Estos días he comentado con los amigos el hecho de la apuesta. ¿Qué incita a
una persona a apostar? Porque toda apuesta supone un riesgo. Puede ser
arriesgar cierta cantidad de dinero en la creencia de que algo, como un juego, tendrá
tal o cual resultado. En este sentido, la mayoría de los españoles (españoles
no, que está mal visto), la mayoría de los ciudadanos (mejor, suena más a
república o a Revolución francesa), la mayoría de los ciudadanos arriesga su
dinero en las apuestas públicas o en la Once. La quiniela futbolística saca de
sus casillas a hinchas, forofos y peñistas; la lotería nacional trastorna los
bolsillos de sus incondicionales, siempre esperando el maná de la suerte; la
Once produce un flipe diario en viandantes y acereros que se detienen en los
quioscos o en las esquinas para el aprovisionamiento de su salvación; la
lotería primitiva enloquece a funcionarios y jubilatas; la euromillonaria
afloja el seso soñador de hambrientos económicos: sería la rehostia, tío,
veinte, veinticinco, treinta, ochenta, cien millones de euros, anda que no iba yo a dar por
saco a tanto hijoputa como raja por ahí suelto. La apuesta, pues, supone un
riesgo monetario que se corre gustoso porque va parejo con el sueño de cada
uno. Y es de admirar esa pertinacia en el riesgo que impulsa una y otra vez al
gasto a cambio de unos instantes de sueño enriquecedor. (Y ¿qué tiene que ver el sueño con la traición? Cada uno se sublima como quiere).
Si es lo que uno se dice, que soñar no cuesta nada, y el ciudadano del Chuchi-Candy sueña con que le toque la porra esa que tiene allí pinchada cada semana. ¡La host...cuando nos tocará!
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