jueves, 8 de mayo de 2014

RELATO DEL CONDUCTOR QUE SE CONVIERTE EN CONEJO

No me extraña en absoluto que a Gregorio Samsa se le erizaran las antenas y se le arrugara el caparazón cuando despertó aquella mañana y se encontró metamorfoseado, así por las buenas, en un monstruoso insecto.
Ya se sabe que Kafka es considerado por la mayoría como uno de los grandes de la literatura del siglo XX y que su capacidad narrativa corría pareja con su melancolía, su complejo de autodestrucción y la convicción de la propia culpa. Así y todo, Kafka se lo buscó. De manera que si su misma hermana llegó en algún momento a proponer a su padre que se deshicieran de aquella alucinación metamorfoseada, él se lo buscó, ya digo.
Yo no. Y aunque de vez en cuando soporto mis insoportables y propias metamorfosis, yo no me las busco para redimir la persuasión de la culpa. Me caen encima con esa aplomada violencia de lo repentino o lo inesperado. Y a ver. Porque yo me metamorfoseo en conejo. Y ocurre que cuando me cae encima la metamorfosis lepórida, suelo ir tan contento en mi coche silbando los primeros compases del concierto para violín en E minor de Mendelssohn, por ejemplo, tan bonito, y zas, los dos podencos de la cuneta (¿o son galgos?) adquieren dimensión antropomórfica en figura de pareja de la guardia civil de tráfico. Lo políticamente correcto, que se dice, es afirmar que la guardia civil de tráfico está para salvar al gentío que va como loco camino de la destrucción eterna y automovilística. Lo afirmo. Pero no me digas que a veces no se pasan y que en vez de dedicarse a salvar, que es lo suyo, se dedican a cazar. Es como si los ecologistas, tipo green peace rural y todo eso, se dedicaran a salvar los patos de una muerte contaminada y destructora en las inmediaciones del Borbollón para después cazarlos y comérselos a la naranja.
Bien. Circulaba yo, tan contento, por esas carreteras de la Sierra de Gata trazadas, a lo que se ve, por algún ingeniero de caminos borracho ayudado por un topógrafo irremisiblemente bizco (Moraleja, Perales, Hoyos, Villamiel, Trevejo y así), cuando al salir de una de las trescientas cuarenta y siete curvas del trazado vial divisé el todoterreno del PGC y, a su lado, un agente que agitaba el brazo como si me despidiera. Todo lo contrario: tuve que acercarme. No se inmutó cuando empecé a metamorfosearme en conejo y me exigió, con esa impasibilidad educadamente moderna de los agentes hollywoodenses, que le entregase la documentación. Pretendí filosofar y advertirle acerca del concepto kantiano que supone el cumplimiento de la ley por la ley, pasándose por el arco del triunfo el espíritu de la ley. Pero ni por esas. Afirmó que había cometido una infracción.Y a pesar de que mi aspecto conejuno debía de ser ya evidente, me atreví a negarlo. Retrucó que había pisado la línea continua tres kilómetros antes y no había respetado la señal que prohíbe circular por encima de los 60 kh en aquel tramo. Me admiraron las cualidades de adivinación del agente y así se lo hice ver. No quiso advertir mi ironía y, con cierta displicencia, condescendió a informarme de que el coche-radar, suficientemente oculto entre la maleza, lo había avisado. No tenía más remedio que denunciarme. Y me ofreció amablemente el expediente sancionador y un bolígrafo para que firmara en el epígrafe de conforme, dijo.
Naturalmente, no firmé. Y no por adoptar esa actitud tenaz y tozuda que supone cualquier oposición a la ley, no. Simplemente no lo hice porque los conejos no saben firmar. (Gregorio Samsa tampoco pudo salir a vender paños aquella mañana).


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