Se nos ha echado encima el verano sin advertirlo, de manera que el
personal se encuentra de buenas a primeras con que el sol le calienta el
colodrillo más de la cuenta y que, de seguir así las cosas, quien más quien
menos va a hacer el ridículo en playas y piscinas si airea esa horrorosa
blancura epidérmica que pervive debajo de camisas y sujetadores a lo largo del
año.
Y no sólo la blancura. Las abundancias
celulíticas ocasionan también estragos vergonzosos en la autoestima del gentío,
y hay que ver el apresuramiento acongojado con que la mayoría pretende
deshacerse de los kilos, como si los pliegues gelatinosos de la barriga, por
ejemplo, o la redondez apelmazada del trasero, constituyeran una de esas
vergüenzas ocultables y malditas.
Así que no hay más remedio. Hay que hundirse en las
aceitosas olas del consumo y adquirir a todo trapo cremas y demás productos
embellecedores para conseguir una tez bronceada y un cuerpo de sílfide (o
apolíneo, según) si quieres arrancar el ¡oh! admirativo de colegas, vecinas y
demás personal de fauna urbana, acosados como andan por la tenacidad obsesiva y
algo esquizofrénica de la belleza veraniega.
Así y todo, no acabo de entenderlo, por más vueltas que le doy. ¿Por
qué una mujer (o un hombre) que han conseguido una apariencia broceadamente
morena a base de cremas y mejunjes se consideran tocados por el don de la
belleza? ¿Por qué los mismos, si llega el caso, ocultan sus blancuras
epidérmicas con ese sentimiento de indigencia que abochorna y humilla? ¿Por qué
los hombres hunden la barriga y estiran los homóplatos en un afán sin duda
meritorio, aunque de escaso alcance, de
aparecer como un cachas o como un tío macizo? ¿Por qué las mujeres se obstinan
ferozmente en derrocar el trono de los glúteos, o la anchura de las pistoleras,
para imitar esa apariencia etérea que muestran modelos, actrices, cantantes,
vividoras y demás gente guapa y culifina? Ah, la belleza.
No es que quiera balancearme en las alturas de la santonería estética.
Pero, que yo sepa, la belleza es una abstracción y, como tal, difícil de
colocarle límites o de situarla donde a uno/a le apetece. Puede deducirse, en
consecuencia, que una cosa (o una persona) no es bella. Una cosa parece
bella, según la estructura cognitiva del sujeto que la aprecia. Tal vez sea una
obviedad pero, en definitiva, el péndulo estético oscila a uno u otro lado con
desconcertante frecuencia, de manera que lo que a uno le parece bello no lo es
para los otros, o lo que ahora parece bello no lo pareció antes.
Y así, en la Edad Media, la blancura de la piel constituía un signo
distintivo de belleza aristocrática hasta el punto de que las venas emergían de
la epidermis con esa azulada consistencia de los ríos en los mapas de
carreteras. De ahí lo de la «sangre azul», ya sabes. Y no digamos en el
Barroco. Además de la blancura de la piel, las abundancias celulíticas sacaban
a flote los kilos movedizos de sus poseedoras, orgullosas de mostrar una
belleza oronda y rotunda. No tienes más que asomarte a cualquier pinacoteca y
contemplar la alborozada exuberancia de los desnudos femeninos. Las tres
Gracias, por ejemplo, pintadas como servidoras de Venus dentro de un dinamismo
unitario y triádico, como en las obras de Rafael, de Correggio o de Rubens.
(Digresión. Hoy se conocen más de trescientas Gracias descritas en la
suntuosidad consumista del papel cuché, servidoras de la Venus crematística que
bendice sus licuescencias fotográficas en revistas y pantallas para admiración
e imitación del gentío en general y de culebroneras en particular). Sin ir tan
lejos, oí decir a mi abuela que, de moza,
era general costumbre salir poco de casa durante las horas de calor, y
ni mangas cortas ni nada. Se tapaban el rostro con un pañuelo para conservar la
blancura del cutis. Y los domingos se espolvoreaban tenuemente la cara con
polvo de arroz para ir al baile. Y que a las flacas y soleadas no las sacaba a
bailar ni el comandante de puesto. Otros tiempos.
En fin, ahora la belleza aparece impuesta en los cuerpos
bronceados y en las carnes escurridas. Y la imposición ha venido de lo alto de
las grandes empresas multinacionales de cosmética, que son las que mandan. Y el
personal creyéndose bello y fino por utilizar sus cremas. Más de dos mil millones de euros al año el rollo de las cremas bronceadoras. Y las gordas y
blancas, como si fueran pobres.
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