lunes, 23 de abril de 2012

DÍA DEL LIBRO

A la hora de comer, mi padre se presentaba en casa con un cuento de  Saturnino Calleja. Cuentos minúsculos. Costaban 15 céntimos de la posguerra, acuñados en el níquel de la perra gorda y de la perra chica. El saber no ocupa lugar, hijo mío, lee mucho —decía—, hay que saber de todo en la vida. Mi padre se la ganaba en una humilde barbería. Y nos sacó adelante. El saber no ocupa lugar, hijo mío. Es la frase que más recuerdo de él. Y la que más le agradezco.  Mi padre leía a diario y de él aprendí la afición a la lectura. También aprendí a considerar el libro como un objeto valioso y como un bien escaso, esa agitación que padece el indigente cuando percibe la posibilidad de conseguir el objeto que desea. Aún hoy se me van los ojos tras ese objeto de deseo cuando veo en los escaparates el libro que me gustaría leer, tal vez poseer. Pero, ay amigo, los precios de los libros están por las nubes. Y tienes que esperar a que aparezca en ediciones de bolsillo, desparramadas en los pasillos de las grandes superficies como si se tratase de bragas o de calcetines al por mayor.  Me acerco a ellos, los hojeo, casi los acaricio, los entresaco de la ignominia del montón y, con un turbador sentimiento redentor, los rescato de la infidelidad, la negación y el silencio. El libro, amigo entrañable. Con ellos alargo mis días. Con ellos soporto la soledad del atardecer.

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