosa en plan depresivo y cochambroso. Puede pensar
alguien, quizá con razón, que no está el horno para hablar de temas
deprimentes, y que por esta causa las televisiones intentan alegrar al personal
con mucha fiesta, mucho bailoteo, mucho aquí hay tomate, mucha pasión de
gavilanes y mucho amarte así, frijolito, que hasta los títulos de las
telenovelas son encomiásticos, tarugones y alegradores. Pero yo no, yo no valgo
para alegrías fiesteras porque me aplasta de vez en cuando la horrenda sensación de estar chapoteando en un
charco de mierda. El ser humano se odia. Pienso que Friedrich Wilhelm Joseph
Schelling (muy típico entre los alemanes del siglo XVIII arrimarse a tres o
cuatro nombres, aunque no creas, yo también conocí un tipo que se llamaba Jorge
María de la
Concepción Eduardo ), así que pienso que Schelling veía
visiones, dentro de un idealismo más romántico que objetivo, cuando escribía su
tesis sobre el pecado original y consideraba el mundo como una obra de arte
divina. Condiscípulo de Hegel y Hölderlin en el seminario protestante de
Tubinga, muchos de sus abundantes escritos propiciaron el rechazo fulminante de
Nietzsche: “la filosofía alemana está viciada por la sangre teológica”, dijo. Todo
lo malo que hay en el mundo procede del pecado original, todo lo bueno,
racional y bello procede de la voluntad de Dios, pensaba Schelling. Nietzsche
lo mandó a hacer gárgaras con agua bendita. En este sentido, más o menos
irrespetuoso, un chiste de Máximo, sí, creo que era de él, reflejaba
la angustia irónica de un ser humano que pregunta al divino hacedor: «¿Por qué
te has empeñado en darme un alma tan propensa a la violencia, a la destrucción
y al exterminio de mis semejantes?». Y, ya puesto en plan deprimidamente
sublime, cito a su vez a Juan Luis Panero, no sé si lo he leído en
algún poema suyo, creo que sí: «El odio nos iguala». No nos iguala la
solidaridad, ni la lealtad, ni la comprensión, ni la democracia, ni la bondad,
ni la fidelidad, ni la misericordia, ni la ternura, ni la clemencia. Nos iguala
el odio. Un mundo que utiliza el rasero del odio para igualarnos es un mundo de
mierda.
No todo es destrucción y muerte, sin embargo. También he leído alguna noticia
alentadora, por ejemplo: Joseph Blatter, presidente de la FIFA, ha dimitido. Después de haberse forrado con sus dos millones de dólares mensuales durante veinte años. Pero ha dimitido. La corrupción en el fútbol mundial. Mierda en
bote concentrada. Este mundo de ricos.
martes, 2 de junio de 2015
AH, LOS KILOS (El verano ya está a la vuelta de la esquina)
Se nos ha echado encima el verano sin advertirlo, de manera que el
personal se encuentra de buenas a primeras con que el sol le calienta el
colodrillo más de la cuenta y que, de seguir así las cosas, quien más quien
menos va a hacer el ridículo en playas y piscinas si airea esa horrorosa
blancura epidérmica que pervive debajo de camisas y sujetadores a lo largo del
año.
Y no sólo la blancura. Las abundancias
celulíticas ocasionan también estragos vergonzosos en la autoestima del gentío,
y hay que ver el apresuramiento acongojado con que la mayoría pretende
deshacerse de los kilos, como si los pliegues gelatinosos de la barriga, por
ejemplo, o la redondez apelmazada del trasero, constituyeran una de esas
vergüenzas ocultables y malditas.
Así que no hay más remedio. Hay que hundirse en las
aceitosas olas del consumo y adquirir a todo trapo cremas y demás productos
embellecedores para conseguir una tez bronceada y un cuerpo de sílfide (o
apolíneo, según) si quieres arrancar el ¡oh! admirativo de colegas, vecinas y
demás personal de fauna urbana, acosados como andan por la tenacidad obsesiva y
algo esquizofrénica de la belleza veraniega.
