Aún recuerdo aquel dibujo de Gustavo Doré —aquellos dibujos
sorprendentes y azules de la Historia Sagrada — que representaba un hombre
musculoso, cubierto de medio cuerpo para abajo con una piel, blandiendo una
quijada de asno. Lo que más me sorprendía, sin embargo, era su mirada. Una
mirada huidiza, retorcida hacia lo alto del cielo, que escuchaba una voz
recriminadora y condenatoria. Era la mirada de la culpa.
Y es que, para ser el primer hijo de mujer que habitó la tierra, Caín
ya fue un ejemplar portentoso en lo de conseguir una buena lista de récords. Fue el primero en
realizar múltiples actividades humanas: fue el primer amargado, el primer
envidioso, el primer asesino, el primer fugitivo de la justicia (divina). En
fin, un prototipo original y literalmente protervo, un molde en el que se
fraguó la figura humana. No pretendo resultar irreverente, pero hay veces en
que el hombre parece hecho más a imagen y semejanza de Caín que a imagen y
semejanza de Dios.
Desde los albores de la
Humanidad , la figura renuente de Caín se ha multiplicado
época tras época, milenio tras milenio, siglo tras siglo, año tras año, días
tras día, para significar que la lucha de contrarios sobrevive pavorosamente,
nos engulle y nos fagocita. Desde las primeras páginas del Génesis aparece
siempre entre los hombres la contraposición de contrarios, ya digo, la lucha
entre y el bien y el mal, esa oposición antitética, en la que regularmente
resulta vencedora, de forma enigmática y terrible, la figura del mal. Y aunque
históricamente hayan despuntado personajes (los santos o los héroes) que
lucharon por implantar en el mundo la figura del bien, en realidad su intento
consiguió poco si se compara con el crecimiento espectacular del mal, una especie de larva poderosa y satánica (¿satánica?) que arrasa sin contemplaciones
la escasa flor del bien.
Para qué hablar del hambre en el mundo, para qué hablar del horror de
la guerra, de la injusticia social. En teoría, miles de obras sesudas tratan
estos temas. En la práctica, cientos de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, cientos
de asociaciones religiosas o laicas, pretenden erradicar el mal del mundo. Pero
no hay que ascender a esos niveles globalizadores. Si desciendes al ámbito de
la cotidianidad, el cainismo proporciona también un campo propicio a la
desavenencia. Una reunión familiar, una reunión de vecinos copropietarios, un pleno del Ayuntamiento, por ejemplo, se convierten en un avispero en el que los acuerdos se tornan imposibles.
Hechos a imagen y semejanza de Caín. Con la quijada de asno de la
envidia. Mierda de vida.
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