La historia del tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros pasos erectos (homo neanderthalensis, o por ahí), el hombre se empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles, manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza, avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando pensamos mucho qué fuimos o seremos.
No pretendo tener razón. Lo que para mí es acertado, puede ser desacertado para otros.
martes, 9 de junio de 2015
LA DESCONOCIDA CERCANÍA DEL TIEMPO
Ontología de la existencia. Gracias al tiempo
estamos en el mundo. Ser-en-el-mundo interpretado como existencia, ya lo dijo
Heidegger. Estamos tan acostumbrados al tiempo que no se nos ocurre pensar en
el problema que el tiempo supone. Lo relacionamos con un antes y un después, un
pasado y un futuro, cuando en realidad la unidad de medida del tiempo es el
‘ahora’, el instante inmediato. «Es algo misterioso, porque por una parte
divide el tiempo en pasado y presente y por otra los une de nuevo. Por la
división surge la diversidad del tiempo y, por la unión en el ahora, su
diversidad», afirma Hirschberger. Vivimos, pues, en medio de una ficción que
nos hacer ser sin ser, porque nuestro presente está variando constantemente.
Cada nanosegundo ya no somos lo que somos porque nuestro ser acaba de caer en
el pasado y tomamos del futuro otra mínima fracción de tiempo que, a su vez,
cae instantáneamente en el pasado.
La historia del tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros pasos erectos (homo neanderthalensis, o por ahí), el hombre se empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles, manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza, avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando pensamos mucho qué fuimos o seremos.
La historia del tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros pasos erectos (homo neanderthalensis, o por ahí), el hombre se empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles, manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza, avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando pensamos mucho qué fuimos o seremos.
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