Así y todo, no acabo de entenderlo, por más vueltas que le doy. ¿Por
qué una mujer (o un hombre) que han conseguido una apariencia broceadamente
morena a base de cremas y mejunjes se consideran tocados por el don de la
belleza? ¿Por qué los mismos, si llega el caso, ocultan sus blancuras
epidérmicas con ese sentimiento de indigencia que abochorna y humilla? ¿Por qué
los hombres hunden la barriga y estiran los homóplatos en un afán sin duda
meritorio, aunque de escaso alcance, de
aparecer como un cachas o como un tío macizo? ¿Por qué las mujeres se obstinan
ferozmente en derrocar el trono de los glúteos, o la anchura de las pistoleras,
para imitar esa apariencia etérea que muestran modelos, actrices, cantantes,
vividoras y demás gente guapa y culifina? Ah, la belleza.
No es que quiera balancearme en las alturas de la santonería estética.
Pero, que yo sepa, la belleza es una abstracción y, como tal, difícil de
colocarle límites o de situarla donde a uno/a le apetece. Puede deducirse, en
consecuencia, que una cosa (o una persona) no es bella. Una cosa parece
bella, según la estructura cognitiva del sujeto que la aprecia. Tal vez sea una
obviedad pero, en definitiva, el péndulo estético oscila a uno u otro lado con
desconcertante frecuencia, de manera que lo que a uno le parece bello no lo es
para los otros, o lo que ahora parece bello no lo pareció antes.
Y así, en la Edad Media, la blancura de la piel constituía un signo
distintivo de belleza aristocrática hasta el punto de que las venas emergían de
la epidermis con esa azulada consistencia de los ríos en los mapas de
carreteras. De ahí lo de la «sangre azul», ya sabes. Y no digamos en el
Barroco. Además de la blancura de la piel, las abundancias celulíticas sacaban
a flote los kilos movedizos de sus poseedoras, orgullosas de mostrar una
belleza oronda y rotunda. No tienes más que asomarte a cualquier pinacoteca y
contemplar la alborozada exuberancia de los desnudos femeninos. Las tres
Gracias, por ejemplo, pintadas como servidoras de Venus dentro de un dinamismo
unitario y triádico, como en las obras de Rafael, de Correggio o de Rubens.
(Digresión. Hoy se conocen más de trescientas Gracias descritas en la
suntuosidad consumista del papel cuché, servidoras de la Venus crematística que
bendice sus licuescencias fotográficas en revistas y pantallas para admiración
e imitación del gentío en general y de culebroneras en particular). Sin ir tan
lejos, oí decir a mi abuela que, de moza,
era general costumbre salir poco de casa durante las horas de calor, y
ni mangas cortas ni nada. Se tapaban el rostro con un pañuelo para conservar la
blancura del cutis. Y los domingos se espolvoreaban tenuemente la cara con
polvo de arroz para ir al baile. Y que a las flacas y soleadas no las sacaba a
bailar ni el comandante de puesto. Otros tiempos.
En fin, ahora la belleza aparece impuesta en los cuerpos
bronceados y en las carnes escurridas. Y la imposición ha venido de lo alto de
las grandes empresas multinacionales de cosmética, que son las que mandan. Y el
personal creyéndose bello y fino por utilizar sus cremas. Más de dos mil millones de euros al año el rollo de las cremas bronceadoras. Y las gordas y
blancas, como si fueran pobres.
viernes, 29 de mayo de 2015
EL PSICOPOMPO (RELATO ALGO ESCATOLÓGICO)
Te apuesto doble contra sencillo, forastero, (que disculpe M.L.Estefanía) a que no has oído hablar del Psicopompo. No te asustes. No se trata de ningún virus mortífero de esos que aparecen de vez en cuando en África, extendidos por las diarreas mefíticas de los monos y por las perturbadoras advertencias de los científicos.
Mi vecino tampoco había oído hablar de él. Nos encontrábamos en la escalera y, a pesar del pacto de buena vecindad asentado en el mutuo respeto de los sentimientos futboleros (él madridista, yo atlético) solís decirme, pelín de guasa: Vais de culo, a ver cuando echáis al Mandzukic".
Aquella mañana, sin embargo, mostraba esa seriedad aflictiva que desencadenan los encrespamientos con la suegra, por ejemplo. Y así era. La buena señora se había empeñado en comprarse un perro. Y aunque los razonamientos de mi vecino rozaron los límites de una humildad sobresaliente y fingida, ella enarboló su poderío lenguaraz y tonante, como quien blande una espada, y hubo que soportar en casa la presencia canina.
—Háblale del psicopompo —le dije—, seguro que cuando conozca su función ultramundana deja de adorar a los perros.
—Ni hablar —contestó—. Es tan desconfiada que nutre cualquier palabra rara con asociaciones obscenas. Seguro que si le nombro al psicopompo piensa que deseo tocarle la redondez de su trasero.
Lo tranquilicé. Y, arrimándome a su oído, le solté que en las mitologías arcaicas el perro era un animal asociado a la muerte y que, con frecuencia, era en elcargado de conducir a los muertos a la otra vida, la función del psicopompo, vamos.
—De hecho —aseguré con suficiencia—, ahí tienes a Anubis o al can Cerbero, divinidades mortuorias caniformes. Sin ir más lejos, proseguí, los neoplátonicos pensaban que el perro simbolizaba la maldad del dueño que se deshacía de ella traspasándola al animal, de manera que tu suegra tiene tan mala pipa que, arrepentida, piensa desahogar sus pudrideros en la doméstica fidelidad de su caniche. Dile esto, a ver si le gafas lo del perro y lo regala.
Se lo dijo. Pero ni por esas. Al contrario, la suegra manifestó de forma contundente que era pura bondad lo que exhibía su perro, de manera que ella le había transmitido sus cualidades positivas. Por otra parte, le hizo muchísima gracia lo del psicopompo y, a renglón seguido, le creció debajo del moño un sorprendente alarde de cultería léxica que la impulsaba a utilizar la palabra cada dos por tres.
Y así, salía al atardecer por las aceras, muy ufana, a pasear al perro. Naturalmente, se cruzaba con treinta o cuarenta personas que a la misma hora también pasean a sus perros de esta guisa: los padres pasean el perro que le compraron a la niña cuando approbó 2º de ESO, los viejos pasean el perrillo de sus recuerdos, las solteras más bien provectas pasean el perrito de su desasosiego, los raperos pasean el perrazo de sus insumisiones, los amantes de los animales pasean simplemente el perro. Todos muy orgullosos, eso sí, de poder contar entre sus docilidades familiares con la doméstica afinidad de un perro.
La suegra de mi vecino estaba dotada de una capacidad de fabulación extraordinaria de modo que no se callaba ni debajo del agua y, como le había hecho gracia, según te dije, lo del psicopompo, cuando se cruzaba con una señorita que paseaba al perrito, se detenía educadamente y le decía:
—Oh, tiene usted un psicopompo monísimo—, y la señorita enrojecía.
A los padres que paseaban el perro que le compraron a la niña, etc., les espetaba:
—Buenas, tienen ustedes un psicopompo muy educado—, y los padres se soltaban de la mano.
A los raperos que paseban al perrazo casi les escupía:
—Vaya, tenéis un psicopompo desproporcionado—, y los raperos, perplejos, se miraban la entrepierna.
A los amantes de los animales simplemente les daba las buenas tardes.
La aparente dificultad de todo este embrollo reside en que el psicopompo, al menos el psicopompo que adopta zoomorfología canina, siente acuciantes necesidades fisiológicas y, cada dos por tres, mea y caga. Y es (in)digno de ver el sarpullido excrementicio que salpica las aceras, como ejemplo peligrosamente escatológico de resbalones, de patinazos y de untadas.
