( Un artículo antiguo - publicado en Diario HOY, domingo, 1 de agosto de 2004)
MASOCAS
JUAN GARODRI
Siempre me ha sorprendido la felicidad que dicen que proporcionan los viajes. Me refiero a estas alturas. Hace veinticinco años, o más, yo era el más feliz de los mortales cada vez que salía de viaje. Recorrí parte de España, Portugal y Francia con una mochila a las espaldas —el autostop era un medio seguro para llegar a cualquier parte—, tomé por hotel las estaciones ferroviarias o las de autobuses, y me alimenté de pan, sardinas y tomates. Era la ilusión de la libertad. Libertad en estado puro. Ahora la libertad ha perdido su pureza, como las aguas y las costumbres, y casi todo adquiere el tono mediático de la inmediatez y la desesperanza.
Han sido unos días felices. Los días de los viajes son felices. No hay
mayor felicidad que la que proporciona un viaje. Sobre todo si es un viaje al
extranjero. Ya se sabe, esos viajes de los que podamos hablar al regreso
mientras se magnifica la piedra, la cultura eslava y los ojos entre azul y
acuosos de las nativas. El viaje es, al mismo tiempo, la exaltación de uno
mismo, el arrebato férvido de la propia pequeñez geográfica. En realidad, no se
va de viaje a enaltecer la piedra ajena o el rostro más o menos virginal de las
muchachas: se va de viaje a conquistar terrenos interiores. El viaje al extranjero
desarrolla la autoestima y alarga la limitación individual. Y no digamos si el
viaje es uno de los que el gentío realiza más allá del extranjero. Porque te
largas más allá del extranjero y olvidas el olor de España. No es una decisión
malintencionada y perversa. El hecho del olvidar el olor de España no obedece a
maldad antipatrióticamente enconada. Obedece más bien al inocente subidón de
lejanía y separación que sufre cualquiera cuando pretende alejarse de la casa
paterna. Y el gentío emprende el viaje. No voy a narrarlo con la
pormenorización con la que Arthur Gordon
Pym, de Nantucket, se dispuso a contar el motín a bordo del “Grampus”, entre
otras cosas porque el relato «representa
un fracaso de la mayoría de los principios y aun de las facultades creadoras de
Poe» (Cortázar), pero sí voy a contarlo con la alegría inconmensurable con la
que casi todo el mundo se lanza a la aventura viajera.
La gente es nadie si no viaja. Sólo el viaje supone la ruptura de la
monotonía, ese espejo que te devuelve a diario la insoportable repetición de
las desavenencias. Sólo el viaje te ofrece la libertad de las aves y los
barcos, la perspectiva probable de una huída hacia el exterior de uno mismo, la
superación del petardo diario que constituye la relación social, el avasallamiento
de la propia contingencia. Así que la gente se decide al conocimiento. Porque
previamente tiene que conocer la deslumbrante relación que expelen las agencias
de viaje. El que viaja es feliz.
Miles, millones de personas se consagran a expandir la radiante cualidad
del predicado: el que viaja es feliz. Ocurre, sin embargo, que la felicidad se
atribuye al hecho de viajar, al medio con el que se viaja y a la lejanía del
punto de destino, no a la interioridad de la persona que viaja. De lo que se
deduce que la llegada al aeropuerto de Barajas, por ejemplo, debería producir
en el viajero una satisfacción equiparable a la complacencia. Todo lo
contrario. Dejamos el coche en el parking y arrastramos la maleta hasta la
terminal. Nunca habíamos comparado la maleta con un muerto. Ahora sí. Era como
si arrastrásemos un muerto pesadísismo con dos ruedecitas en lugar de pies. Pero
un muerto. Después de sortear el caos absoluto que delimitan la agitación y los
carritos, logramos identificar las ventanillas 13 y 14, justo las señaladas por
nuestra agencia para la facturación. Hicimos fila. Y era de ver la fluidez con
que avanzaban los viajeros de la fila de al lado y el plomo que
inexplicablemente se había adherido a la suela de nuestros zapatos: nos había
tocado en suerte la tonta del aeropuerto. Los viajeros vecinos avanzaban cada
tres minutos; nosotros, cada doce. Una hora y cuarenta y cinco minutos
permanecimos en la fila. Nuestra desesperación se acrecentaba a medida que las
maletas ajenas eran engullidas tras su facturación mientras las nuestras
permanecían inmóviles. Diez minutos faltaban para embarcar. Corrimos como locos
a través de pasillos y controles. Con el aliento aniquilado logramos llegar
finalmente junto al autocar que nos trasladaría al avión de las líneas checas.
La llegada a Praga fue esquizofrénica. Por alguna razón incognoscible nos
agruparon como a ovejas hasta la llegada del autocar. Arrastre de
muertos-maletas y embarque hasta el hotel. Felicidad: nuestro hotel, situado en
la periferia, en un lugar tranquilo, era el último del recorrido. Nada hay más
execrable que un hotel situado en un lugar tranquilo. El autocar iba
depositando tres turistas acá, cinco allá, siete acullá. Recorrimos Praga La
Nuit (desconozco cómo se dice en checo) dos o tres veces. A la 1’35 de la
madrugada llegamos a nuestro hotel. No teníamos rodillas, piernas ni riñones.
En perfecto estado, se entiende. Tampoco teníamos cena. Después de tres cuartos
de hora de agria discusión en un inglés perfectamente dudoso, conseguimos una
bolsa de plástico con un tomate, una manzana, un pedazo de queso y un yogur. El
agua del grifo de la habitación era potable.
Excedería los límites de este artículo enumerar las infelicidades que nos
hicieron felices en Praga, en Viena, en Budapest. Palizas consentidamente
asesinas. A pesar de la desintegración de las rodillas, del aplanamiento de los
pies y de las 0’50 que en todas partes cobraban por mear, las seis o siete
horas diarias de caminata eran pan comido. Ahora, eso sí, piedras vimos un
montón y palacios y castillos y parlamentos y hoteles de seis estrellas y
parques y jardines y hasta el palacio de Sissi con su camita y todo y el váter
en el que se encerraba para hacer pipí. También nos permitimos el lujo de
pasear en barco por el Danubio, en Budapest, y cenar a la luz de las velas bajo
la eufonía herida de los violines. Y un colega al que no veía hace veinte años
pues allí estaba, que el mundo es un pañuelo, coño, me dijo. “Praga mejor que
Viena, ¿verdad?”. Le respondí que no, que Viena me había deslumbrado. “Pero qué
dices”, se sorprendió, “si en los semáforos de Viena sólo se ven mercedes,
audis y bemeuves, qué asco”.
A pesar de los huesos molidos, ha sido un viaje feliz. Diez días sin
periódicos. El tufo a farsa (Comisión 11-M) que se extiende por todo el
territorio nacional es más intenso que el olor de la sopa de frutas húngara.
Otra vez el (d)olor de España.
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