La condición humana —pido permiso a Malraux— se deshace en afectos. Y aparece la tapadera del regalo. La especulación del regalo material. Objetos, cachivaches y adminículos se regalan
con sobreabundancia y énfasis afectuoso. Empieza a desvirtuarse el afecto, chantajeado
subrepticiamente por la importancia pecuniaria del regalo, deslumbrado el
personal por el oropel y la maturranga. El regalo deviene en obligatoriedad afectuosa, una especie de imposición recíproca que empaña la ingenuidad limpia del afecto. Los escolásticos opinaban que no todo era trigo limpio en las cuestiones referentes al afecto. Y
así, exponían que tú ejercitabas el amor benevolentiae cuando tu afecto era puro, dedicado a las personas
por ellas mismas. En cambio, el amor concupiscentiae configuraba un eje
de sentimientos opacos en los que tu
afecto aparecía como algo bastardo, por cuanto se manifestaba como una
emoción, o turbación, dirigida a alguien para que pudiera repercutir en tu
propio provecho. Si sacas la oportuna moraleja, advertirás que el empalagoso
atontamiento de la publicidad hace gala de un afecto más falso que una mula tuerta. Si adquieres un pack de telefonía móvil,
obtendrás cincocientos mil euros de regalo en llamadas. Si te abonas a cualquier plataforma digital, seis meses
de regalo porque no pagarás hasta junio. Si llamas al 5016, conexión gratis a Internet y ADSL de 40 megas, router incluído. Si adquieres la tarjeta bobitel de cualquier grande
superficie, un cinco por ciento de regalo en tu ticket de compra. Y así.
Y el gentío acude en tropel, con flores a porfía, en busca del
regalo. Un corte de mangas a los megasuperengañabobos del regalo y del
mercadeo. Eso es lo que hay que hacer. Que rebajen los precios y que le hagan
el regalo a su tía. Tontainas.
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