Gélida cercanía de la indiferencia |
La viejita corría por el andén del metro para alcanzar la felicidad perdida hacía algo más de cuarenta años: abrazar a su hija. (Las monjitas le dijeron que había muerto al nacer. Las monjitas también roban). Se le partió el tacón del zapato comprado en el mercadillo y cayó de costado, dolorosamente. Por mucho que agitaba las manos, nadie quiso ver su angustia ni el esguince de su talón. Los transeúntes miraban de reojo. Cobardes y apresurados. A lo suyo. Tampoco la ayudé a subir al tren.
Más perdió Aquiles por algo parecido -me conforté.
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