jueves, 6 de mayo de 2021

 

EL CASO DE LA GORDA

JUAN  GARODRI

 

 

 Pues esto era una vez un juez que dictó una sentencia. Resulta que una señora denunció a un compañero de trabajo (pero no amigo, por lo que se sabe) porque la había llamado “gorda”. No veo qué tiene de malo ser gorda. Las gordas son radiantes, esplendorosas y parecen felices. Es más, las gordas son incluso bellas. El rostro de las gordas muestra de ordinario los rasgos de la belleza clásica: nariz recta, pómulos equilibrados, ojos simétricos, boca pequeña y redondeada, labios gordezuelos. Son los estereotipos de belleza aceptados por la sociedad medieval o renacentista. No hay más que leer la prosopografía que utiliza el Arcipreste de Hita en sus retratos femeninos o las pinceladas de los maestros del cinquecento (la Magdalena Doni de Rafael, por ejemplo). La mujer gorda era ejemplo de belleza en la época del Barroco (vean si no los desnudos de Rubens) y lo demás eran cuentos de pobretería hambrienta. Hoy día no. Las pasarelas de la última moda, cuyos desfiles celebran obsesivamente las pantallas de televisión, ofrecen a la vista cuerpos anoréxicos y desproporcionados en los que la simetría está reñida con el despropósito. No es posible que unas piernas esqueléticas y unos costillares raquíticos encajen ‘artísticamente’ con unos senos esplendorosos y abundantes (salvo el engaño de la silicona); no es posible  que unos hombros huesudos y tísicos enlacen físicamente con unos pómulos eslavos y unos labios cameruneses (salvo la inflación inyectable de la crema); no es posible que  tobillos y rodillas de Auschwitz hagan juego muscularmente con glúteos carnosos y rotundos (salvo imaginación calenturientamente asexuada). Hace unos meses, determinadas revistas de ciencia médica aseguraban que, según especialistas norteamericanos, la gordura «normal» no es una enfermedad, como hacen creer a la ciudadanía las grandes compañías médicas y farmacéuticas de aquel país. Para forrarse, sin duda. Y no precisamente con los epitelios del organismo humano. De ahí que se haya extendido la ‘cultura’ de la delgadez y, en consecuencia, que el gentío, atontado por el bombardeo publicitario y los iconos anoréxicos, se empache de dietas adelgazantes y de paseos diarios y kilométricos en las cintas de los gimnasios. ¿Estar gorda o ser gorda? Es lo que tantas veces comentan los lingüistas. Las diferencias semánticas que adquiere la palabra según se utilice en uno u otro contexto lingüístico o en una u otra situación. Porque no es lo mismo dirigirse a una señora delgada, de aspecto enfermizo, y decirle educadamente: «qué bien la veo, señora, está usted un poquito más gorda», que dirigirse a una señora gorda, de salud rebosante, y decirle a mala uva «es usted una gorda asquerosa». La palabra es la misma, con la diferencia de que el adjetivo “gorda” ha sufrido una sustantivación (des)calificadora. Así que el juez que dictó la sentencia, dudando, probablemente, entre el valor semántico y la apariencia gramatical de la gordura, decidió que el hecho de llamar “gorda” a una señora no se puede catalogar dentro de los delitos de injuria, agravio o difamación. Caso distinto es que a la señora gorda la llamen “asquerosa”, además. El significado repulsivo, sucio, mugriento o desagradable que conlleva la negativa cualidad de “asquerosa”, unido al despectivo que, en este caso, se atribuye a gorda, multiplica el íntimo malestar del sujeto/a agraviado, con lo que no es de extrañar que la gorda lo considerase un agravio y, acto seguido, acudiese al juzgado a denunciar a su agresor verbal.

En estas que entra mi tío Eufrasio. Peor es la gordura política, me dice, se está armando la gorda y, con tantas abundancias celulíticas, el país anda cada vez más abotargado, con dificultades para ir adelante. Será por lo del tres por ciento y el castellano en Europa, dije. Eso.

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