Se nos ha echado encima el verano sin advertirlo. Entre la inestabilidad meteorológica, la matraca de la crisis, el estruendo de la deuda soberana y la melopea de los bonos convertibles, el personal se encuentra con que el sol calienta y, quien más quien menos, va a hacer el ridículo en playas y piscinas si airea esa horrorosa blancura epidérmica que pervive debajo de camisas y sujetadores a lo largo del año.
La blancura y las abundancias celulíticas, estragos vergonzosos en la autoestima del gentío. Con apresuramiento acongojado hay que deshacerse de los kilos, como si los pliegues gelatinosos de la barriga o la redondez apelmazada del trasero constituyeran una vergüenza ocultable y maldita.
No hay más remedio, pues. Tienes que hundirte en las aceitosas olas del consumo y adquirir a todo trapo productos embellecedores para conseguir una tez bronceada y un cuerpo de sílfide (o apolíneo, según) si quieres arrancar el ¡oh! admirativo de colegas, vecinas y demás personal de fauna urbana, acosados como andan por la tenacidad obsesiva y algo esquizofrénica de la belleza veraniega.
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