Y aunque el excelentísimo Ayuntamiento, en su aparente afán de proteger el bien público, notifica cada dos o tres años conminatorios avisos de multa aplicables a los dueños de psicopompos desavisados, no hay remedio. Los dueños de los perros siguen tras ellos durante los atardeceres, como si tal cosaa, atados (los dueños) al orgullo de la cadenita flexible como si persiguieran machaconamente la inconstancia vespertina.
En fin. Aquel atardecer me encontré con la suegra de mi vecino que recogía a su perro. Ella subía las escaleras, yo salía a la calle. Le sonreí con la boca cerrada y, disimuladamente, le di un taconazo al perro. Nada más pisar la acera, me corté. La ñorda apretujada y maloliente del perro de la suegra de mi vecino se adhería a la suela de mi zapato con una pertinacia constante y vengativa que me impulsaba a caminar a la pata coja, sin saber qué hacer. Justo castigo del psicopompo, creo.
Mi vecino tampoco había oído hablar de él. Nos encontrábamos en la escalera y, a pesar del pacto de buena vecindad asentado en el mutuo respeto de los sentimientos futboleros (él madridista, yo atlético) solís decirme, pelín de guasa: Vais de culo, a ver cuando echáis al Mandzukic".
Aquella mañana, sin embargo, mostraba esa seriedad aflictiva que desencadenan los encrespamientos con la suegra, por ejemplo. Y así era. La buena señora se había empeñado en comprarse un perro. Y aunque los razonamientos de mi vecino rozaron los límites de una humildad sobresaliente y fingida, ella enarboló su poderío lenguaraz y tonante, como quien blande una espada, y hubo que soportar en casa la presencia canina.
—Háblale del psicopompo —le dije—, seguro que cuando conozca su función ultramundana deja de adorar a los perros.
—Ni hablar —contestó—. Es tan desconfiada que nutre cualquier palabra rara con asociaciones obscenas. Seguro que si le nombro al psicopompo piensa que deseo tocarle la redondez de su trasero.
Lo tranquilicé. Y, arrimándome a su oído, le solté que en las mitologías arcaicas el perro era un animal asociado a la muerte y que, con frecuencia, era en elcargado de conducir a los muertos a la otra vida, la función del psicopompo, vamos.
—De hecho —aseguré con suficiencia—, ahí tienes a Anubis o al can Cerbero, divinidades mortuorias caniformes. Sin ir más lejos, proseguí, los neoplátonicos pensaban que el perro simbolizaba la maldad del dueño que se deshacía de ella traspasándola al animal, de manera que tu suegra tiene tan mala pipa que, arrepentida, piensa desahogar sus pudrideros en la doméstica fidelidad de su caniche. Dile esto, a ver si le gafas lo del perro y lo regala.
Se lo dijo. Pero ni por esas. Al contrario, la suegra manifestó de forma contundente que era pura bondad lo que exhibía su perro, de manera que ella le había transmitido sus cualidades positivas. Por otra parte, le hizo muchísima gracia lo del psicopompo y, a renglón seguido, le creció debajo del moño un sorprendente alarde de cultería léxica que la impulsaba a utilizar la palabra cada dos por tres.
Y así, salía al atardecer por las aceras, muy ufana, a pasear al perro. Naturalmente, se cruzaba con treinta o cuarenta personas que a la misma hora también pasean a sus perros de esta guisa: los padres pasean el perro que le compraron a la niña cuando approbó 2º de ESO, los viejos pasean el perrillo de sus recuerdos, las solteras más bien provectas pasean el perrito de su desasosiego, los raperos pasean el perrazo de sus insumisiones, los amantes de los animales pasean simplemente el perro. Todos muy orgullosos, eso sí, de poder contar entre sus docilidades familiares con la doméstica afinidad de un perro.
La suegra de mi vecino estaba dotada de una capacidad de fabulación extraordinaria de modo que no se callaba ni debajo del agua y, como le había hecho gracia, según te dije, lo del psicopompo, cuando se cruzaba con una señorita que paseaba al perrito, se detenía educadamente y le decía:
—Oh, tiene usted un psicopompo monísimo—, y la señorita enrojecía.
