martes, 2 de junio de 2015

AH, LOS KILOS (El verano ya está a la vuelta de la esquina)


Se nos ha echado encima el verano sin advertirlo, de manera que el personal se encuentra de buenas a primeras con que el sol le calienta el colodrillo más de la cuenta y que, de seguir así las cosas, quien más quien menos va a hacer el ridículo en playas y piscinas si airea esa horrorosa blancura epidérmica que pervive debajo de camisas y sujetadores a lo largo del año.
Y no sólo la blancura. Las abundancias celulíticas ocasionan también estragos vergonzosos en la autoestima del gentío, y hay que ver el apresuramiento acongojado con que la mayoría pretende deshacerse de los kilos, como si los pliegues gelatinosos de la barriga, por ejemplo, o la redondez apelmazada del trasero, constituyeran una de esas vergüenzas ocultables y malditas.
Así que no hay más remedio. Hay que hundirse en las aceitosas olas del consumo y adquirir a todo trapo cremas y demás productos embellecedores para conseguir una tez bronceada y un cuerpo de sílfide (o apolíneo, según) si quieres arrancar el ¡oh! admirativo de colegas, vecinas y demás personal de fauna urbana, acosados como andan por la tenacidad obsesiva y algo esquizofrénica de la belleza veraniega.
Así y todo, no acabo de entenderlo, por más vueltas que le doy. ¿Por qué una mujer (o un hombre) que han conseguido una apariencia broceadamente morena a base de cremas y mejunjes se consideran tocados por el don de la belleza? ¿Por qué los mismos, si llega el caso, ocultan sus blancuras epidérmicas con ese sentimiento de indigencia que abochorna y humilla? ¿Por qué los hombres hunden la barriga y estiran los homóplatos en un afán sin duda meritorio,  aunque de escaso alcance, de aparecer como un cachas o como un tío macizo? ¿Por qué las mujeres se obstinan ferozmente en derrocar el trono de los glúteos, o la anchura de las pistoleras, para imitar esa apariencia etérea que muestran modelos, actrices, cantantes, vividoras y demás gente guapa y culifina? Ah, la belleza.
No es que quiera balancearme en las alturas de la santonería estética. Pero, que yo sepa, la belleza es una abstracción y, como tal, difícil de colocarle límites o de situarla donde a uno/a le apetece. Puede deducirse, en consecuencia, que una cosa (o una persona) no es bella. Una cosa parece bella, según la estructura cognitiva del sujeto que la aprecia. Tal vez sea una obviedad pero, en definitiva, el péndulo estético oscila a uno u otro lado con desconcertante frecuencia, de manera que lo que a uno le parece bello no lo es para los otros, o lo que ahora parece bello no lo pareció antes.
Y así, en la Edad Media, la blancura de la piel constituía un signo distintivo de belleza aristocrática hasta el punto de que las venas emergían de la epidermis con esa azulada consistencia de los ríos en los mapas de carreteras. De ahí lo de la «sangre azul», ya sabes. Y no digamos en el Barroco. Además de la blancura de la piel, las abundancias celulíticas sacaban a flote los kilos movedizos de sus poseedoras, orgullosas de mostrar una belleza oronda y rotunda. No tienes más que asomarte a cualquier pinacoteca y contemplar la alborozada exuberancia de los desnudos femeninos. Las tres Gracias, por ejemplo, pintadas como servidoras de Venus dentro de un dinamismo unitario y triádico, como en las obras de Rafael, de Correggio o de Rubens. (Digresión. Hoy se conocen más de trescientas Gracias descritas en la suntuosidad consumista del papel cuché, servidoras de la Venus crematística que bendice sus licuescencias fotográficas en revistas y pantallas para admiración e imitación del gentío en general y de culebroneras en particular). Sin ir tan lejos, oí decir a mi abuela que, de moza,  era general costumbre salir poco de casa durante las horas de calor, y ni mangas cortas ni nada. Se tapaban el rostro con un pañuelo para conservar la blancura del cutis. Y los domingos se espolvoreaban tenuemente la cara con polvo de arroz para ir al baile. Y que a las flacas y soleadas no las sacaba a bailar ni el comandante de puesto. Otros tiempos.
En fin, ahora la belleza aparece impuesta en los cuerpos bronceados y en las carnes escurridas. Y la imposición ha venido de lo alto de las grandes empresas multinacionales de cosmética, que son las que mandan. Y el personal creyéndose bello y fino por utilizar sus cremas. Más de dos mil millones de euros al año el rollo de las cremas bronceadoras. Y las gordas y blancas, como si fueran pobres.









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