martes, 1 de septiembre de 2015

¡LAS VACACIONES, AY!


Ya te cuento, amigo, se acabaron, como siempre. Esa fuente aparentemente inagotable de deseos y fantasías, se ha agotado. Todos alzamos los brazos al cielo pródigo de las vacaciones, alborozados en medio del rito canicular y veraniego. Pero llega septiembre, parece mentira, este mes sosón y casi inútil, dentro de la inutilidad isobárica del calendario, porque no es verano ni es otoño y, zas, te suelta el soplamocos del final de las vacaciones. Septiembre es el jarro de agua fría que diluye las apologías del ocio y endereza la mediocridad de la rutina. El verano lanza la red piscatoria de las sensaciones agazapadas en la íntima covachuela del arrebato, y va el personal y se deja atrapar entre playas y terrazas, esos lugares de caza en que está permitido el tiro visual de la tórtola que cruza trémula y casi concreta, fugazmente rotunda, aligerada de timideces y lencería, por muy fina que sea. El verano es la elocuencia del desvarío y del gasto, es el deslumbramiento del consumo y de la euforia. Septiembre, en cambio, este mes bobalicón e indefinido, es el mes de la depresión, el mes del síndrome de la vuelta al trabajo. El verano eleva los cuerpos a categorías inalcanzables, precisamente por parecer tan al alcance de la mano. Son dioses los cuerpos, dioses inalcanzables, ya digo, dentro de una desnudez mitológica, bronceada y mediterránea. Siempre me ha llamado la atención (aunque no venga a cuento ahora, o quizá sí, atraído por la referencia mediterránea) el contraste casi hiriente con que los pintores renacentistas exaltaban los cuerpos: mientras los artistas italianos reproducían desnudeces espléndidas, rotundas y casi sagradas —piensa en Boticelli y compañía—, los artistas centroeuropeos ofrecían unos desnudos melancólicos y lacios, como si regresaran de la tristeza o del pecado —piensa en Lucas Cranach o El Bosco, por ejemplo—.
Todos llevamos dentro un mediterráneo y unas sirenas, un secano y unas tórtolas, un verano y un septiembre, me parece. Un verano que burbujea entre  nubilidades y protuberancias, entre escotes y turgencias salpicadas de espuma imaginaria. Un septiembre que se desinfla entre rutinas y obsesiones, entre colegas y domesticidades concretas. Llevamos dentro —y lo soñamos en la inútil nostalgia del recuerdo— un verano para contar. Llevamos dentro —y lo rebozamos en el fatigoso tedio de la cotidianidad— un septiembre para escuchar. Quien no cuenta su verano, no merece otra atención que la del hundido en la indiferencia social, es decir, ninguna. Solamente a través del verano uno se ensalza, se magnifica, se cubre de higiénica vanidad, se inmola incluso en el altar de la consideración y del aplauso ajenos. Y hay que ver cómo todo el mundo ha pasado las mejores vacaciones de su vida, colega, que no puedes ni imaginarte cómo es la Habana, la Habana es una mujer, hasta las paredes rezuman algo femenino y turbio, las mulatas, los turistas, los ciclistas, los vendedores ambulantes y el Malecón segregan una belleza enamorada y política, tal vez politizada en el Granma, y de Berlín ni te cuento, la Puerta de Brandenburgo, el Tiergarten que es el parque más grande del mundo, y bueno es que te cagas si recorres la Kurfürstendamm (da mucho lustre la cita en alemán) entre tiendas, cines y sexshops a mantas, tío, y qué decir de Chicago donde los edificios no tienen otro límite que el cielo,  donde se te aparece de pronto el reflejo casi ofensivo del 333 West Wacker Drive (da finura cosmopolita la cita en inglés), un edificio de cristal que te quita el hipo, o el Civic Opera House, las más afinadas y eufónicas laringes del planeta. Bueno, es que todo el personal que viaja al extranjero (al extranjero-extranjero, no a Portugal o por ahí, algunos viajan incluso más allá del extranjero), bueno pues todos regresan eufóricos del verano, sacralizados e instalados, al parecer, en la aristocracia del poderío viajero, tres mil quinientos euros por barba, tío, pero bueno, para lo que vale el dinero que desde luego con mi dinero no se enriquecen los bancos, prefiero gastármelo, con la miseria que te dan, ni el uno por ciento, mejor es disfrutarlo, anda y que le den morcillas al dinero y, además, la luz que va por delante es la que alumbra y, al final, empina uno el zapato y no has vivido. El verano es para contarlo, te decía. Septiembre es para escuchar. Y como ya hace tiempo que estás instalado en la puesta de sol de septiembre, no tienes más remedio que tragar la bisutería narrativa y viajera del gentío, alucinado por su propio y atrevido deslumbramiento. Y escuchas con educado asentimiento, a ver. Y tus gestos de sorpresa auditiva son más retóricos que convencidos.

En fin. Para sacudirte de encima el polvo megalítico de tantos caminos importantes, te sugiero que admires, tranquilamente, las espléndidas puestas de sol que septiembre, este mes malhadado, ofrece al viajero que se adentra por los íntimos vericuetos de la Sierra de Gata. No verás cosa igual, afirmo.

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