Con el chándal dominguero, me acerco al quiosco de prensa, tan contento, ansioso por adquirir mi ración de
avituallamiento informativo. A medida que me acerco,
preparo ese aire de persona informada que no puede prescindir de lo
que llaman cultura. Llego y pido mi periódico. La quiosquera, una chica de morritos
hinchados puro estilo spice girls,
masca chicle y ni me mira. En lugar de periódico, me larga una colección
alarmante de cuadernillos, revista fin de semana, páginas
plastificadas y suplementos dominicales, más un descomunal soporte acartonado,
relleno de colorines, al que se adhieren otras inquietantes y desconocidas
informaciones.
—Yo sólo quiero el periódico —me atrevo.
La quiosquera me perdona la vida. Masca el chicle con la boca
entreabierta.
—No se vende el periódico solo —parece decir que dice.
—Antes podía adquirirse sólo el periódico —insisto como disculpándome.
—Ahora no. O todo o nada—. Y alarga la mano para cobrar a otro
cliente.
La inesperada obligatoriedad de compra de aquel montón de papeles, hojas, pliegos y
plásticos, produce en mis genomas una reacción adrenalínica y cabreante. La
tensión enfadosa me hace permanecer callado. La chica insiste:
—¿Lo quiere o no?
—No sé qué hacer —me disculpo.
—Vengaaa, leer nunca viene mal —concede ella. Y me mira por primera vez.
—Yo sólo leo libros —digo armándome de dignidad.
La quiosquera hace un gesto de sorpresa. Hincha los
carrillos y me mira por segunda vez. Sus morritos parecen tan desconcertados
como bellos.
—Allá usted —dice. Y me despide lanzando al aire la pedorreta de su
pompa de chicle.
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