De chico, me regalaron un revólver de
baquelita, moldeado con la forma y el tamaño de los que aparecían en
las películas del Oeste. Era un revólver deslumbrante, con destellos cegadores cuando el sol hería sus cachas de
imaginario marfil. Yo lo utilizaba constantemente, y disparaba con él a todo
cuanto se movía, y los disparos causaban heridas incruentas en la
piel soleada de los amigos. Mi tío Eufrasio decía que era igualito que el
revólver de Gary Cooper. Así que yo me imaginaba solo ante el peligro, y mi
colt de baquelita era un colt calibre 45. Mi revólver servía para matar.
¡Qué oscuro,
tenebroso impulso trepana las neuronas de una persona para iniciar las guerras, para dar la orden de matar? Porque, no nos engañemos, una guerra es para matar. La muerte, final al que estamos abocados por el dedo inescrutable de los dioses y que, a pesar de todo, los mandamases de turno se arrogan, ese final, y lo provocan, como dioses transitorios y escasos. Quizá ahí resida la causa de la
guerra, la aspiración casi genética, o al menos bíblica, de tipos que pretenden igualarse a
Dios creyéndose señores de la vida y de la muerte. Tal vez ahí esté el secreto de la utilización entusiasmada
que yo hacía de la pistola de Gary Cooper, aquel revólver de baquelita.
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