EL CASO DE LA GORDA
JUAN GARODRI
Pues esto era una vez un juez que dictó una sentencia. Resulta que una
señora denunció a un compañero de trabajo (pero no amigo, por lo que se sabe)
porque la había llamado “gorda”. No veo qué tiene de malo ser gorda. Las gordas
son radiantes, esplendorosas y parecen felices. Es más, las gordas son incluso
bellas. El rostro de las gordas muestra de ordinario los rasgos de la belleza
clásica: nariz recta, pómulos equilibrados, ojos simétricos, boca pequeña y
redondeada, labios gordezuelos. Son los estereotipos de belleza aceptados por
la sociedad medieval o renacentista. No hay más que leer la prosopografía que
utiliza el Arcipreste de Hita en sus retratos femeninos o las pinceladas de los
maestros del cinquecento (la Magdalena
Doni de Rafael, por ejemplo). La mujer gorda era ejemplo de belleza en la
época del Barroco (vean si no los desnudos de Rubens) y lo demás eran cuentos
de pobretería hambrienta. Hoy día no. Las pasarelas de la última moda, cuyos
desfiles celebran obsesivamente las pantallas de televisión, ofrecen a la vista
cuerpos anoréxicos y desproporcionados en los que la simetría está reñida con
el despropósito. No es posible que unas piernas esqueléticas y unos costillares
raquíticos encajen ‘artísticamente’ con unos senos esplendorosos y abundantes (salvo
el engaño de la silicona); no es posible que unos hombros huesudos y tísicos enlacen
físicamente con unos pómulos eslavos y unos labios cameruneses (salvo la
inflación inyectable de la crema); no es posible que tobillos y rodillas de Auschwitz hagan juego
muscularmente con glúteos carnosos y rotundos (salvo imaginación
calenturientamente asexuada). Hace unos meses, determinadas revistas de ciencia
médica aseguraban que, según especialistas norteamericanos, la gordura «normal»
no es una enfermedad, como hacen creer a la ciudadanía las grandes compañías
médicas y farmacéuticas de aquel país. Para forrarse, sin duda. Y no
precisamente con los epitelios del organismo humano. De ahí que se haya
extendido la ‘cultura’ de la delgadez y, en consecuencia, que el gentío,
atontado por el bombardeo publicitario y los iconos anoréxicos, se empache de
dietas adelgazantes y de paseos diarios y kilométricos en las cintas de los
gimnasios. ¿Estar gorda o ser gorda? Es lo que tantas veces comentan los
lingüistas. Las diferencias semánticas que adquiere la palabra según se utilice
en uno u otro contexto lingüístico o en una u otra situación. Porque no es lo
mismo dirigirse a una señora delgada, de aspecto enfermizo, y decirle educadamente:
«qué bien la veo, señora, está usted un poquito más gorda», que dirigirse a una
señora gorda, de salud rebosante, y decirle a mala uva «es usted una gorda
asquerosa». La palabra es la misma, con la diferencia de que el adjetivo
“gorda” ha sufrido una sustantivación (des)calificadora. Así que el juez que
dictó la sentencia, dudando, probablemente, entre el valor semántico y la
apariencia gramatical de la gordura, decidió que el hecho de llamar “gorda” a
una señora no se puede catalogar dentro de los delitos de injuria, agravio o
difamación. Caso distinto es que a la señora gorda la llamen “asquerosa”,
además. El significado repulsivo, sucio, mugriento o desagradable que conlleva
la negativa cualidad de “asquerosa”, unido al despectivo que, en este caso, se
atribuye a gorda, multiplica el íntimo malestar del sujeto/a agraviado, con lo
que no es de extrañar que la gorda lo considerase un agravio y, acto seguido,
acudiese al juzgado a denunciar a su agresor verbal.
En estas que entra mi tío Eufrasio. Peor es la gordura política, me dice,
se está armando la gorda y, con tantas abundancias celulíticas, el país anda
cada vez más abotargado, con dificultades para ir adelante. Será por lo del
tres por ciento y el castellano en Europa, dije. Eso.
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