Un cuerpo de bruñida superficie es
la hora de las seis de la tarde. Cautiva de reflejos, la tarde es más tranquila
cuanto más profunda es la angosta angustia de la clepsidra. La clepsidra llora
sus seis horas dilatadas en aspectos de la
realidad, surgidos de un sistema de tira y
afloja, rotos en las ecuaciones de este tiempo aparente: una (hora): el libre
fluir de la conciencia; dos (horas): temblores
indecisos del fosco monólogo interior; tres (horas): ruidos delusorios de lo
que ingenuamente se denomina el hombre: no es eso que realiza, más bien es lo
que oculta; cuatro (horas): cantos a la permanente obsesión de su mal o
pesimismo desesperanzado; cinco (horas): mitos del minotauro hambriento de
doncellas hermosas ya apenas recordadas; y seis (horas): abrazos del entero
cósmico, yerto como el sucio metal del tiempo, frígido para la inseminación de un día florescible en las leves entrañas del recuerdo. Las seis de
la tarde determinan estados de tristeza agudos
y afilados, como una sonata para piano y violín. En tanto, la clepsidra pretende
inútil pero tiernamente enamorar al tiempo.
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