El
fútbol ha evolucionado muchísimo, sujeto a la aceleración del ritmo histórico
programado por la prensa deportiva, los clubes, las Federaciones, los canales
televisivos y la FIFA (sobre todo, que se forra con los derechos de las retransmisiones). De manera que estoy entusiasmado. Incluso la
metamorfosis nominal es apasionante y hasta resulta eufónica. Lo de fútbol
es envarado y posee algo neblinoso, algo de esa frialdad sajona que disgusta y
mortifica. En cambio lo de furbo suena a patria, a cocido, a currante y
a tinto con gaseosa. Lo de furbo suena a producto nacional. No como fútbol, que suena a producto
inglés, o lo de Barça, que suena a producto Artur Mas. Por eso lo proclamo y no me corto: ¡me gusta
el furbo! (Ya sin cursiva ni nada). El furbo. Aunque los amantes del libro, y otros resentidos, lo
denuesten —progresía y todo eso—, voy a repetirlo: ¡me gusta el furbo y su
cultura! (A propósito de resentidos. La otra tarde me contó uno de ellos que,
hace poco, entrevistaron a un astro del balompié. Dentro de la gilituerta
batería de preguntas tradicional, una se salió de madre. Era esta: «Hace algo más de trece años que se celebró el centenario de Borges. ¿Lo conoce?». El astro del
balompié, con desmañado énfasis ciceroniano, se tocó la frente con el dedo índice y respondió: «Sí hombre, Borges, quién no conoce a Borges. Es
una famosa marca de nueces»). Tatatachán.
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