martes, 12 de octubre de 2021

(Un artículo antiguo - HOY, 12 de 0ctubre de 2003)


ENFERMEDAD

JUAN GARODRI

 

La sociedad está enferma. No sé si gravemente, pero lo está. No se trata de una enfermedad congénita, ni de una enfermedad provocada por un virus o cualquier otro elemento exógenamente peligroso. Se trata de que alguien, desde dentro, desde la entraña misma de los estamentos sociales, intenta destruirlos. Nada mejor para ello que destruir al individuo. Descompuesto el individuo como persona, poco a poco irá cayendo la sociedad en el ámbito abyecto de la descomposición. Han soltado virus de destrucción masiva que enferman la inteligencia de la ciudadanía, se instalan en sus neuronas y atrofian la capacidad de entender y comprender. Sin entendimiento para interpretar las claves positivas de la realidad y sin comprensión para admitir la desavenencia en las relaciones sociales, el individuo se  reduce a un ser carente de especificidad, se convierte en un ser enfermizo, esa anormalidad dañosa en el funcionamiento de lo colectivo.

 Saltan las alarmas. Basta un hecho, más o menos significativo, para que el gentío se lleve las manos a la cabeza y abra los ojos ante la muerte que, rodeada de circunstancias inusuales, aparece ante nosotros. Nadie se escandaliza porque durante cualquier fin de semana mueran decenas de personas en accidentes de tráfico. La sociedad lo ha asumido como un tributo al progreso, ya hablé de ello. Nadie se escandaliza por los muertos en accidentes de trabajo a causa, casi siempre, de la falta de prevención de riesgos a cuenta de las empresas. Cierto que esas muertes no son causadas por la violencia ajena. Así y todo, el mundo se escandaliza de que una persona haya muerto a consecuencia de la violencia en el fútbol. Sin embargo, la violencia no está en el fútbol, aunque a veces se manifieste a través de él. La violencia (en el fútbol o donde sea) radica en el hecho de que la sociedad está enferma.

El personal anda que se las pela con lo de pasarlo bien, que la vida es corta y, total para cuatro días que uno va a vivir, mejor descuajaringar el tedio que empinar el zapato sin haber probado un sorbo de glamour, ahora sobre todo, tan cerca como se tiene el accidente o el infarto. Se trata de un carpe diem apresurado y frívolo, tan lejano culturalmente de aquellos placeres momentáneos que difundía Horacio en sus Odas, como la exhortación a Leuconoe para que goce del día presente y no se fíe en absoluto del futuro. Una vez adoptada esta actitud, la exaltación exagerada del propio yo se extiende como un cáncer. Sin embargo, la falta de seguridad interior provoca el tambaleo de la personalidad, la falta de vigor moral activa la caída en la nada. El vacío es horroroso y el traumatismo psicológico deja noqueada la voluntad. La lesión de los tejidos mentales origina una decisión que se considera salvadora: actuar de forma voluntariamente egocentrista, siendo mi yo la única referencia de comportamiento. De ahí a la violencia no hay más que un paso. ¿Qué es lo que me entretiene, lo que me divierte, lo que me deleita, lo que me satisface? Pues hay que conseguirlo, caiga quien caiga. Yo soy yo y mi circunstancia, dicen que dijo Ortega. Y mi tío Eufrasio, rememorando su lejano bachillerato en El Brocense, aquellos tiempos en que la clase de latín no era optativa, declama con actitud ciceroniana, o bíblica, no lo recuerda bien, lo de Ego sum qui sum, y de paso declina ‘rosa rosae’, de la primera, para afianzar su personalidad.

La sociedad está enferma. Como un proceso lento, pero imparable, de descomposición y pérdida de un estado saludable. Y no se achaque solamente a la violencia en el fútbol el inicio de la putrefacción. A pesar de la patada de kárate con los dos pies que mató al aficionado del Depor en los aledaños del estadio San Lázaro, a pesar de la destrucción de asientos y urinarios, a pesar de la batalla campal posterior al partido de Copa Langreo-Oviedo, a pesar del movilazo en la ceja izquierda al árbitro del Castellón-Valencia, a pesar de la paliza que unos descerebrados infligieron a varios agentes de seguridad, a pesar de todo, la violencia no es más que un agujero por donde asoman los gusanos de la descomposición. Repito que hay quien está empeñado en descomponer la sociedad. Si no, a ver cómo se explica la insistencia aterradora en la zafiedad de muchos programas televisivos, o la pavorosa proliferación de películas de altísima violencia (Terminator ahora gobernador de California, sus votantes atraídos por los golpes y la sangre), o la destrucción del respeto ajeno de que hacen gala (y se forran) programas varios de televisión vespertinos, compendios refinados de la situación más abyecta e innoble en que pueden revolcarse los seres humanos. A ver cómo se explica el analfabetismo reinante, la falta absoluta de ideologías, la carencia de norma establecida a través de un ideal de arte, de cultura, de valores éticos o religiosos. La sociedad está enferma y las tribus de delincuencia juveniles se agrupan para defenderse de la putrefacción a base de destruir, considerada la destrucción y el ataque como hechos placenteros. Mientras quienes puedan hacerlo no eleven la persona a su dignidad intrínseca y eliminen la degradación como elemento luctuosamente fecundador de comportamientos sociales, la hostilidad y el odio proseguirán su carrera destructiva.

Tal vez a eso esté llamado un futuro en el que, como dice Gabriel Albiac, una sociedad analfabeta y ufana de su analfabetismo no puede tener otro destino que el del retorno a los juegos cavernícolas. La enfermedad de la violencia.ículo antiguo  - Domingo, 12 de octubre de 2003)

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