martes, 29 de abril de 2014

RELATO DE LA MUJER DEL CARRITO QUE COMÍA PIPAS

No es el comienzo de un cuento, pero podría quedar así.
La tarde era aún brillante y los últimos rayos del sol refulgían contra el cristal del limpiaparabrisas como mariposas inconstantes. La tranquilidad que inundaba la avenida, mientras el coche avanzaba despacio frente al colegio Virgen de Argeme, era abrumadora y extraña. Bajé las ventanillas para sentir la brisa caliente y admirar, al mismo tiempo, la extrañeza del mundo y del entorno.
Mientras escuchaba el sonsonete publici­tariamente bobo de la radio, todo el orbe me aplastaba contra el asfalto regado no hacía mucho. Mi pensamiento, como tantas veces, navega­ba hacia la fantasía. En esos momentos, pensaba que las leyes implacables que rigen los destinos de todos perfeccionan el mundo y, a su vez, deterioran el anhelo inmortal que confunde a los hombres.
En la plaza de la Casa de Cultura, ahora llamada (en un afán sin duda meritorio de progresía y otras modernidades) Plaza de la Constitución, los insectos, felices, revivían los arbustos que exhalaban sus aromas bajo el cielo de abril. El sol había calentado los pétalos de las rosas abiertas como vientres dispuestos a la fecundidad. Las hojas de los árbo­les, que crecen libremente, desarrollaban su ciclo de suprema armonía.
Pensaba en el hecho de que cada instante que pasa es como una irradiación del perfecto suspiro que hace latir el cosmos. Preguntaba al pensamiento: ¿adónde voy ahora que soy extraño al todo que el universo puebla, perdido en los laberintos del sueño humano que desciende hasta el dolor frustrado de las propias palabras?
En este instante, absorto en mis pensamientos, decidí des­viarme por el carril de la derecha, justo a la altura del Burbu­jas. Los coches, aparcados en batería a ambos lados de la calza­da, dificultaban la circulación. Por si fuera poco, una mujer joven caminaba delante de mí por el centro de la calle con esa apariencia despectiva del poseedor de todos los derechos, tranqui­lamente caminaba, ya digo, mientras empujaba un cochecito y, al parecer, comía pipas, según pude deducir al mirar sus gestos que, una y otra vez, dirigían la mano hacia la boca y la retiraban seguidamente. De vez en cuando, giraba la cabeza hacia la derecha, supongo que para escupir. Su pelo era largo y rizado, con gomina, y su trase­ro oscilaba atractivamente al impulso de los glúteos.  “Seguro que se aparta, el ruido del motor la avisa, seguro, tendré que fre­nar, no creo que esté sorda, ¿será posible?, tocaré el claxon”. A juzgar por el respingo, el susto que recibió tuvo que ser consi­derablemente adrenalínico. Yo no llegué a tocarla; así y todo, cayó de rodi­llas, con el cochecito volcado sobre el regazo y las manos suje­tando a la criatura. Jamás olvidaré aquellos ojos asustados en los que brillaba la sorpresa, el miedo, el ridículo, el odio tal vez. Más duras que los ojos fueron sus palabras:
—¡El tío asqueroso! ¡Vamos, hombre! ¿Es que no sabe por dónde va?
Su tono era el del propietario absoluto a quien un intruso ha despo­jado injustamente de su propiedad.
—Disculpe si es que la he asustado —y le sonreí con la boca cerrada.
—¡Pues lo que nos faltaba, que ya ni de paseo pueda salir una!
—Oiga —sugerí tímidamente—, ¿para qué quiere la acera? Por ella es por donde tienen que caminar los peatones.
—¡Y una mierda! ¡Yo puedo ir por donde me dé la gana, so cegañuto!
La voz era histérica y chillona, probablemente aumentada por el extraño calificativo peatonil cuyo sema debía de resultarle malsonante o incluso insultante.
—¡Pues estaría bueno que vengan a decirme a mí lo que yo tengo que hacer! ¡Y, encima, me llama peatona! —añadió—.
En un momento, yo había pasado de una situación irreal (el transcurso de mis propios pensamien­tos) a la concreta vulgaridad de lo cotidiano. Parece evidente el susto en el que se precipitó la mujer, pero no fue menor el choque que recibió mi ensueño de perfección cósmica ante una realidad marcada, en aquel momento, por la frontera entre la verosimilitud y lo irreal.

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