MICRORRELATO DEL HOMBRE QUE SOÑABA CON EL SUPERCUPÓN
Me encontré con un hombre que llevaba en la mano derecha un supercupón de la Once y en la izquierda otro con 25 apuestas de la euromillonaria. No estaba loco. Estaba sediento de dinero, para vivir como dios, me dijo. La mayoría de los españoles (españoles no, que está mal visto, la
mayoría de los ciudadanos, mejor, suena más a República o a Revolución
francesa), la mayoría de los ciudadanos arriesga su dinero en las apuestas
públicas o en la Once. La quiniela futbolística saca de sus casillas a hinchas,
forofos y peñistas; la lotería nacional trastorna los bolsillos de sus
incondicionales, siempre esperando el maná de la suerte; la Once produce un
flipe diario en viandantes y acereros que se detienen en los quioscos o en las
esquinas para el aprovisionamiento de su salvación; la lotería primitiva
enloquece a funcionarios y jubilatas; la euromillonaria afloja el seso soñador
de hambrientos económicos: sería la rehostia, tío, veinte, cuarenta, ochenta o cien millones de euros, anda que no iba yo a dar por saco a tanto hijoputa como raja
por ahí suelto. La apuesta, pues, supone un riesgo monetario que se corre
gustoso porque va parejo con el sueño de cada uno. Y es de admirar esa
pertinacia en el riesgo que impulsa una y otra vez al gasto, a cambio de unos efímeros instantes de sueño.
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