A los padres que paseaban el perro que le compraron a la niña, etc., les espetaba:
—Buenas, tienen ustedes un psicopompo muy educado—, y los padres se soltaban de la mano.
A los raperos que paseban al perrazo casi les escupía:
—Vaya, tenéis un psicopompo desproporcionado—, y los raperos, perplejos, se miraban la entrepierna.
A los amantes de los animales simplemente les daba las buenas tardes.
La aparente dificultad de todo este embrollo reside en que el psicopompo, al menos el psicopompo que adopta zoomorfología canina, siente acuciantes necesidades fisiológicas y, cada dos por tres, mea y caga. Y es (in)digno de ver el sarpullido excrementicio que salpica las aceras, como ejemplo peligrosamente escatológico de resbalones, de patinazos y de untadas.
Y aunque el excelentísimo Ayuntamiento, en su aparente afán de proteger el bien público, notifica cada dos o tres años conminatorios avisos de multa aplicables a los dueños de psicopompos desavisados, no hay remedio. Los dueños de los perros siguen tras ellos durante los atardeceres, como si tal cosaa, atados (los dueños) al orgullo de la cadenita flexible como si persiguieran machaconamente la inconstancia vespertina.
En fin. Aquel atardecer me encontré con la suegra de mi vecino que recogía a su perro. Ella subía las escaleras, yo salía a la calle. Le sonreí con la boca cerrada y, disimuladamente, le di un taconazo al perro. Nada más pisar la acera, me corté. La ñorda apretujada y maloliente del perro de la suegra de mi vecino se adhería a la suela de mi zapato con una pertinacia constante y vengativa que me impulsaba a caminar a la pata coja, sin saber qué hacer. Justo castigo del psicopompo, creo.
jueves, 28 de mayo de 2015
EL MAL, ¿DÓNDE SE ENCUENTRA EL MAL?
Es inquietante, la pregunta. ¿Dónde se esconde el mal? Casi siempre se ignora, también en los pequeños aconteceres. Leo que decenas de alcaldes del PSC quitaron la bandera española en la Diada. ¿Eso es bueno o malo? ¿Es un bien o un mal la bandera? ¿Cómo un pedazo de tela (un símbolo no más, en el sentido icónico del término) concita tantas pasiones, a favor o en contra? Pienso que el hombre no siente real, íntima, individualmente tal devoción a la bandera sino que hay ‘alguien’ que lo incita a amar por encima de todo una bandera, a odiar por encima de todo otra bandera. ¿Dónde radica el mal, en el odio exacerbado o en el amor incontrolado? Por amor a una bandera se mata; por odio a una bandera se mata. Que alguien me diga qué importa el amor, en este caso, si su defensa conlleva el odio, la destrucción, la muerte de otros seres humanos. O en qué se diferencia ese sentimiento del que mata y destruye impulsado por el odio a otra bandera. El amor y el odio confluyen, se equiparan el bien y el mal.
Los ocultos y turbios intereses personales de aquellos que rigen los destinos de los hombres han extendido el mal por el mundo, una sombra gigante y turbadora como la negra silueta del diablo, el Leviatán político de Thomas Hobbes.
martes, 26 de mayo de 2015
OH, LA TELE, ¿HABRÁ QUE APAGARLA?
Si tiene usted las agallas que hay que tener para tragarse un telediario
completo, habrá advertido que las intenciones de quienes nos ‘echan’ las
noticias (que son la alfalfa del borreguío televidente) persiguen, a mi
parecer, un fin: que el gentío tiemble de miedo. Un 40 % de la información
expone a diario tragedias, asesinatos, maltrato físico, violencia de género,
accidentes de tráfico, devastaciones climatológicas, dolor y muerte. El 60 %
restante se divide entre deportes, política económica y publicidad.
