Apretado
contra el pecho lleva uno el hatillo de su credulidad, ese modesto acopio de
acontecimientos que uno acepta ligera y fácilmente a diario, esas sobras de la
abundancia informativa con la que te socorren cada día los mandamases, como un
pan nuestro desacralizado que te ofrecen no para alimentarte sino para
mantenerte desnutrido, uno es un indigente al que le echan el mondongo de sus
componendas, un pobre al que socorren con la falsa protección de sus
pronunciamientos, un menesteroso sobre el que sacuden los desperdicios de sus
comidas de trabajo. Así que camina uno con lo poco que posee, el hatillo de su
credulidad, bien apretado contra el pecho para que no te despojen de él, para
que no te conviertan en un desposeído, ya lo eres, instalado en la cuneta de la
desconfianza. Quieren arrebatarte las escasas monedas de tu credulidad con la
falsa promesa de su credibilidad. Aunque no sé yo quién cree en ellos, no sé
quién acepta su credibilidad, quién se fía ya de esa cualidad que permite o
merece ser creído.
Cómo
va uno a conceder credibilidad a lo que oye, boletines de noticias a todas
horas, cada boletín con su santo y seña según la voz de su amo, cómo va uno a
conceder credibilidad a lo que lee, atosigamiento de noticias, cada periódico
con su santo y seña según el ideario impositivo, cómo va uno a conceder
credibilidad a lo que ve, pantallas televisivas, cada una con su santo y seña
según los poderes económicos de los que se nutren. Mientras tanto, el Gobierno
con sus declaraciones, justificaciones y exculpaciones, casi siempre contrarias
a las que ofrecen los distintos medios de comunicación. Durante los últimos
quince días, me he entretenido en confeccionar un brevísimo florilegio de
frases sobre el acontecer político. Si no se vuelve uno gilipollas mental, se debe a que
el espacio mental de la anomalía ya está ocupado por un alto grado de
masoquismo lector inevitable. Pero, por favor, que no vengan a pedirle a uno,
encima, la ofrenda de la credibilidad.
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