Es admirable, por otra parte, el espíritu guerrero y
combativo de la terminología futbolística: ariete, defensa, ataque contra la
escuadra enemiga, de la misma manera que el espíritu del hombre religioso era
combativo contra el pecado, tal como Íñigo de Loyola lo diseñó en sus Exercicios.
La lucha contra el enemigo es a muerte, no hay más que recordar el partido Portugal-España, semifinales de la pasada Eurocopa, en el que Portugal cayó eliminada en la tanda de penaltis. Fue un combate épico. La combatividad, la agresividad, las patadas y el agotamiento igualaron los inagotables gritos estentóreos de las hinchadas. El pecado futbolero estuvo en que Cristiano no pudo lanzar el último penalti.
No olvides, por otra parte, el fundamentalismo futbolero,
comparable al religioso. A alguien conozco que estaría dispuesto a dar parte de
su vida, incluso de su hacienda (1.500 euros por una entrada supone parte de
la hacienda individual, digo yo), con tal de ver morir a Italia entre los atroces
tormentos del descrédito y la descomposición futbolística, hundido en la
miseria de la derrota. (Sufrir 4-0 es un balazo entre los ojos).
Coloquio. ¿Necesita o no necesita el hombre algo que lo
trascienda, algo en qué creer, algo a lo que aferrarse para superar, más o
menos equilibradamente las humanas contingencias? Arrinconada la religión, nos queda el fútbol. ¡Quién le iba a decir a Feuerbach que su
«absurdo del absoluto» iba a ser superado por un cuero hinchado de aire!
Ahí queda la idea para algún aficionado a las tesis
doctorales. (FIN)
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