(Un artículo antiguo - Diario HOY, sábado 2 de enero de 1999)
EL CUENTO DEL ESCRITOR
JUAN GARODRI
El escribiente se acomoda a esa figura casi envidiada en épocas
anteriores a la aparición del lío informático y de la sacrosanta triple WWW,
que conseguía un sueldo fijo rellenando a mano facturas y balances o
caligrafiando las actas de los plenos del Ayuntamiento. También se llamaba
escribiente a aquel hombre que se quemaba las cejas en las trastiendas de las
zapaterías y en las oficinas de los constructores para cuadrarles las cuentas.
En definitiva, era escribiente porque escribía. Y mucho.
El escritor, en cambio, pertenece a otro mundo. Antes de la triple WWW
citada, se pasaba las horas escribiendo en un cuaderno a rayas (con pluma de
oca o con estilográfica recargable, según los tiempos), los sentimientos
líricos, las pasiones narrativas y los desenlaces dramáticos que su talento
extraía de las posibilidades ideales, más o menos deseables, hasta que
conseguía transformarlas en aparentes y verosímiles realidades concretas, bien
aderezadas con la habilidad de la maestría verbal, el conocimiento de la
propiedad léxica y el talento de la coherencia conceptual. Ahí tienes, sin ir
más lejos, la amplia nómina de escritores relacionados en cualquier manual de
literatura. O los nombres de escritores famosos que aparecen en las listas de
ventas publicadas por los suplementos literarios fin de semana.
En cuanto al concepto de escribidor, anda y pregúntale por su
significado a Vargas Llosa. Y en cuanto a lo de letraherido, pregúntale al
‘agente provocador’ de Pere Gimferrer o, tal vez, a la facundia suficiente de
Luis Antonio de Villena. Ahora, eso sí, por lo que se refiere a lo de plumífero
y plumilla, pregúntale a mi amigo Severino Miranda.
Bueno, para no liarte, voy al grano. Y el grano trata de un amigo que
yo tenía en los tiempos de la Universidad, esas amistadas enconadas y juveniles
en que sobreabunda la camaradería y los amigos comparten sin demasiados
miramientos los contenidos de tres remolinos existenciales, a saber: uno, los
apuntes de crítica literaria y/o el paracetamol para los resfriados; dos, las
zapatillas de baloncesto y/o la mutua soledad de las cogorzas de los viernes
noche; y tres, las chapuzas culinarias en el piso y/o las apetitosas turgencias
de las muchachas en el campus.
Ya te digo, Miranda y yo éramos amigos. Y, como suele ocurrir dentro
de las buenas amistades, uno pide y otro da, de manera que él pedía porque yo
solía acceder a lo que él solía pedir, hasta el punto de que utilizaba como
norma de comportamiento la actitud parasitaria de las garrapatas a las que no
hay desparasitador que las desparasite, una vez aferradas al pellejo.
Habitualmente, mi amigo pedía y yo daba, ya te digo. Y así, mientras
él se largaba a dar una vuelta para ahuyentar el tedio rosado de los
atardeceres, yo permanecía como un gilipollas en la habitación del piso, bien
acodado en la roña olorosa de la mesa, devanándome los sesos para interpretar
la velocidad caligráfica de mis apuntes y pasándolos a limpio para que él,
convertido en rey del mambo, pudiera fotocopiarlos a la mañana siguiente.
Otras veces, la dificultad se agazapaba en el comentario de texto,
actividad didáctica que odiaba visceralmente, decía, porque lo relegaba a la
figura adolescente de segundo de Bup, ya superada, no sin astucia, triquiñuelas
y chuletas perfectamente adaptadas al copieteo. Era humillante tener que
retroceder hasta los años insensatos del instituto. «Yo ya he traspasado ese
estadio lechoso de sarampión mental», sentenciaba. Y ahí me tenías liado con el
comentario de texto, una tarde tras otra, sin levantar cabeza para que el rey
del mambo se tirase el farol de deslumbrar al personal, generalmente femenino,
con la ficticia posesión de una extraordinaria lucidez interpretativa y con la
descarada aserción de que, en consecuencia, los textos de Guillén, por ejemplo,
y los del 27 en general resultaban para él pan comido.
Cuando yo terminé, Miranda se arrastraba todavía por tercero o cuarto
de carrera y creo que aún le quedaba alguna de segundo. No volvimos a vernos. Y
asentados en el hecho de que la memoria se vuelve perezosa y liviana, cada vez
fueron distanciándose más acusadamente los recuerdos hasta el punto de que
desaparecieron como la niebla o las nubes.
Y ahí reside precisamente el cogotón de mi sorpresa. Como todas las
mañanas, yo tomaba mi café caliente en el bar. Abro el periódico y, cielos, es
él. Un artículo de media página firmado por él. «Severino Miranda. Escritor»,
decía. Los colegas miraron sin comprender la repentina tragantada que me
desencadenó la violencia insoportable de una tos enfadosa y salpicona. La
palabra “escritor”, rodeada de ufanía, podía haberse atravesado en cualquier
parte, más o menos vulnerable de mi anatomía, en los ojos, por ejemplo, y
haberme vuelto la visión borrosa, o en las tripas, y haberme producido una
aerofagia dispéptica y antiescritora. Pero no. Se me atravesó en la garganta
como hueso de pollo que adoptaba la forma vanidosa de un plumífero devenido en
escritor. Y seguí tosiendo.
Con resignación y algo de rabia, pensé que en este país, suele
decirse, el más tonto sabe hacer relojes. A no ser que Miranda se hubiera
convertido milagrosamente en relojero. Tal vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario