Destruyó el móvil, el ordenador y el televisor de 22 pulgadas a martillazo limpio. Agarró el martillo y se dedicó al ejercicio de la devastación. Felicidad completa. Una sensación gratificante,
hecha de furia y azúcar, le recorría el espinazo y soñaba, siquiera por un
instante, que se había convertido en un ‘terminator’ doméstico. Curado. Esa triste desgana que desmultiplicaba sus neuronas y le hacía considerar la vida como algo despreciable, esa desgana se convertía en regocijo después del proceso destructivo al que sometía sus
frustraciones. Porque no era más que eso. El naufragio psicológico le ofrecía una tabla de salvación: el martillazo. Era la vuelta al ser. Sólo ‘era’ en la niñez. Destruía el juguete y permanecía en la más
absoluta imperturbabilidad. Como niño ‘sabía’ que el juguete era para ser
destruido, a pesar de la cansina oposición familiar que lo sermoneaba a la conservación y al cuidado. Con el tiempo, adquirió la categoría
adulta y, con ella, la frustración y el infortunio. Como adulto era un ser
desencantado. Su destino era desear y no conseguir. La sociedad está montada
para excitar la persecución del deseo, pensaba. Pocas veces (o, en todo caso, en
espacios de tiempo efímeros) conseguía lo que deseaba. Por eso mismo cada vez se sentía interiormente
más frustrado. Aparecía el estrés, antesala de la depresión. No había más remedio que agarrarse al
martillazo, empuñar la marra y aliarse con la destrucción. Utensilios para superar las carencias
interiores. La destructoterapia como único referente, quizás, de interpretar la
realidad. El dolor, la enfermedad, la injusticia, el sufrimiento de los
inocentes, la muerte, eran hechos frustrantes que estaban ahí, a la vista, tan
cerca, y no sabía cómo interpretarlos. Las soluciones políticas no eran suficientes. Las soluciones humanas eran inadecuadas. El mal, el odio, la
violencia, la competitividad, la envidia, lo atrapaban como una malla
maldita. El incendio de la sangre crispaba las relaciones y tendía trampas
punzantes a la cotidianidad. Como muchos seres humanos iba negando los
valores que le ayudaban a interpretar la realidad de forma pacífica. El hecho
religioso pretendía ofrecer una
interpretación esperanzada de la realidad pero lo consideraba como un hecho cultural trasnochado. (Camus llamó suicidio del alma al
hecho de entregar el espíritu a una idea trascendente: alienación, dijo). A pesar de todo, conocía a creyentes que utilizaban el
valor religioso para encontrar una justificación a la presencia del mal en el
mundo y salvarse. No para salvarse en
otra vida, que desconocía, sino para salvarse en ésta. De la frustración, del
desasosiego y de la desesperanza. Mientras tanto, se agarró a la marra y destrozó el ordenador, el móvil y el televisor de 22 pulgadas como terapia equilibrante. (Hacía tiempo que había arrojado al cubo de la basura el remedio espiritual de los valores).
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