Aburrido hasta la extenuación de ambiente navideño. Hay que desear felicidad por decreto. Si no sonríes y deseas lo mejor, eres un bicho raro. Abrumado por los trajes de Camps, que ya está bien. Aburrido de que el TS vea indicios de que hubo entregas de dinero al exministro Blanco por trato de favor. Cansado de Undargarín y del instituto Nóos. Preocupado por la recesión y el paro. Las tardes pesan como una losa porque no hay fútbol.
De pronto, encuentro algo que me alegra el ojo. Lo leo en Le Monde.
En España ha aparecido la peseta. En Salvaterra de Miño. Un pueblo a pocos kilómetros de Vigo. Algunos comerciantes aceptan la peseta como pago por los productos que venden. La peseta. La humilde, querida, olvidada, resguardada peseta. La que permitía a mi madre comprarme zapatillas en verano y jerseys en invierno. La rubia. Una ola de nostalgia monetaria me invade. Me retrotrae a momentos heroicos. A mi primer sueldo. Dos mil ciento venticinco pesetas con setenta y tres céntimos.
Me incluyo en el 75% de españoles que opinan que se vivía mejor con la peseta. El euro nos ha hecho polvo el bolsillo.
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