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Pues esto era una vez un juez que dictó una sentencia. Resulta que una
señora denunció a un compañero de trabajo (pero no amigo)
porque la había llamado “gorda”. El juez sin embargo pensaba que las gordas son esplendorosas y felices. Incluso
bellas. El rostro de las gordas muestra los rasgos de la belleza
clásica: nariz recta, pómulos equilibrados, ojos simétricos, boca pequeña y
redondeada, labios gordezuelos. El juez pensaba en la prosopografía que
utiliza el Arcipreste de Hita en sus retratos femeninos o en las pinceladas de los
maestros del Cinquecento (la Magdalena
Doni de Rafael, por ejemplo). El juez pensaba en la mujer gorda del Barroco y se conturbaba (esos desnudos de Rubens). Al señor juez le fastidiaban las pasarelas. No es posible, pensaba, que unas piernas esqueléticas y unos costillares
raquíticos encajen ‘artísticamente’ con unos senos esplendorosos y abundantes
(salvo el engaño de la silicona); no es posible, seguía pensando, que unos hombros huesudos y tísicos enlacen con unos pómulos
eslavos y unos labios cameruneses (salvo la inflación inyectable del botox);
no es posible, concluía el señor juez, que tobillos y rodillas de
Auschwitz hagan juego con glúteos carnosos y rotundos (salvo
imaginación calenturientamente asexuada). ¿Estar gorda o ser gorda?, se preguntaba el señor juez. Porque no es lo
mismo dirigirse a una señora delgada, de aspecto enfermizo, y decirle
educadamente: «qué bien la veo, señora, está usted un poquito más gorda», que
dirigirse a una señora gorda, de salud rebosante, y decirle a mala uva «es
usted una gorda asquerosa». Así que el
señor juez que dictó la sentencia, dudando, probablemente, entre el valor semántico y
la apariencia gramatical de la gordura, decidió que el hecho de llamar “gorda”
a una señora no se puede catalogar dentro de los delitos de injuria, agravio o
difamación.
(Naturalmente, la esposa del señor juez era una gorda rellena de epitelios).
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