Ya te
cuento, amigo, se acabaron, como siempre. Esa fuente aparentemente inagotable
de deseos y fantasías, se ha agotado. Todos alzamos los brazos al cielo pródigo
de las vacaciones, alborozados en medio del rito canicular y veraniego. Pero
llega septiembre, parece mentira, este mes sosón y casi inútil, dentro de la
inutilidad isobárica del calendario, porque no es verano ni es otoño y, zas, te
suelta el soplamocos del final de las vacaciones. Septiembre es el jarro de agua
fría que diluye las apologías del ocio y endereza la mediocridad de la rutina.
El verano lanza la red piscatoria de las sensaciones agazapadas en la íntima
covachuela del arrebato, y va el personal y se deja atrapar entre playas y
terrazas, esos lugares de caza en que está permitido el tiro visual de la
tórtola que cruza trémula y casi concreta, fugazmente rotunda, aligerada de
timideces y lencería, por muy fina que sea. El verano es la elocuencia del
desvarío y del gasto, es el deslumbramiento del consumo y de la euforia.
Septiembre, en cambio, este mes bobalicón e indefinido, es el mes de la
depresión, el mes del síndrome de la vuelta al trabajo. El verano eleva los
cuerpos a categorías inalcanzables, precisamente por parecer tan al alcance de
la mano. Son dioses los cuerpos, dioses inalcanzables, ya digo, dentro de una
desnudez mitológica, bronceada y mediterránea. Siempre me ha llamado la
atención (aunque no venga a cuento ahora, o quizá sí, atraído por la referencia
mediterránea) el contraste casi hiriente con que los pintores renacentistas
exaltaban los cuerpos: mientras los artistas italianos reproducían desnudeces
espléndidas, rotundas y casi sagradas —piensa en Boticelli y compañía—, los
artistas centroeuropeos ofrecían unos desnudos melancólicos y lacios, como si
regresaran de la tristeza o del pecado —piensa en Lucas Cranach o El Bosco, por
ejemplo—.
Todos llevamos dentro un mediterráneo y unas
sirenas, un secano y unas tórtolas, un verano y un septiembre, me parece. Un
verano que burbujea entre nubilidades y
protuberancias, entre escotes y turgencias salpicadas de espuma imaginaria. Un
septiembre que se desinfla entre rutinas y obsesiones, entre colegas y
domesticidades concretas. Llevamos dentro —y lo soñamos en la inútil nostalgia
del recuerdo— un verano para contar. Llevamos dentro —y lo rebozamos en el
fatigoso tedio de la cotidianidad— un septiembre para escuchar. Quien no cuenta
su verano, no merece otra atención que la del hundido en la
indiferencia social, es decir, ninguna. Solamente a través del verano uno se
ensalza, se magnifica, se cubre de higiénica vanidad, se inmola incluso en el
altar de la consideración y del aplauso ajenos. Y hay que ver cómo todo el
mundo ha pasado las mejores vacaciones de su vida, colega, que no puedes ni
imaginarte cómo es la Habana,
la Habana es
una mujer, hasta las paredes rezuman algo femenino y turbio, las mulatas, los
turistas, los ciclistas, los vendedores ambulantes y el Malecón segregan una
belleza enamorada y política, tal vez politizada en el Granma, y de
Berlín ni te cuento, la Puerta
de Brandenburgo, el Tiergarten que es el parque más grande del mundo, y bueno
es que te cagas si recorres la Kurfürstendamm (da mucho lustre la cita en
alemán) entre tiendas, cines y sexshops a mantas, tío, y qué decir de Chicago
donde los edificios no tienen otro límite que el cielo, donde se te aparece de pronto el reflejo casi
ofensivo del 333 West Wacker Drive (da finura cosmopolita la cita en inglés),
un edificio de cristal que te quita el hipo, o el Civic Opera House, las más
afinadas y eufónicas laringes del planeta. Bueno, es que todo el personal que
viaja al extranjero (al extranjero-extranjero, no a Portugal o por ahí, algunos
viajan incluso más allá del extranjero), bueno pues todos regresan eufóricos del
verano, sacralizados e instalados, al parecer, en la aristocracia del poderío
viajero, tres mil quinientos euros por barba, tío, pero bueno, para lo que vale
el dinero que desde luego con mi dinero no se enriquecen los bancos, prefiero
gastármelo, con la miseria que te dan, ni el uno por ciento, mejor es
disfrutarlo, anda y que le den morcillas al dinero y, además, la luz que va por
delante es la que alumbra y, al final, empina uno el zapato y no has vivido. El
verano es para contarlo, te decía. Septiembre es para escuchar. Y como ya hace
tiempo que estás instalado en la puesta de sol de septiembre, no tienes más
remedio que tragar la bisutería narrativa y viajera del gentío, alucinado por
su propio y atrevido deslumbramiento. Y escuchas con educado asentimiento, a
ver. Y tus gestos de sorpresa auditiva son más retóricos que convencidos.
En fin. Para sacudirte de encima el polvo megalítico
de tantos caminos importantes, te sugiero que admires, tranquilamente, las
espléndidas puestas de sol que septiembre, este mes malhadado, ofrece al
viajero que se adentra por los íntimos vericuetos de la Sierra de Gata. No verás
cosa igual, afirmo.
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