No me extraña en absoluto que a Gregorio
Samsa se le erizaran las antenas y se le arrugara el caparazón cuando despertó
aquella mañana y se encontró metamorfoseado, así por las buenas, en un monstruoso
insecto.
Ya se sabe que Kafka es considerado por la mayoría como uno de los
grandes de la literatura del siglo XX y que su capacidad narrativa corría
pareja con su melancolía, su complejo de autodestrucción y la convicción de la
propia culpa. Así y todo, Kafka se lo buscó. De manera que si su misma hermana
llegó en algún momento a proponer a su padre que se deshicieran de aquella
alucinación metamorfoseada, él se lo buscó, ya digo.
Yo no. Y aunque de vez en cuando soporto mis insoportables y propias
metamorfosis, yo no me las busco para redimir la persuasión de la culpa. Me
caen encima con esa aplomada violencia de lo repentino o lo inesperado. Y a
ver. Porque yo me metamorfoseo en conejo. Y ocurre que cuando me cae encima la
metamorfosis lepórida, suelo ir tan contento en mi coche silbando los primeros
compases del concierto para violín en E minor de Mendelssohn, por
ejemplo, tan bonito, y zas, los dos podencos de la cuneta (¿o son galgos?)
adquieren dimensión antropomórfica en figura de pareja de la guardia civil de
tráfico. Lo políticamente correcto, que se dice, es afirmar que la guardia
civil de tráfico está para salvar al gentío que va como loco camino de la
destrucción eterna y automovilística. Lo afirmo. Pero no me digas que a veces
no se pasan y que en vez de dedicarse a salvar, que es lo suyo, se dedican a
cazar. Es como si los ecologistas, tipo green peace rural y todo eso, se
dedicaran a salvar los patos de una muerte contaminada y destructora en las
inmediaciones del Borbollón para después cazarlos y comérselos a la naranja.
Bien. Circulaba yo, tan contento, por esas carreteras de la Sierra de
Gata trazadas, a lo que se ve, por algún ingeniero de caminos borracho ayudado
por un topógrafo irremisiblemente bizco (Moraleja, Perales, Hoyos, Villamiel,
Trevejo y así), cuando al salir de una de las trescientas cuarenta y siete
curvas del trazado vial divisé el todoterreno del PGC y, a su lado, un agente
que agitaba el brazo como si me despidiera. Todo lo contrario: tuve que
acercarme. No se inmutó cuando empecé a metamorfosearme en conejo y me exigió,
con esa impasibilidad educadamente moderna de los agentes hollywoodenses, que
le entregase la documentación. Pretendí filosofar y advertirle acerca del
concepto kantiano que supone el cumplimiento de la ley por la ley, pasándose
por el arco del triunfo el espíritu de la ley. Pero ni por esas. Afirmó que
había cometido una infracción.Y a pesar de que mi aspecto conejuno debía de ser
ya evidente, me atreví a negarlo. Retrucó que había pisado la línea continua
tres kilómetros antes y no había respetado la señal que prohíbe circular por
encima de los 60 kh en aquel tramo. Me admiraron las cualidades de adivinación
del agente y así se lo hice ver. No quiso advertir mi ironía y, con cierta
displicencia, condescendió a informarme de que el coche-radar, suficientemente
oculto entre la maleza, lo había avisado. No tenía más remedio que denunciarme.
Y me ofreció amablemente el expediente sancionador y un bolígrafo para que
firmara en el epígrafe de conforme, dijo.
Naturalmente, no firmé. Y no por adoptar esa actitud tenaz y tozuda
que supone cualquier oposición a la ley, no. Simplemente no lo hice porque los
conejos no saben firmar. (Gregorio Samsa tampoco pudo salir a vender paños
aquella mañana).
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