(Un artículo antiguo - Domingo, 20 de junio de 2004)
METROSEXUAL
JUAN GARODRI
Toda trinidad que se precie tiene que mostrar los atributos de sus tres partes de forma esplendorosa y mágica. Mágica de magia. Metrosexual, heterosexual, homosexual. Una sola esencia y tres personas distintas. No se entiende. Quizá por ello la simbología ha ayudado tanto a la trinidad. El triángulo equilátero símbolo del número tres, ya utilizado como expresión de la divinidad en civilizaciones anteriores a la cristiana. El trébol de tres hojas o el arco trilobulado de las cabeceras de las iglesias románicas o góticas poseían una relación simbólica con la divinidad que resultaba difícil descifrar en la realidad. La representación india de la cosa divina se aposentó en el ‘trimurti’, tríada compuesta por Brahma, Vishnú y Siva. Y puesto ya a la exposición de la rareza, me arriesgo a colocar lo de la «Hypnerotomachia Poliphilli», una especie de monumento en forma de pirámide triangular con tres esfinges. Así que es una fijación casi obsesiva la tendencia humana a la cosa trinitaria. Desde la Cábala y su conjunto de doctrinas místicas y metafísicas hasta los Templarios y su búsqueda del Santo Grial, desde Apuleyo y su asno a cuestas hasta Dan Brown y su pesadísimo código Da Vinci, el enigma que compone cualquier aspecto que pueda relacionarse con un ‘tres’ pone la credibilidad en cuarentena. Incluso ahora, lo que se dice hoy día, los gurús de la información esotérica nos clavan una trinidad actualizada, rodeada de belleza y de consumo sexy: homosexual-heterosexual-metrosexual. Una tríada sexualizada y fúlgida que irradia el resplandor de la belleza impuesta. La belleza de diseño, la del papel cuché, la de la pasarela. El tipo metrosexual es un tipo de consumo sáfico que pretende la armonía equilibrada por el color de su piel con sonrisa de miel y el perfume coronado con las violetas frescas del beso. La belleza florida, como la pascua, que esplende glamour y todo eso.
La belleza es inconsistente. No sólo porque carece de coherencia entre
las partes que la integran, sino porque su propia duración es efímera. Las
pompas de jabón, en su caducidad espumosa y líquida, representan la esencia
lábil de la belleza, sin ponerse uno en plan manriqueño ni nada de eso.
Simplemente es así. Por eso la persiguen. La perseguimos. Inútilmente. Esa
facilidad de la belleza para no dejarse atrapar, para burlarnos. La fácil
consecución de algo y su posterior posesión permanente aburre a las vacas de
ojos soñadores y rumiantes. Por eso la belleza es instantánea, deslumbra
habitualmente su fogonazo inicial. Después la perseguimos neciamente como el
sabio del chiste que persigue mariposas con el cacillo de red. Por tratarse de
una noción abstracta, la belleza debe necesariamente encarnarse en un sujeto
concreto. Y creemos contemplarla en un cuerpo, en un poema, en un atardecer.
Sin embargo, ahí no está la belleza. Creemos que está porque la necesitamos,
pero no está. Y nada de medidas y proporciones, aquello del pantwn crematwn metrwn anqropos “panton
jrematon metron ánzropos” y de que el hombre es la medida de todas las cosas.
La belleza no es la simetría. Ese es el truco del almendruco. La belleza no es
el individuo. Ese es el truco de los renacentistas. Plotino, que sabía un rato
de belleza según puede comprobar cualquier lector conspicuo en sus «Enéades», aseguró
que el objeto de la belleza es el brillo, no la simetría. Yo creo que Plotino
hacía greguerías de encaje neoplatónico con la cosa de la belleza, o que se
ponía sublime, usted comprende, cuando les daba caña a los niños ricos de la
escuela que abrió en Roma, y los empujaba astutamente a la belleza metrosexual.
«Objeto de la belleza es el brillo —les decía—
no la simetría. Si no, ¿por qué brilla la belleza en el rostro de un
vivo, mientras en el de un muerto no deja el menor rastro ni siquiera antes de
descomponerse y cuando la simetría no ha desaparecido todavía de él?». Es más
bello cualquier feo vivo que la imagen del más armonioso muerto. Cosas de Plotino.
Oséase, que la belleza se reduce no a la materia, sino a la forma. La belleza
de Beckham, por ejemplo, aparece rutilante, y hay quien dice que espléndida, no
por lo que manifiesta su cuerpo vikingo sino por el brillo de su piel, por el
rútilo de su pelusilla de melocotón (también de su pelambrera cuando la tenía,
porque ahora muchos metrosexuales se apuntan al aspecto melonero y metrosexual de
Ronaldo, que sentó cátedra en rapados ya hace tiempo). Lo del brillo no deja de
ser un símbolo, me parece. A pesar de Plotino. Y los metrosexuales brillan con
el sudor del deporte bienpagado para posar después en actitudes de modelo de
pasarela. Beckham y su pecho ovacionado y fúlgido, sus tatuajes de ninfa
multialada, su languidez de amante incandescente, sus uñas pintadas de niña de
salón, su sensualidad virtuosista en el lanzamiento de las faltas (en los
penaltis no), su mirada perdida en el adorno y el acicalamiento de una virgen.
Futbolistas disfrazados de maniquíes de un escaparate de Versace, dice
Mendicutti. En fin, la cosa transgresora
de la metrosexualidad. Tomás de Aquino explicaba que el Espíritu Santo
compendiaba el amor recíproco entre el Padre y el Hijo. Algo así, con los
debidos respetos teológicos, compendia el tipo metrosexual: absorbe la
recíproca relación que pueda darse entre la tendencia hetero y la homo. La
belleza cosificada en tres que así son uno. Un lío de diseño y de fotógrafos.
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