Michael Moore, el del documental “Bowling
for Columbine” que hizo tanta pupa, dijo que los medios procuran que
tengamos miedo. «Animo a la gente a que apague la tele porque nos están
triturando el cerebro». Apagar la tele. ¿Y entonces? Hablar o leer. Hablar con
la familia resulta fastidioso porque hoy no se habla, se discute. Mejor ver la
tele. Leer es insoportable. Un aburrimiento pertinaz que carga la vista e
hincha la cabeza. La lectura es para los letraheridos. Mejor ver la tele. Y el
gentío se distrae zapeando. Más miedo. Los programas matutinos, orlados de
atractiva publicidad doméstica, meten el miedo en el cuerpo con la cosa del
colesterol, la hipertensión, los ácidos biliares y la celulitis. Los programas
vespertinos exponen las lágrimas de la señora que ha perdido a su hijo, o que
se le ha inundado la casa, o que padece cáncer de colon, o que se ve obligada a
subsistir con 327 euros, o que ha sufrido un atraco, o que han violado a su
hija. Y así. Ese cúmulo de desgracias, esparcidas por los espacios televisivos
como quien esparce abono, eleva la adrenalina y produce una honda satisfacción
contradictoria, el hallazgo del gusto en la desgracia. No, mister Moore. El
gentío no tiene el cerebro triturado por la tele. El gentío disfruta con la
tele, su tabla de salvación. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, dijo
Arquímedes. La tele. El punto de apoyo.
martes, 19 de mayo de 2015
EL OPIO SIEMPRE ATONTA
Tal vez la religión, como ideología, sea el opio del pueblo, un opio
inodoro, incoloro e insípido, hoy día. Pero el laicismo, como ideología, es el
actual opio del pueblo, un opio aromático, irisado y sabroso que promete la
salvación ciudadana. En aras de la libertad. “Estatolatría”, lo llama Raúl del
Pozo. Sorprendente. Ahora que avergüenza menos ondear la bandera del partido en
una manifestación que portar el estandarte de la cofradía en una procesión,
ahora, digo, que se aturde al personal con el pregón de las promesas
democráticas, ahora se sustituye un opio por otro. Apenas quedan santos a los
que venerar. Abundan sin embargo ídolos mediáticos (o políticos) a los que
adorar. Y va la gente y se lo cree. Libertad de expresión. ¿Por qué la
expresión de determinadas libertades constituye un opio infumable mientras que
la expresión de libertades oficiales se acepta como opio fumable? Es mentira la
validez de un opio y la inutilidad del otro. El opio siempre atonta.
miércoles, 13 de mayo de 2015
EL ERROR DE LAS "CATÁSTROFES HUMANITARIAS"
Esta primavera, convertida en verano adelantado y agobiante, florece entre mítines, carteles y promesas electorales tal como en las orillas de los regatos eclosionan las pamplinas y los pañalitos. Con la
diferencia de que en las promesas parpadea el amarillo brillante de la mentira y en
las pamplinas y pañalitos revienta la savia nutricia. Con tanta promesa, esta primavera está vacía
de realidades y sentimientos. El segundo terremoto de Nepal en pocos días ha hundido en la muerte y en la nada a todas esas personas a las que les ha tocado la china. Estamos tan vacíos de
sentimientos que incluso los informadores se trastuecan y perturban con las
heridas de la primavera. Ayer, en algún noticiario televisivo, escuché la noticia de que estaban organizándose nuevos recursos para ayudar a estas "catástrofes humanitarias". Hombre, no creo que los periodistas sean tan ignorantes. O quizá lo sean
cuando utilizan la expresión de «catástrofes humanitarias». El concepto de
‘humanitario’ significa algo que se refiere al bien del género humano, cosa que
es esencialmente imposible en cualquier catástrofe. Si lo de «catástrofes
humanitarias» lo repiten una y otra vez telediarios y boletines de noticias,
advierto a los desavisados que, con ello, están expresando justamente lo
contrario de lo que quieren decir: lo 'humanitario' tiene como finalidad aliviar
los efectos que causan las desgracias en las personas que las padecen, alivio
imposible si va unido a una catástrofe. Una catástrofe no puede ser humanitaria. Las catástrofes sólo pueden ser
humanas; las ayudas sí pueden ser humanitarias.
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