EL CALCETÍN DE
TAPIÈS
JUAN GARODRI
Hay
cientos de ejemplos arriesgados. El corredor de fórmula uno, el jugador de
bolsa, Simeone cuando plantea el juego del Atlético de Madrid, el que asiste a
un cursillo sobre la depresión y el estrés (lo cual que se arriesga a salir
convencido de que es un psicopateado funcional) y, en fin, todo aquél que se
aficiona a programas televisivos tipo “Sálvame limón” o “Sálvame naranja”, o así
(se arriesgan los boquiabiertos/as a padecer esquizofrenia auditiva provocada
por la tontorrona melopea de la voz en off o, peor, a agarrarse el síndrome de la
culifina, ellas, o el síndrome de los culimajos, ellos). De manera que no te
fíes, colega, el riesgo salta donde menos se piensa, como las liebres.
Ahora,
eso sí, ningún riesgo (voy a correrlo, qué remedio) como el de afirmar,
rotundamente, casi descaradamente, la ligera, frívola, irreflexiva, maquinal y
precipitada e inculta tomadura de pelo
que, subrepticiamente, me recorre el espinazo como un escalofrío malsano,
cuando visito alguna exposición de las llamadas artísticas en las que lienzos
pintarrajeados con la ingeniosa carencia del talento, pedruscos arcillosos
amasados con la burda pretensión del ingenio y hierros retorcidos con el
descaro crematístico de los chatarreros,
pretenden traducir (introducirme en) las sinuosidades desdobladas del
inconsciente. Las bellas artes. ¡Y una mierda!
Verás.
Cuando entré en la sala de la Exposición (apabullantemente montada con esa
decoración de nuevo rico cultural, sin miedo al dispendio, con que determinadas
instituciones lanzan la casa por la ventana, conscientes de que tiran con
pólvora ajena), pensé que me había equivocado de Sala. Ollas y cazuelas que ni
el más depresivo de los lañadores callejeros se hubiera atrevido a restañar,
aparecían situadas en lugares preferentes, airosamente expuestas en sus peanas
(esas efigies diseñadas para nutrir tal vez la sorpresa de la patanería), ollas
y cazuelas, ya te digo, que ofrecían la indigencia de sus orificios oxidados a
los atónitos ojos de los visitantes, ávidos de inquietud supuestamente
cultural.
Me
acerqué a una cazuela (Objeto II, rezaba la leyenda) dispuesto a extraer sus
calidades estéticas y no había forma: era exactamente igual a la que puedes
encontrar en cualquier basurero. Yo daba vueltas alrededor de la peana, me
acercaba, me retiraba, inclinaba la cabeza a derecha e izquierda, achicaba los
ojos al modo como hacen los entendidos cuando se obstinan en extraer como sea
la aureola estética de las obras de arte. Pero ni por esas.
Y,
aunque consciente de que el valor estético de una obra no depende
exclusivamente del tema, no, sino de su tratamiento artístico, mi falta de
talento me incapacitaba para admitir ambos compuestos. A saber:
a)
El Objeto II carecía de tema porque ya no era una cazuela: la carencia
de hondón, las abolladuras oxidadas y las arrugas metálicas habían reducido su
esencia a la subespecie de los desperdicios,
b)
El Objeto II no había sido sometido a tratamiento manipulador que lo elevase a
la categoría de obra de arte porque, a lo que parecía, conservaba la indigencia
y suciedad del basurero.
En
esto que oigo una voz junto a mi hombro.
—Genial,
simplemente genial —afirmó confidencialmente—, el Objeto II es un resumen casi
perfecto de la belleza ideal.
—En
el Critias, Platón ya hablaba de la belleza ideal— repuse mosqueado.
—Sólo
pretendía ayudarle —se disculpó.
—Ah
bueno. Vale —acepté.
Y
entonces se explayó. Como si me conociera de toda la vida, afirmaba que si uno
llegase a profundizar en la contemplación del Objeto II podría obtener una
formidable percepción del silencio, porque el Objeto II era el silencio.
No tuve más remedio que hacer una ligera reverencia a aquella especie de chatarra
ferruginosa aturdida de silencio. Insistió, además, mi desconocido tutor
artístico en que apreciase los óxidos, la fabulosa textura de los óxidos que
proporcionaban al Objeto II una
indiscutible presencia dentro de un ámbito referencialmente acústico. Lo
miré. Y la aparente seguridad de sus explicaciones contrastaba con la lenta
pero incontenible sensación de analfabetismo existencial que me atrapaba. Para
acabar de hundirme en la miseria conceptual, me rogó que apreciara las
soldaduras. Las viejas soldaduras del estaño proporcionaban un mundo
indescriptible de sombras que transportaban al Objeto II al mundo de lo
imposible, al ámbito misterioso de los sueños.
Cabizbajo,
salí de la sala de Exposiciones. En el vestíbulo, varios entendidos, supongo,
intercomunicaban emocionadamente la densidad de sus conocimientos artísticos. Y
así como los pórticos de las iglesias suelen mostrar a la veneración de los
fieles, si se tercia, algún cuadro de la Patrona o alguna imagen del Patrón, también
colgaba de la pared del vestíbulo una reproducción, a gran escala, del calcetín
de Tapiès, con su roto y todo. A su amparo, discutían los entendidos.
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