Se han equivocado los filósofos, o séase, que la han
cagado, por mucho que los productos de sus preclaras inteligencias aparezcan
sistematizados en los manuales de historia de la filosofía. Quiero decir, a
través de estas irreverencias, que dichos filósofos no profundizaron en una
constante vital, esa que define al hombre como hombre: la sed de trascendencia. (Te ruego que disculpes la sonoridad
rimbombante de la frase). No ando descaminado. De
siempre, el hombre ha mantenido relaciones con la divinidad, es decir, con algo
superior y exterior a él mismo, con algo que lo trasciende. Es más, el hombre
se ha entregado casi ciegamente a esa trascendencia, se ha
abandonado a ella, en una especie de suicidio
del alma, 'alienación', dijo Camus. En todas las culturas, el hombre ha tendido a una relación con “lo Otro”, aunque esta relación haya
sido casi siempre de sometimiento, de temor al castigo, de liturgias
para atraer la protección divina, de oraciones para alejar el hostigamiento del
mal. Si en otros tiempos el gentío se aferraba a la religión (a sus ritos, más
bien) para superar la efímera contingencia de lo cotidiano, hoy día, rechazada
la religión si no como un concepto sí al menos como una práctica, rechazada
como algo que se considera retrógrado o no progresista, ha surgido hoy día, ya
digo, un nuevo movimiento religioso, una nueva religión que ayuda al personal a
superar sus frustraciones y rencores diarios, una nueva religión con más
fuerza, si cabe, que las religiones tradicionales: Estamos de enhorabuena: ¡se nos ha aparecido el
fútbol!. (Continuará mañana)