Nadie tiene la obligación de leer si
no quiere. Pero ¿y la obligatoriedad? ¿Por qué se impone la obligatoriedad de
leer aunque uno no quiera, de la misma manera que se impone a los niños la
obligatoriedad de comer pescado?
Me refiero a la
obligatoriedad de leer que te imponen domingos y fines de semana las empresas
de comunicación y prensa escrita. Y no son dos páginas, precisamente. Páginas y
páginas, cientos de páginas. De manera que vas tan contento, ansioso por adquirir
tu ración de avituallamiento informativo, y te diriges al quiosco. A medida que
te acercas, preparas ese aire de persona sensata e informada que no puede
prescindir de lo que llaman cultura. Llegas y pides tu periódico. La
quiosquera, una chica de morritos hinchados puro estilo spice girls, masca chicle y ni te mira. En lugar de
periódico, te larga una colección alarmante de cuadernillos, revista fin de
semana, encuadernable, páginas plastificadas y suplementos dominicales, más un
descomunal soporte acartonado, relleno de colorines, al que se adhieren otras
inquietantes y desconocidas informaciones.
—Yo sólo quiero el periódico —te atreves.
La quiosquera te perdona la vida. Masca el chicle con la boca
entreabierta.
—No se vende el periódico solo —parece decir que dice.
—Antes podía adquirirse sólo el periódico —insisto como disculpándome.
—Ahora no. O todo o nada—. Y alarga la mano para cobrar a otro
cliente.
La inesperada obligatoriedad (en el sentido arriba mencionado de algo
impuesto y no deseado) de compra de aquel montón de papeles, hojas, pliegos y
plásticos, produce en mis genomas una reacción adrenalínica y cabreante. La
tensión enfadosa me hace permanecer callado. La chica insiste:
—¿Lo quiere o no?
—No sé qué hacer —me disculpo.
—Venga, leer nunca viene mal —concede ella. Y me mira por primera vez.
—Yo sólo leo libros —digo armándome de dignidad.
La quiosquera hace un gesto de sorpresa e incredulidad. Hincha los
carrillos y me mira por segunda vez. Sus morritos parecen tan desconcertados
como bellos.
—Allá usted —dice. Y me despide lanzando al aire la pedorreta de su
pompa de chicle.
Mientras me alejo con mi pesada carga de bagaje cultural, informativo,
artístico, gastronómico, cinematográfico, discográfico, bursátil, económico,
deportivo, etcétera y etcétera, pienso con angustia en la necesidad de un juego
mágico que me permita sacar tiempo para leer todo eso. Si es que
pretendo, además, ver algo la tele, escribir algo, leer algo de mis lecturas
preferidas, tomar algún vino con los amigos y salir alguna tarde a espárragos,
ahora que empiezan a despuntar con la lluvia de otoño.
(Me parece que la he cagado, que todo el relato no es más
que una sarta de inexactitudes que dimanan de una sola y principal: nadie te
impone la obligatoriedad de leer. Lo que te imponen es la obligatoriedad de
comprar. Y me aconsejo que, en vez de lamentarme como un Boabdil cualquiera de
la oleada impresa, utilice las 800 páginas del fin de semana periodístico para
mantener el fuego de la barbacoa).
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