LA SEÑORITA
JUAN GARODRI
Me han pasado una fotocopia (no sé de dónde habrá salido, carece de datos
identificativos) que habla de la Señorita. La señorita de aquellas escuelas
donde los niños permanecían rigurosamente separados de las niñas por razón de
sexo. Resulta curioso: los niños solían anteponer al nombre de pila del señor
maestro un “don” rotundo y respetuoso, distintivo del rango social cívicamente
enquistado, supongo, fuese el maestro soltero o casado. Las niñas, por el contrario,
llamaron siempre a su maestra la Señorita, sobre todo si la señorita era
soltera. (En la actualidad, generalizado el uso léxico del hipocorístico, la maestra es la ‘seño’ o, si están en edad
próxima a la jubilación, doña Resu o doña Trini, como mucho. Porque la buena
educación de los alumnos y alumnas ha instaurado el tuteo y, con frecuencia, la
“seño” es tratada de tú con la familiaridad que proporciona la insolencia).
Pues va la cosa de una señorita que pretendía ser maestra en 1923. Desconozco
cómo andaría el poder adquisitivo durante aquellos años en los que empezó a
circular La femme chic para impulsar
la liberación de la mujer, los nuevos tipos de peinado, los vestidos ligeros y
casi inconsútiles, los cuerpos estilizados y frágiles, los rostros
esplendorosos y pintados. Pero esto era en París. En México, sin embargo, los
mejicanos asesinaban a Pancho Villa y en España, ¡ay, España!, el general Primo
de Rivera efectuaba ‘su’ Golpe de Estado e instauraba la dictadura militar. Para
desgracia de la Señorita, ella no nació en París sino en España, y no se le
ocurre otra cosa, ¡en aquellos tiempos!, que solicitar una plaza de maestra.
Así que firmó un “Contrato de maestras” en 1923. Por la cantidad de 75 pesetas
al mes durante ocho meses, se comprometía a no casarse, a no andar en compañía
de hombres, a estar en su casa desde las ocho de la tarde hasta las seis de la
mañana, a no pasearse por las heladerías, a no salir de la ciudad, a no fumar
cigarrillos, a no beber cerveza, vino ni whisky, a no viajar en coche con
ningún hombre, a no vestir ropas de colores brillantes, a no teñirse el pelo, a
usar al menos dos enaguas, a no usar vestidos de más de cinco centímetros por
encima de los tobillos, a mantener limpia el aula, a barrer el suelo
diariamente, a limpiar la pizarra, a encender el fuego del aula a las siete de
la mañana y, finalmente, a no usar polvos faciales, ni maquillarse, ni pintarse
los labios. ¿Enternecedor o indignante? ¿Conmovedor o vejatorio? Si la Señorita
no cumplía las cláusulas a las que se había comprometido por contrato, éste
quedaba automáticamente anulado por el presidente del Consejo de Delegados. Si
la señorita lo cumplía, era una buena maestra. Al atardecer, después de cerrar
la puerta de la escuela, la Señorita salía de paseo y se acercaba a la orilla
del río a recoger poleos frescos y olorosos para el gazpacho. En las aguas
cristalinas y tersas contemplaba su rostro resignado y su belleza le parecía
una belleza desperdiciada. Envidiaba las risas de las mozas que jugaban a correr
con los mozos entre las tamujas y anhelaba, tal vez, unas manos que la
acariciasen, unos brazos que la confortaran, unos ojos que la atrajesen. La
Señorita se sentía desconsolada y triste y regresaba a casa a encender el
brasero y, a su calor, leer una y otra vez las páginas de “Rojo y Negro” de
Sthendal. A ella también le hubiera gustado descerrajarle dos tiros al señor
presidente del Consejo de Delegados. Aunque luego hubiera sido ejecutada como
lo fue Julián Sorel. Sin embargo, sabe que al día siguiente va a trabajar sin
descanso con sus amados niños para ahogar su pena. Y todo por 75 pesetas
mensuales (0’45 céntimos de euro, lector incrédulo).
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